Carlitos tenía seis años y nunca había ido al circo. Aquella noche de
principios de febrero era su primera vez. Acompañado de su abuela Pepa, se
introdujo en la carpa y soñó despierto con los payasos y los trapecistas, como
cualquier niño de su edad. El espectáculo de las fieras fue sin duda el que
más le impactó. Aquel domador fustigaba a las bestias con su látigo sin temor
alguno. El público aplaudía boquiabierto y entusiasmado su actuación. Carlitos
no salía de su asombro, cuando de pronto, un detalle llamó poderosamente su atención.
—Yaya, ¿esa puerta no está mal cerrada? –preguntó,
zarandeando a su abuela.
La pobre Pepa tenía los ojos medio cerrados. Había
tenido un día agotador y encima le había tocado llevar a Carlitos al circo.
—¿Qué puerta?
—La de la jaula, ¿lo ves? –dijo Carlitos,
señalando hacia la pista.
Pepa se frotó los ojos, miró a su alrededor y vio
a la gente disfrutando de la magia del circo.
—No hombre no, qué va a estar mal cerrada. Esa
puerta se cierra así.
—Que no, que está mal cerrada –dijo Carlitos,
impertinente, con su voz de pito.
—Anda Carlitos, calla y mira el circo. Mira los
tigres como rugen.
Y entonces estalló el griterío. Una de las fieras se
abalanzó con todas sus fuerzas contra la jaula y abrió la puerta. El público
enloqueció, las sillas volaron por los aires y la carpa del circo se tambaleó
debido a la avalancha de personas que huían despavoridas buscando la salida. El domador corrió a cerrar la jaula para evitar que las otras fieras
escaparan, pero no pudo evitar que un tigre macho, el más veterano de todos, saltase
al patio de butacas y accediese al exterior de la carpa. Carlitos, sentado aún
en la silla, pensó que su abuela tenía razón en lo que le había dicho: el circo
era el mayor espectáculo del mundo.
* * *
Pablo ya casi no tenía ni para comer. Llevaba
cinco años en el paro desde que su pequeña empresa de muebles había quebrado. Como
no tenía ahorros no podía marcharse al extranjero a buscar trabajo, así que a sus
cuarenta y tres años, estaba condenado a malvivir en las calles de su Castellón
natal. Aquella noche sólo le quedaban diez euros en la cartera, y decidió
invertirlos al máximo en la última compra que se podía permitir. Salió del Carrefour con lo justo para sobrevivir: productos de las marcas más
baratas y con la mayor cantidad de alimento.
Cristian aún estaba peor que Pablo. Él sí que no
tenía nada que llevarse a la boca aquella noche. Cuando se dejó los estudios a
los dieciséis años para trabajar en la obra, nunca pensó que acabaría en la
miseria. Aquellos fueron tiempos de bonanza económica. Cristian, conocido en el
barrio como “el Meko”, cobraba un sueldazo que le permitió comprarse un BMW,
una moto y fumar marihuana siempre que quisiera. De aquello hacía ya diez años.
Desde entonces nunca había pasado un momento tan complicado. Había tenido que
vender el coche y la moto para poder subsistir, y eso fue antes de que a su
madre le embargaran el piso. Lo único que le quedaba era la afilada navaja en la
mano, oculta en el bolsillo del chándal. En las cercanías del parking de
Carrefour, agazapado en la oscuridad, “el Meko” acechaba a su próxima
presa.
—Tú. Dame la pasta.
Pablo sintió algo punzante en el cuello y se quedó
paralizado.
—¡No, no tengo nada! –gritó asustado.
—Shhhh… no grites cabrón. Dame la pasta o te rajo.
Pablo se preguntó para sus adentros qué habría
hecho para ser tan desgraciado.
—Rájame si quieres, pero esto es todo lo que me
queda.
De pronto, un rugido estremecedor les heló la
sangre. Lo último que vio “el Meko” fue que algo se le abalanzaba encima. Algo
peludo de largos dientes y afiladas garras. Pablo, por su parte, dejó de sentir
la presión de la navaja en el cuello y se quedó allí de pie, extrañado, con las
bolsas de la compra en la mano. Entonces comenzó a oír un griterío a su
alrededor. Las personas huían aterrorizadas del parking de Carrefour. Algunos corrían a refugiarse en el centro comercial,
otros se metían dentro de los coches, abandonando los carros llenos. Pablo se
dio la vuelta y escudriñó en la oscuridad. Tras él yacía el cuerpo de
un joven, y justo a su lado, distinguió una figura de llameantes ojos que le observaba
atentamente. Pablo escuchó un rugido frente a él y luego vio una sombra huyendo
entre los coches del parking. Estaba casi seguro de haberle olido el aliento a
un tigre, pero no se atrevía a creerlo.
* * *
—¡Nena, ponme un Big Mac!
—¿Algo más?
—Y una cervecita.
—¿Algo más?
Julián Santos frunció el ceño y sonrió con
picardía.
—Hombre, si me quieres hacer una mamada…
—Aquí no hacemos de eso, señor.
—Pues es una lástima, porque tienes unos morritos
muy apetecibles.
—Si no se calla llamaré al jefe –respondió Alexia,
sin inmutarse.
—No mujer, al jefe no. Que será un tío mu feo.
Julián Santos se embuchó la hamburguesa en la mesa
del McDonald’s y eructó con todas sus fuerzas. La gente de su alrededor volvió la
mirada en su dirección con asco, momento que él aprovechó para saludarles con
la mano. “Buen provecho”, les dijo. Luego se levantó al lavabo a orinar, y mientras
vaciaba la vejiga se tiró un cuesco que retumbó con fuerza en las paredes. Julián Santos rompió a reír y se sintió orgulloso de haber provocado
aquel estruendo con sus tripas. También escuchó gritos procedentes de la sala, y pensó que los había causado él con su ventosidad, lo cual le provocó
más risa todavía. Luego se miró en el espejo, se arregló el pelo intentando
disimular la calvicie, se frotó la barriga, se colocó bien el cuello
de la camisa y se sacó por fuera la cadena de oro con la cruz de Caravaca.
Cuando estuvo listo regresó al interior del McDonald’s y lo encontró completamente
desierto.
—Coño, ¿dónde estáis? ¿Qué jugamos al escondite o
qué?
Parecía que hubiera pasado un huracán. Julián Santos
miró en todas direcciones y no vio a nadie, ni siquiera en el mostrador donde
había pedido la hamburguesa. Se encogió de hombros, y sin pensarlo dos veces se
acercó silbando a una mesa vacía, cogió una cartera y salió del establecimiento con
las manos en los bolsillos. Alexia, acurrucada en la cocina junto al resto de
los clientes, vio salir a Julián Santos por la ventana trasera. El hombre caminaba
tranquilo, silbando una canción de Los Chichos. No sabía qué le había sorprendido más,
si la actitud de aquel señor repugnante, o el tigre que se había colado dos
minutos antes por la terraza del burguer. Julián Santos puso rumbo al Caminás,
dispuesto a gastarse el dinero en prostitutas, sin percatarse de la sombra
felina que le perseguía por detrás.
* * *
Carlitos y su abuela regresaban a casa con el
susto aún en el cuerpo. La pobre Pepa casi no podía caminar del soponcio.
Carlitos, en cambio, estaba muy emocionado.
—Qué guay es el circo, abuela.
—Calla niño, y date aire, que quiero llegar a
casa.
—Pero si yo ando más deprisa que tú.
Pepa no tenía teléfono móvil porque no sabía
utilizar aquellos aparatos tan extraños. Ella era de otra época. Y Carlitos era
demasiado pequeño para tener móvil. Con lo cual, ninguno de ellos había podido
llamar a su familia para pedir ayuda. Cuando llegaron por fin a la plaza
Cardona Vives, Pepa sacó la llave del bolso y se dispuso a abrir el portal de
su casa.
—¡Mira yaya! ¡El tigre!
—No digas tonterías, niño –dijo Pepa mientras le
daba la vuelta a la cerradura.
—Qué majo es.
La abuela empujó la puerta con la mano y le hizo
un gesto a Carlitos para que entrara dentro. Pero Carlitos no le hacía ni caso.
Pepa alzó la vista y vio a su nieto abrazado a un enorme tigre de bengala. El
animal estaba sentado sobre las patas traseras, en pose majestuosa, mientras
Carlitos le acariciaba la frente.
—¿Nos lo podemos llevar a casa, yaya?
—Entra en casa inmediatamente –le dijo su abuela,
pálida.
El tigre la miraba con expresión seria, como si
oliese su miedo.
—¿Nos lo llevamos?
—No, entra en casa ahora o te juro por dios que te
castigaré hasta Nochebuena.
—Jo.
Carlitos,
decepcionado, se despidió de su amigo el tigre y entró en el portal. Pepa cerró
la puerta a cal y canto. El tigre se quedó allí sentado, observando curioso los
movimientos de aquellos dos seres humanos. Luego bostezó mostrando su boca de
dientes afilados. La abuela Pepa entró en casa gritando, contándole a su hija y
a su yerno lo que había sucedido. Carlitos por su parte fue corriendo a la
nevera, cogió un trozo de pollo que había sobrado de la comida, se asomó al
balcón y se lo lanzó a su nuevo e inesperado amigo. El tigre se puso en pie y
lo olisqueó. Luego lo engulló, rugió y se perdió por las calles de Castellón.
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