Cuando llega
el verano nos gusta ir a la playa, torrarnos al sol, pegarnos un chapuzón y
mostrar orgullosos el tipito (y lo de orgullosos vale tanto para los que se han
pasado todo el año machacándose en el gimnasio como para los que se lo han
pasado criando tripa a base de chorizo y morcilla: ambos muestran el tipito orgullosos.
Creedme. Que esto es España).
Cuando éramos
pequeños la playa tenía un encanto especial. Bueno, como casi todo lo que nos
sucedía de niños. Aún recuerdo lo bien que me lo pasaba haciendo castillos de
arena con mi cubo de plástico, enterrándome hasta la cabeza, nadando con la
colchoneta hinchable y, para acabar, zampándome el bocata de mortadela que me
había preparado mi madre. Y la verdad es que en aquel entonces tampoco
necesitabas mucho más para pasarlo genial.
Cuando te
haces mayor las distracciones ya son diferentes. Nos gusta ir a la playa, sí,
pero por motivos distintos. Seamos sinceros: la playa es un lugar donde hace un
calor insoportable, sudas como un pollo y te llenas de arena hasta los
mismísimos, luego intentas mejorarlo bañándote en el mar, para descubrir que
sólo has conseguido llenarte el cuerpo de sal, y que todo te pica de mala
manera. No estamos hablando del paraíso terrenal precisamente. Pero entonces,
¿por qué narices adoramos tanto ir a la playa?
Dicen que a
los hombres nos gusta el fútbol porque nos retrotrae a la infancia. Creo que
con la playa sucede algo parecido. Cuando vamos a la playa conectamos con el
espíritu de nuestra infancia, el de los castillos y el flotador, el espíritu
de la inocencia y de la falta de responsabilidad, y aunque sólo sea un
espejismo, por momentos creemos sentirnos como niños de ocho años. Claro que tampoco
somos tontos. Resulta que ahora, reparamos en pequeños detalles que en la niñez
nos pasaban un tanto desapercibidos, como por ejemplo, que la rubia que pasea
por la orilla viste un minúsculo tanga amarillo. Sólo un tanga.
Cuando cumples
cierta edad, hay dos formas de ir a la playa: con toda la familia, en plan dominguero
(con la sombrilla, la nevera y las sillas plegables) o en plan íntimo (sólo o
con tu pareja). Lo de ir con la familia es la fórmula ganadora, la española, sin
complejos. Y lo de ir tu solo queda un poco triste. Te miran raro. “Uy, mira a
ese chico sólo”, susurran a tus espaldas. Que a mí eso me da rabia. Cuando vemos a una chica sola en la playa no pasa nada, pensamos “nada, está
descansando, la pobre”. Pero cuando vemos a un tío sólo, ay amigo, (nótese la cara
de maruja desconfiada total): “algo raro has hecho para acabar aquí solo”.
Por eso lo
mejor es ir con tu pareja. Claro que sí. Y buscar una playa tranquilita, poco
frecuentada y sin agobios. Lo malo es que hay mucha gente que busca esa playa
tranquilita, y al final, pasa lo que pasa: que justo enfrente de
ti y de tu novia planta su hamaca una chica en topless. Y tú te haces el loco,
mientras notas la guadaña a escasos centímetros de ti, en la mirada enfurecida
de tu novia. Que casi te lanza rayos por los ojos. Y tú decides no mirar. Hasta
que no hay más remedio, claro, porque al iros a bañar y pasar por su lado…
—¡Hola! –te saluda–. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¡Dos besos!
Tu ex. No la veías desde la facultad. Y a ti se te ocurre pararte a hablar con ella,
y hasta presentársela a tu novia. Que no se diga. De perdidos al rio. Y tu ex lo
que parece haber perdido es la parte superior del bikini. Y tú, que hoy no te
libras de la bronca ni de coña. En fin. Esta anécdota me recuerda otra cosa: lo
poco que nos gusta encontrarnos a conocidos en la playa. Es algo que no terminamos
de asimilar. Ver al jefe, a la secretaria o al butanero en tanga. Se hace raro
¿eh? Tal vez sea porque en la playa se pierden las clases. Y también la clase.
En la oficina o en la discoteca cada uno es como es: pijo, casual, hipster o
cani. En la playa todos somos unos catetos en bañador. O sin él.
Así que hoy
decido ir a la playa con mi amigo Rafa. Una sesión de colegueo bajo el sol, sin
sobresaltos. Rafa se lo monta bien en la playa: el tanga, la sombrilla, el
tabaco y la toalla. Ambos lucimos nuestros cuerpos serranos bajo el sol de
media tarde. Mientras le relato el encuentro fortuito con mi ex y la pelotera posterior
de mi novia, Rafa se enfunda las gafas de sol, enciende un cigarro y muerde la
boquilla con los dientes.
—Pues tu ex
en el instituto ya estaba bien buena –dice–, ahora debe estar que se rompe.
—Ese no es el
tema, hombre. Te he preguntado si te parece normal la reacción que tuvo mi
novia. ¿Qué opinas al respecto?
—¿Qué qué
opino?
—Sí.
Mi amigo Rafa
le da una calada al cigarro y exhala el humo con fuerza.
—Que
parecemos maricones, tete.
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