jueves, 12 de marzo de 2020

LOS TRES PENITENTES (Relato Ganador de la XI edición del Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón)



En la sala reinaba el silencio, y el ambiente estaba cargado con el intenso olor a cera quemada. Los acusados permanecían de pie sin mover un músculo. Sus rostros se encontraban parcialmente ocultos por un pañuelo negro que les cubría la cabeza hasta la altura de los ojos. Sus respiraciones nerviosas se entrecortaban bajo las telas. A una distancia prudencial, sobre la tribuna, los rostros de los Jurados imponían su jerarquía de apariencia inalterable. El máximo representante del Consejo Municipal era un noble de barba encanecida que, sentado sobre el estrado, revisaba atentamente un pergamino. Sentado a su lado, un clérigo de ojos azules sostenía un rosario entre sus manos mientras entonaba una oración en voz baja. Al mismo tiempo, a la derecha de la tarima, el Justicia contemplaba a los tres acusados, que seguían allí de pie, inmóviles. El salón principal de la Casa Consistorial se encontraba sumido en la penumbra, iluminado tan sólo por el fuego de una gran antorcha que se interponía entre los Jurados y los tres hombres. Llegado el momento, el Justicia carraspeó y quebró el silencio:         
En el año del señor de 1352, la Junta de la Villa de Castelló, presidida por el Cap del Consell, se ha reunido en un pleno extraordinario para dictaminar la sanción que se les aplicará a estos tres hombres. Cómo todos sabemos, ante el brote de peste negra que azota la ciudad, las autoridades han prohibido terminantemente a los ciudadanos salir al campo como medida de precaución para no contraer la enfermedad. Sin embargo, y a pesar del toque de queda impuesto, los tres hombres aquí presentes, Enric de Ximén, regente de la carnicería del mercado, Abdul de Qasim, coordinador de las aguas de la acequia Mayor, y Astruc Salomó, tenaz comerciante y agudo prestamista, fueron sorprendidos durante el día de ayer en los territorios prohibidos de más allá de la muralla, y por esa razón, no habiendo podido justificar de ninguna manera su presencia en territorio infestado, recibirán una sanción ejemplarizante.    
El Justicia cedió así la palabra al Cap del Consell.
—Señores del jurado, consejeros, la situación es alarmante. La muerte negra se expande con rapidez extrema entre los vecinos. Desde que la pestilencia llegó a nuestras calles, la población ya no es segura. Los familiares abandonan a sus seres queridos por miedo al contagio, el hospital está saturado, los médicos no dan abasto y los cadáveres se amontonan en los caminos desde hace semanas. Pero a pesar de ello, no podemos permitir que el caos se apodere de la ciudad. Debemos ser extremadamente cautos con las normas si queremos que nuestro pueblo salga airoso de esta terrible plaga. Por tanto, no podemos pasar por alto la falta tan grave que han cometido ustedes tres. La ley exige para los casos de desobediencia una sanción de cincuenta sueldos. 
—Cincuenta sueldos, qué barbaridad –murmuró Astruc.
—No obstante –continuó el Cap del Consell, mirando de reojo a Astruc–, desde esta junta creemos que ni todo el oro del mundo sería capaz de detener el castigo divino al que estamos siendo sometidos. La ira de Dios no puede ser aplacada con más riqueza, sino con la fe inherente que habita en el hombre, y sobre todo, con la penitencia. El señor está furioso por algún motivo que desconocemos. Nuestro capellán Mosén Francesc cree que la plaga podría tratarse de un escarmiento por los pecados que ha cometido nuestro pueblo durante los últimos cien años. Como ustedes sabrán, este mes de marzo hace exactamente un siglo que la villa abandonó el territorio de sus antepasados y se trasladó a vivir desde la montaña a nuestro actual emplazamiento en la llanura. Aquel oscuro peregrinaje tuvo lugar, como sin duda habrán oído en las antiguas narraciones de nuestros mayores, durante la noche del tercer domingo de cuaresma. 
—Mi bisabuelo murió aquella noche –interrumpió de pronto Enric de Ximén–, ¡se ahogó al caer en un lodazal!    
Mosén Francesc, sentado en la parte izquierda del estrado, tomó la palabra.
—Espero que Dios se apiadara del alma de su pobre bisabuelo, hermano Enric.
—Sin duda. Lo hizo para salvar a un niño que se había hundido en la ciénaga.  
—Así es, hermanos –continuó Mosén–, el señor ya nos mostró su descontento durante la misma noche del traslado. La tradición oral así lo recoge: “al bajar de la montaña sobrevino la noche y la tempestad. Los fangales se convirtieron en una trampa, los niños debían ir atados para no perderse. Sumergidos en las tinieblas, los mayores decidieron colgar un candil al extremo del cayado para iluminar el camino, mientras tanteaban el terreno con cañas para no hundirse.” Sin duda, aquella tormenta se trataba de una señal divina que nuestros antepasados desoyeron. Tal vez esta epidemia no nos hubiera alcanzado de haber permanecido en nuestro antiguo hogar del Castell Vell.
—Señorías –dijo Abdul de Qasim– mis hijos necesitan comer. El hambre acecha a mi familia. ¡No puedo permanecer encerrado! ¡Debo ocuparme de regar los campos!
—Le ruego que se tranquilice, señor de Qasim –pidió el Cap del Consell–. Tal como vemos la situación, es preciso asegurarse de que tanto usted como el señor Salomó y el señor de Ximén no han contraído la enfermedad. Para ello, de la misma manera que esta Junta les exime de pagar la sanción de cincuenta sueldos, también les envía a cumplir cuarentena a un lugar adecuado para tal fin. Mañana, tercer domingo de Cuaresma, antes de la salida del sol, Mosén Francesc encabezará una romería de penitentes que partirá hacia el Castell Vell, donde un regimiento de soldados sigue al mando del fuerte. Una vez allí, Mosén oficiará una misa en la capilla dedicada a Santa María Magdalena, a la que dirigirán sus plegarias para que nos libre de este terrible mal.                   
—Entonces, señorías ¿significa eso que nos libramos de pagar la tan exagerada como injusta sanción de cincuenta sueldos? –preguntó Astruc, con brillo en los ojos.
—Así es, pero a cambio, ustedes tres deberán acompañar a Mosén Francesc hasta el castillo de nuestros antepasados y pasar allí los próximos cuarenta días. Si después de ese tiempo no dan muestras de haber contraído la enfermedad, podrán regresar a la ciudad. Hasta entonces permanecerán allí, vigilados. La decisión del jurado es unánime.
—Qué vergüenza, ya nos tratan como apestados –murmuró Astruc entre dientes.
*    *    *
Enric, Abdul y Astruc pasaron la noche aislados en el pequeño calabozo de la Casa Consistorial, sin apenas espacio para dormir. Antes del amanecer fueron despertados y llevados ante Mosén Francesc, y una vez junto a él partieron en dirección a la puerta más septentrional de la villa, donde ya esperaban una docena de hombres, en su mayoría clérigos equipados con báculos y cayados. Todos ellos llevaban el rostro cubierto con un pañuelo azul y un candil atado en el extremo del cayado para alumbrar el camino. Enric, Abdul y Astruc fueron recibidos con recelo entre los romeros, por lo que Mosén dio órdenes para que el trío se situara en la retaguardia, manteniendo una distancia prudencial de cuarenta pasos, mientras Mosén y el resto de penitentes encabezaban la procesión. Y así, con los primeros brillos del amanecer, la comitiva cruzó la puerta de la villa y puso rumbo hacia lo que ellos denominaban “el Camí dels Molins”.  


Enric, Abdul y Astruc caminaban con cierta pasividad cerrando la fila. Y a pesar de llevar la nariz cubierta con el pañuelo, agradecían el fresco aire primaveral.
—Son unos bárbaros. No tienen derecho a hacernos esto –dijo Astruc, indignado.
—Deja de quejarte –le contestó Enric–, cometimos un error y pagaremos por él.  
—He oído que la hija del Gobernador está infectada. Seguro que a ella la tratarán como a una reina, no la encerrarán en ese oscuro castillo –continuó Astruc.
—Si no te hubieras empeñado en ir a buscar a aquel campesino que nos debe dinero, nada de esto habría pasado. ¡Te dije que salir no era buena idea! –remugó Abdul.
Después de atravesar el palmeral y dejar atrás la villa, la procesión pasó frente a una alquería habilitada como hospital. Enric, Abdul y Astruc vieron como los clérigos encabezados por Mosén hacían un alto en el camino, e intrigados, decidieron alcanzarles para averiguar qué ocurría. Al verles aproximándose, Mosén retrocedió para abordarles:
—¿Qué ocurre, Mosén Francesc? ¿Por qué nos detenemos? –le preguntó Enric.
—Algo raro pasa en el hospital de apestados. Las puertas están abiertas y la valla del perímetro destrozada. Es muy extraño. El edificio debería estar lleno y en cambio parece desierto. Entraré a echar un vistazo, pero ustedes no se muevan de aquí.
Enric, Abdul y Astruc se quedaron quietos junto a la valla, guardando las distancias con el resto de los romeros, mientras Mosén, ataviado con su capa y un pañuelo rojo que le cubría la nariz, se introducía sólo en el oscuro lazareto.
—Ahora podríamos huir –dijo Abdul–, es el momento perfecto.
—Pero no tenemos ningún lugar al que huir –contestó Enric, extrañado.
—No le hagas caso, Enric –dijo Astruc, haciendo una pausa para beber un trago de agua de su bota de cuero–, ya sabes que Abdul habla mucho pero es un cobarde.
Abdul, al oír aquello, se abalanzó furioso sobre su compañero para ajustarle las cuentas. Enric tuvo que interponerse entre ambos para imponer paz.
—¡Basta! Calmaros, ahora no es momento de discutir –les regañó Enric.  
—Qué barbaridad, qué hombre más violento –dijo Astruc, levantándose del suelo.  Astruc se sacudió la túnica, recogió su bota del suelo y se la colgó sobre el hombro.
De pronto, un griterío les puso a los tres en alerta. Los clérigos, aterrorizados por algún motivo, salieron corriendo y se dispersaron por los alrededores del hospital.
—¿Y ahora qué les pasa? –preguntó Abdul.  
—Definitivamente, creo que les tenemos horrorizados. Nos temen más que a la propia peste –dijo Astruc, observando como huían desde la distancia.
Y fue entonces cuando un murmullo de voces llamó su atención.  
—¡Oh, Dios Santo! –exclamó Enric, mirando tras su espalda.
En aquel momento, los tres hombres descubrieron que tenían compañía. En efecto, se encontraban rodeados por una horda de infestados que se aproximaban a paso lento pero decidido en su dirección. El aspecto de los apestados era escalofriante. Vestían túnicas sucias y harapientas, lucían un color de piel amarillento, casi cadavérico, los huesos se les marcaban en sus delgados pómulos y sus cabellos eran largos y grasientos. Aunque el rasgo más inquietante venía dado sin duda por los bubones negros que, fruto del contagio, les cubrían el cuerpo. Abdul vio a uno de los apestados toser y expulsar un hilo de sangre por la boca. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Rápido, huyamos! –aulló Abdul.
Los tres echaron a correr apresuradamente. Debido a la agitación del momento, Astruc tropezó y cayó al suelo, quedando rezagado así de sus dos compañeros, que no se percataron del desafortunado percance de su amigo prestamista. Y fue así, de esta manera, como una docena de infestados se abalanzaron encima del temeroso judío.
—¡Qué horror! ¡Qué muerte más terrible me espera! –aulló Astruc, mientras un enjambre de manos huesudas caían sobre él.


Astruc se cubrió el rostro con los brazos y rezó una última oración. Cuando sintió un fuerte tirón en el hombro creyó que había llegado su fin. Aquellos terribles demonios iban a devorarle sin miramientos. Todo a su alrededor se volvió oscuro. Después llegó la calma absoluta, el ansiado descanso final con sus antepasados y con Dios.
—Eh, Astruc. Vamos, levanta del suelo.
—¡Quitadme las manos de encima, bestias del averno! –aulló Astruc.
—Vamos Astruc, levanta, que ya se han ido.
Astruc abrió un ojo y vio a Enric, a Abdul y a Mosén de pie junto a él.
—Ya entiendo. Debo estar muerto. No hay otra explicación para esta chifladura.
—No estás muerto –dijo Abdul, riendo–, ¡estás cagado de miedo!        
*    *    *
El Castell Vell coronaba una pequeña montaña en lontananza. Por fin había amanecido, y la romería de penitentes seguía su curso tras el breve altercado del hospital.
—Mi bota. Me han robado mi bota. Me costó seis dineros –se lamentaba Astruc.
—Sin duda ha sido un incidente desafortunado, mi querido Astruc –dijo Mosén.
—¿Qué ha ocurrido exactamente en el hospital, Mosén? –preguntó Enric.
—Lo que ha ocurrido es algo lógico, mi querido Enric. Los infestados se multiplican, y su locura se vuelve incontrolable. La sed devora su alma, pero tal como me ha explicado el doctor Birlo, nada se puede hacer para saciarla. Aquellos desdichados tienen prohibido beber agua hasta que sus cuerpos purguen todo el mal que llevan dentro. Quizás el doctor debiera encadenarlos a la cama del hospital para evitar este tipo de revueltas.
—Sólo querían beber agua, el agua de tu bota –le dijo Abdul, burlándose de él.
—¿Y quién me pagará los costes de una nueva bota? –preguntó Astruc, indignado.
—Bueno, yo te dejaré beber de la mía durante el viaje, ¿te parece? –dijo Enric.
Mosén, de nuevo al frente de la comitiva, bendecía los cadáveres que se iban encontrando por el camino, junto a las acequias. Y así, tras una hora de camino, Mosén se detuvo junto a una alquería blanca y anunció que habían recorrido la mitad del trayecto, y que por tanto, harían una breve parada para almorzar. Aquel era un paraje bucólico, dominado por los altos pinos, donde nada hacía pensar en la terrible epidemia que asolaba la región. Enric, Abdul y Astruc se sentaron en el borde de un pozo de piedra, lejos del resto de penitentes, que habían dejado los báculos apoyados junto a una pared mientras almorzaban cómodamente en la alquería, regentada por una familia de honrados agricultores que se resguardaban de la peste en el interior.
—Ahí están, comiendo como si nada. Pueden estar tan infectados como nosotros, la diferencia es que ellos volverán a casa por la tarde –se lamentaba Abdul.
—Sí, es terriblemente injusto –remarcó Astruc. 
Pasados unos minutos, Mosén se acercó para ofrecerles un trago de vino e higos.
—Vamos, alegrad esas caras –dijo Mosén–, que no se acaba el mundo.
—Sí, claro. Para usted es muy fácil decirlo –replicó Astruc.
Mosén le lanzó una mirada condescendiente y emitió una leve carcajada.
—Mi querido Astruc, ¿qué voy a hacer contigo? Eres peor que un niño pequeño.
En aquel momento, un grupo de seis jinetes desarrapados irrumpieron en el camino y detuvieron bruscamente sus caballos. Mosén cruzó una mirada con el que parecía el líder, y su instinto le dijo que iban a ser abordados por aquella cuadrilla de bandidos.  
—No os mováis de aquí, y no hagáis nada extraño –les ordenó Mosén.
Los jinetes descendieron de sus caballos y se aproximaron. El hombre que tomó la palabra llevaba un pañuelo negro atado en la cabeza
—Buenos días, caballeros –dijo el jinete, con voz ronca.  
—Buenos días –contestó Mosén–, ¿qué se les ofrece por estos parajes?
—Nada, pasábamos por aquí y nos disponíamos a repostar agua en el pozo.
—Estupendo. Chicos, levantad de ahí y dejad repostar agua a estos señores –dijo Mosén, refiriéndose a Enric, Astruc y Abdul, que seguían sentados en el borde del pozo. 
De pronto, uno de los jinetes le susurró algo al líder, tras lo cual se formó un pequeño revuelo entre la banda. Mosén supo que algo no iba bien.     
—¿Quién es él? –preguntó el jinete líder, señalando a Astruc con el dedo.
—Me llamo Astruc Salomó, comerciante, para servirle –dijo Astruc, tragando saliva.
El jinete del pañuelo se volvió de nuevo para discutir con el resto de su banda.
—¿Ocurre algo, hijos míos? –preguntó Mosén Francesc.
—Lo que ocurre, padre, es que ese hombre es judío –dijo el jinete, mientras Astruc trataba inútilmente de ocultar la kipá de su cabeza, en un gesto ridículo.
—Así es. ¿Y qué hay de malo en ello? Todos somos hijos de Dios.
—¿Acaso no ha oído las historias que se cuentan? Se dice que los judíos son los culpables de esta plaga, que ellos han envenenado los pozos. Y resulta que el primer judío que vemos en semanas, está sentado sobre un pozo. ¿No es mucha casualidad?
—Creo que se hace usted una idea equivocada, hijo mío –dijo Mosén.
—Me da igual –dijo el jinete, sacando un puñal de su cintura, acción que imitaron el resto de sus compañeros–, dadnos todo lo que tengáis de valor o mataremos al judío.
—Lo siento hijo mío, pero andamos en penitencia. No tenemos nada de valor.
Los bandidos se miraron los unos a los otros y sonrieron con maldad.
—En ese caso le mataremos igualmente. ¡A por él!
—¡Auxilioooo! –aulló Astruc, llevándose las manos a la cara.
De pronto, Mosén hundió su brazo bajo la capa y, con un rápido movimiento,  blandió una espada ropera que se interpuso en el camino de los bandidos hacia Astruc.
—¡Atrás! –gritó Mosén Francesc, amenazándoles con el arma.
Los bandidos miraron a Mosén con una mezcla de asombro e incredulidad.  
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un cura peleón? –masculló el jinete.
—¿Acaso cree que los curas no sabemos defendernos?
El jinete líder cruzó una mirada con sus compañeros y rompió a reír a carcajadas.
—Esto va a ser divertido. ¿De verdad piensas vencerme con esa birria de espada?
Pero Mosén no dejó tiempo para intrigas. Con un rápido movimiento de brazos y piernas, tiró al jinete al suelo y le colocó la punta de la espada en el cuello. Enric, Abdul y Astruc no salían de su asombro. Se quedaron boquiabiertos, pues sus ojos apenas habían captado lo sucedido. Mosén se había movido con la rapidez de un rayo.  
—Ahora márchate de aquí y llévate a tus hombres, ¿entendido? –le ordenó Mosén.
—Entendido –contestó el jinete, notando la presión de la espada en su cuello.
Los jinetes socorrieron a su líder y se dirigieron rápidamente a los caballos.  
—Mosén, es usted un hombre lleno de agradables sorpresas –dijo Enric.
—Gracias –contestó Mosén, sonriendo–. ¿Qué tal si proseguimos el camino?
—¡Vaya día me estáis dando! –gritó Astruc.
*    *    *
Cuando los romeros llegaron al pie del Castell Vell, un sol radiante brillaba en lo más alto del cielo. La procesión ascendió por la colina, cruzó las murallas y fue recibida con solemnidad en el patio de armas por los pocos nobles y caballeros que aún regentaban el fuerte. Tal como estaba previsto, Mosén Francesc ofició la misa en la capilla de Santa María Magdalena y después cantó los gozos, acompañado del clero.


Por la tarde, Enric, Abdul y Astruc contemplaban la puesta de sol desde lo alto del torreón cuando Mosén Francesc apareció por la puerta.
—Regresamos a la Villa, hijos míos. Espero volver a veros dentro de cuarenta días.
—Gracias por todo, Mosén –dijo Enric, emocionado–, ha sido usted el único que no nos ha tratado como si fuéramos unos vulgares apestados. 
Mosén les bendijo haciendo la señal de la cruz y se despidió con una sonrisa.
Los tres se quedaron en completo silencio, admirando el arco litoral que formaba el mar, junto al cual se extendía la extensa y fértil llanura salpicada de acequias, arrozales y zonas pantanosas. Enric divisó una ciénaga y se imaginó a su bisabuelo hundiéndose en ella mientras salvaba al pobre niño de morir ahogado. Abdul de Qasim distinguió una minúscula embarcación en el horizonte y se acordó de sus hijos. Se prometió a sí mismo que algún día viviría feliz frente al mar junto a sus ocho hijos. Y Astruc, bueno, Astruc miró entusiasmado a la pequeña villa amurallada que se alzaba junto al Palmeral de Burriana y repasó mentalmente a todos los comerciantes que le debían dinero. Iría en su búsqueda tan pronto como pasaran los cuarenta días. Pero esa ya es otra historia.  


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