Esto es lo que ocurre si pronuncio mi nombre cinco veces
delante del espejo.
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—Búscate un nombre artístico –me decían.
Y eso hice. Parecía la mejor solución. Comencé a darle vueltas a la cabeza en busca de seudónimos, motes y apodos, cada cual de ellos más ridículo, cada cual de ellos más alienante: Manuel *******. Lo escribí en un folio en blanco, lo observé en silencio y lo leí en voz alta. La primera vez tuvo su gracia. La segunda ya no tanto. La tercera sentí cierta incomodidad. Así que lo consulté con un amigo.
—Rafa, ¿qué te parece este nombre para mí?
—¿Qué nombre?
—Manuel *******.
Mi amigo soltó una carcajada.
—Suena a anuncio de compresas, colega.
Y lleva razón. Es como esa cuenta de correo electrónico que te abriste a los dieciséis con un nombre espantoso, y que aún conservas, pero ni se te pasa por la cabeza decírsela a nadie, y menos aún a tu jefe. Porque no cuela.
Elanillodepoder75@hotmail.com ya no cuela.
Por todo ello, he llegado a la conclusión de que ponerse un apodo es algo grotesco, esperpéntico, que diría Valle-Inclán. Y después de mucho pensarlo, he decidido no renunciar a mi verdadero nombre. Realmente no era tan complicado: podría haber usado el apellido materno (algo que mi padre jamas me hubiese perdonado), o buscar un buen seudónimo, como hicieron Lewis Carroll, Pablo Neruda y tantos otros. Pero no. Manuel Vicent. Ahí, con un par. Es más, no sólo no me cambio el nombre, sino que pienso explotar esta feliz coincidencia al máximo, y sin ningún tipo de remordimiento. Si lo dice mi DNI, no es delito (y quizás hasta me ahorre faena de posicionamiento en los buscadores). De todas formas, coincidencias e ironías aparte, creo que hay sitio para dos Manueles Vicents en este mundo. El primero es un escritor consagrado que ha dedicado su vida a la literatura y al periodismo. Uno de los grandes. El otro justo acaba de saltar a la arena.
—¿Qué nombre?
—Manuel *******.
Mi amigo soltó una carcajada.
—Suena a anuncio de compresas, colega.
Y lleva razón. Es como esa cuenta de correo electrónico que te abriste a los dieciséis con un nombre espantoso, y que aún conservas, pero ni se te pasa por la cabeza decírsela a nadie, y menos aún a tu jefe. Porque no cuela.
Elanillodepoder75@hotmail.com ya no cuela.
Por todo ello, he llegado a la conclusión de que ponerse un apodo es algo grotesco, esperpéntico, que diría Valle-Inclán. Y después de mucho pensarlo, he decidido no renunciar a mi verdadero nombre. Realmente no era tan complicado: podría haber usado el apellido materno (algo que mi padre jamas me hubiese perdonado), o buscar un buen seudónimo, como hicieron Lewis Carroll, Pablo Neruda y tantos otros. Pero no. Manuel Vicent. Ahí, con un par. Es más, no sólo no me cambio el nombre, sino que pienso explotar esta feliz coincidencia al máximo, y sin ningún tipo de remordimiento. Si lo dice mi DNI, no es delito (y quizás hasta me ahorre faena de posicionamiento en los buscadores). De todas formas, coincidencias e ironías aparte, creo que hay sitio para dos Manueles Vicents en este mundo. El primero es un escritor consagrado que ha dedicado su vida a la literatura y al periodismo. Uno de los grandes. El otro justo acaba de saltar a la arena.
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