viernes, 8 de febrero de 2013

LA NOCHE DEL TIGRE (RELATO)

Basado en los hechos que tuvieron lugar (o no) durante la noche del 4 de febrero de 2013, en Castellón.  


Carlitos tenía seis años y nunca había ido al circo. Aquella noche de principios de febrero era su primera vez. Acompañado de su abuela Pepa, se introdujo en la carpa y soñó despierto con los payasos y los trapecistas, como cualquier niño de su edad. El espectáculo de las fieras fue sin duda el que más le impactó. Aquel domador fustigaba a las bestias con su látigo sin temor alguno. El público aplaudía boquiabierto y entusiasmado su actuación. Carlitos no salía de su asombro, cuando de pronto, un detalle llamó poderosamente su atención.
—Yaya, ¿esa puerta no está mal cerrada? –preguntó, zarandeando a su abuela.
La pobre Pepa tenía los ojos medio cerrados. Había tenido un día agotador y encima le había tocado llevar a Carlitos al circo.
—¿Qué puerta?
—La de la jaula, ¿lo ves? –dijo Carlitos, señalando hacia la pista.
Pepa se frotó los ojos, miró a su alrededor y vio a la gente disfrutando de la magia del circo.
—No hombre no, qué va a estar mal cerrada. Esa puerta se cierra así.
—Que no, que está mal cerrada –dijo Carlitos, impertinente, con su voz de pito.
—Anda Carlitos, calla y mira el circo. Mira los tigres como rugen. 
Y entonces estalló el griterío. Una de las fieras se abalanzó con todas sus fuerzas contra la jaula y abrió la puerta. El público enloqueció, las sillas volaron por los aires y la carpa del circo se tambaleó debido a la avalancha de personas que huían despavoridas buscando la salida. El domador corrió a cerrar la jaula para evitar que las otras fieras escaparan, pero no pudo evitar que un tigre macho, el más veterano de todos, saltase al patio de butacas y accediese al exterior de la carpa. Carlitos, sentado aún en la silla, pensó que su abuela tenía razón en lo que le había dicho: el circo era el mayor espectáculo del mundo. 

*   *   *

Pablo ya casi no tenía ni para comer. Llevaba cinco años en el paro desde que su pequeña empresa de muebles había quebrado. Como no tenía ahorros no podía marcharse al extranjero a buscar trabajo, así que a sus cuarenta y tres años, estaba condenado a malvivir en las calles de su Castellón natal. Aquella noche sólo le quedaban diez euros en la cartera, y decidió invertirlos al máximo en la última compra que se podía permitir. Salió del Carrefour con lo justo para sobrevivir: productos de las marcas más baratas y con la mayor cantidad de alimento.
Cristian aún estaba peor que Pablo. Él sí que no tenía nada que llevarse a la boca aquella noche. Cuando se dejó los estudios a los dieciséis años para trabajar en la obra, nunca pensó que acabaría en la miseria. Aquellos fueron tiempos de bonanza económica. Cristian, conocido en el barrio como “el Meko”, cobraba un sueldazo que le permitió comprarse un BMW, una moto y fumar marihuana siempre que quisiera. De aquello hacía ya diez años. Desde entonces nunca había pasado un momento tan complicado. Había tenido que vender el coche y la moto para poder subsistir, y eso fue antes de que a su madre le embargaran el piso. Lo único que le quedaba era la afilada navaja en la mano, oculta en el bolsillo del chándal. En las cercanías del parking de Carrefour, agazapado en la oscuridad, “el Meko” acechaba a su próxima presa.        
—Tú. Dame la pasta.
Pablo sintió algo punzante en el cuello y se quedó paralizado.
—¡No, no tengo nada! –gritó asustado.    
—Shhhh… no grites cabrón. Dame la pasta o te rajo.
Pablo se preguntó para sus adentros qué habría hecho para ser tan desgraciado.
—Rájame si quieres, pero esto es todo lo que me queda.
De pronto, un rugido estremecedor les heló la sangre. Lo último que vio “el Meko” fue que algo se le abalanzaba encima. Algo peludo de largos dientes y afiladas garras. Pablo, por su parte, dejó de sentir la presión de la navaja en el cuello y se quedó allí de pie, extrañado, con las bolsas de la compra en la mano. Entonces comenzó a oír un griterío a su alrededor. Las personas huían aterrorizadas del parking de Carrefour. Algunos corrían a refugiarse en el centro comercial, otros se metían dentro de los coches, abandonando los carros llenos. Pablo se dio la vuelta y escudriñó en la oscuridad. Tras él yacía el cuerpo de un joven, y justo a su lado, distinguió una figura de llameantes ojos que le observaba atentamente. Pablo escuchó un rugido frente a él y luego vio una sombra huyendo entre los coches del parking. Estaba casi seguro de haberle olido el aliento a un tigre, pero no se atrevía a creerlo. 

*   *   *

—¡Nena, ponme un Big Mac!
—¿Algo más?
—Y una cervecita.
—¿Algo más?
Julián Santos frunció el ceño y sonrió con picardía.
—Hombre, si me quieres hacer una mamada…
—Aquí no hacemos de eso, señor.
—Pues es una lástima, porque tienes unos morritos muy apetecibles.
—Si no se calla llamaré al jefe –respondió Alexia, sin inmutarse.
—No mujer, al jefe no. Que será un tío mu feo.  

Julián Santos se embuchó la hamburguesa en la mesa del McDonald’s y eructó con todas sus fuerzas. La gente de su alrededor volvió la mirada en su dirección con asco, momento que él aprovechó para saludarles con la mano. “Buen provecho”, les dijo. Luego se levantó al lavabo a orinar, y mientras vaciaba la vejiga se tiró un cuesco que retumbó con fuerza en las paredes. Julián Santos rompió a reír y se sintió orgulloso de haber provocado aquel estruendo con sus tripas. También escuchó gritos procedentes de la sala, y pensó que los había causado él con su ventosidad, lo cual le provocó más risa todavía. Luego se miró en el espejo, se arregló el pelo intentando disimular la calvicie, se frotó la barriga, se colocó bien el cuello de la camisa y se sacó por fuera la cadena de oro con la cruz de Caravaca. Cuando estuvo listo regresó al interior del McDonald’s y lo encontró completamente desierto.
—Coño, ¿dónde estáis? ¿Qué jugamos al escondite o qué?  
Parecía que hubiera pasado un huracán. Julián Santos miró en todas direcciones y no vio a nadie, ni siquiera en el mostrador donde había pedido la hamburguesa. Se encogió de hombros, y sin pensarlo dos veces se acercó silbando a una mesa vacía, cogió una cartera y salió del establecimiento con las manos en los bolsillos. Alexia, acurrucada en la cocina junto al resto de los clientes, vio salir a Julián Santos por la ventana trasera. El hombre caminaba tranquilo, silbando una canción de Los Chichos. No sabía qué le había sorprendido más, si la actitud de aquel señor repugnante, o el tigre que se había colado dos minutos antes por la terraza del burguer. Julián Santos puso rumbo al Caminás, dispuesto a gastarse el dinero en prostitutas, sin percatarse de la sombra felina que le perseguía por detrás.

*   *   *

Carlitos y su abuela regresaban a casa con el susto aún en el cuerpo. La pobre Pepa casi no podía caminar del soponcio. Carlitos, en cambio, estaba muy emocionado.
—Qué guay es el circo, abuela.
—Calla niño, y date aire, que quiero llegar a casa.  
—Pero si yo ando más deprisa que tú.
Pepa no tenía teléfono móvil porque no sabía utilizar aquellos aparatos tan extraños. Ella era de otra época. Y Carlitos era demasiado pequeño para tener móvil. Con lo cual, ninguno de ellos había podido llamar a su familia para pedir ayuda. Cuando llegaron por fin a la plaza Cardona Vives, Pepa sacó la llave del bolso y se dispuso a abrir el portal de su casa. 
—¡Mira yaya! ¡El tigre!
—No digas tonterías, niño –dijo Pepa mientras le daba la vuelta a la cerradura.
—Qué majo es.
La abuela empujó la puerta con la mano y le hizo un gesto a Carlitos para que entrara dentro. Pero Carlitos no le hacía ni caso. Pepa alzó la vista y vio a su nieto abrazado a un enorme tigre de bengala. El animal estaba sentado sobre las patas traseras, en pose majestuosa, mientras Carlitos le acariciaba la frente.
—¿Nos lo podemos llevar a casa, yaya?
—Entra en casa inmediatamente –le dijo su abuela, pálida.
El tigre la miraba con expresión seria, como si oliese su miedo.
—¿Nos lo llevamos?
—No, entra en casa ahora o te juro por dios que te castigaré hasta Nochebuena.
—Jo.
Carlitos, decepcionado, se despidió de su amigo el tigre y entró en el portal. Pepa cerró la puerta a cal y canto. El tigre se quedó allí sentado, observando curioso los movimientos de aquellos dos seres humanos. Luego bostezó mostrando su boca de dientes afilados. La abuela Pepa entró en casa gritando, contándole a su hija y a su yerno lo que había sucedido. Carlitos por su parte fue corriendo a la nevera, cogió un trozo de pollo que había sobrado de la comida, se asomó al balcón y se lo lanzó a su nuevo e inesperado amigo. El tigre se puso en pie y lo olisqueó. Luego lo engulló, rugió y se perdió por las calles de Castellón.

lunes, 28 de enero de 2013

ADIÓS PARA SIEMPRE A LA GRAMOLA

Cualquier persona que pase por la calle Enseñanza a la altura del nº 7 verá un solar lleno de escombros. Si esa persona tiene más de 20 años y es amante del rock, probablemente verá algo más que un simple solar lleno de escombros. Y si resulta que además pasó su adolescencia en Castellón de la Plana, posiblemente sienta una ligera morriña correteando en su interior. Así es, el edificio que albergaba La Gramola, el mítico local de punk rock de Castellón, fue derruido a finales del pasado 2012, tras más de 40 años a la cabeza del ocio nocturno en pleno centro de la ciudad. La Gramola abrió por última vez la noche del 25 de febrero del año 2006, y aunque reabrió poco después con diferentes nombres, su sentencia de muerte había sido firmada. El local perdió su clientela habitual y nunca recuperó su antigua fama, hasta caer poco a poco en un estado de semiabandono en los últimos años.  

 
     El primer fin de semana tras su demolición, eran muchos los curiosos (entre los cuales me incluyo) que husmeaban por encima de la valla y sacaban fotos del lugar emocionados. “No me lo puedo creer, pasé toda mi adolescencia aquí”, decía una chica. Entre los comentarios que llegué a escuchar, los hay que afirmaban que allí habían pasado la mejor época de su juventud. Lo cierto es que, sentimentalismos aparte, La Gramola dejó tras de sí un ambiente irrepetible, y sobre todo, noches interminables de rock, calimocho, cerveza, sudor, y sobre todo, buen rollo. Porque eso es lo que caracterizaba a los gramoleros, el buen rollo y las ganas de pasarlo bien, más allá de politiqueos y discusiones ideológicas varias, que haberlas las había, pero no eran la regla. Cualquier persona que pasó por La Gramola sabe que allí la música era la verdadera protagonista: Rosendo, Barricada, Extremoduro, Reincidentes, La Polla Records, Def con Dos, Soziedad Alkoholika, Los Suaves, Hamlet, O’funk’illo, Boikot, Mägo de Oz, Barón Rojo, Siniestro Total…, toda la artillería pesada del rock patrio retumbaba en las paredes mientras Guillermo y Vicente, incombustibles tras la barra, servían litros y más litros de calimocho y cerveza para disfrute de la chavalería.
     

"Guillermo, ponte un litro y una de Extremo"
     
La Gramola abrió el camino a otros muchos locales con la misma filosofía: el Virusel Distriz, el Boskeel Bar Varosel Duende, el Nazgul, el Forat, el 411, etc., la mayoría de los cuales fueron cerrando con el paso del tiempo, debido en parte al endurecimiento policial y al auge de la famosa zona ZAS, que hizo estragos en la capital de La Plana durante la primera década del siglo XXI. Es por eso que la demolición de La Gramola puede interpretarse como un símbolo de que la escena rockera de la ciudad (con permiso de los metaleros Pub Manowar y Barri Gotic) ha muerto definitivamente. De hecho, la última canción que sonó en la noche de su cierre fue Hay Poco Rock’n’Roll, de Platero y Tú. Toda una premonición, teniendo en cuenta que Fito Cabrales canta aquello de: vas a cerrar el bar, ¡no jodas! Yo quiero rock’n’roll ¿adónde voy ahora? 

Aspecto que presentaba el local antes de ser derruido

Al fondo aún se distingue el rincón "del apalanque" en forma de nicho


ACTUALIZACIÓN a Noviembre de 2014: ya no existe ningún solar lleno de escombros. En su lugar se levanta un pequeño bloque de aspecto señorial. Sería interesante investigar si los nuevos vecinos, a altas horas de la madrugada, perciben el sonido ahogado del rock and roll retumbando por las paredes.   

lunes, 14 de enero de 2013

¿POR QUÉ LAS MUJERES LLEVAN TACONES?





El otro día fui a la estación para coger un tren. Mientras esperaba en el andén, me llamó la atención una rubia que se apeó de un Euromed. La chica caminaba decidida arrastrando su maleta roja. Vestía una blusa glamurosa, unos vaqueros muy ceñidos, unos zapatos de tacón de aguja y unas enormes gafas de sol que le cubrían el rostro. Lo primero que pensé es que se trataba de alguna famosa, actriz, cantante, presentadora o modelo. Una Anna Simón cualquiera. Parecía que fueran a aparecer los paparazzis de ‘Sálvame’ en cualquier momento. Pero lo que más me sorprendió fue el ruido exagerado de sus tacones, que retumbaban por todo el interior de la estación, provocando un eco metálico. Este detalle me hizo reflexionar, y me sobrevino una duda existencial: ¿para qué sirven realmente los tacones? Sí amigos, hasta los detalles más livianos merecen reflexiones profundas.   
Cuando llegué a casa investigué un poco por internet. Según Desmond Morris, autor de El mono desnudo, las mujeres con las piernas más largas simbolizan la madurez sexual, por lo que unos tacones largos (que provocan el efecto de unas piernas más largas) vienen a describir a una mujer sexualmente disponible. La teoría es interesante y tiene su lógica, aunque dudo que Desmond Morris se calzara tacones alguna vez. Mi novia me ha confesado que los tacones altos son una tortura china, algo insoportable. Ella no suele llevar tacones salvo en bodas y por compromiso (chica lista) por tanto no me puede ayudar mucho en mis investigaciones, así que le pregunto a una amiga que se calza tacones casi a diario.
—Las mujeres nos ponemos tacones para realzar nuestra belleza –me responde.
—¿Para realzarla? Quieres decir para parecer más alta ¿no? 
Pero no. Ahora resulta que la altura no tiene nada que ver.
—Bueno, es verdad que si una chica es bajita llevar tacones ayuda, pero no creo que esa sea la razón principal. Los tacones dan un aire más femenino y sexy.     
Por lo visto, eso de que la mujer se calza tacones para parecer más alta es un eufemismo. La respuesta de mi amiga me dejó un tanto intrigado: “femenino”, “sexy”, son palabras que no me aclaran nada. Esa misma noche, le expongo el tema a mi amigo Rafa, un gran librepensador, y entre caña y caña, me explica su curiosa teoría:
—No te creas nada. Se los ponen para pisar fuerte. Para que suenen bien, y cuanto más mejor.
—¿Tú crees?
—Sí. En realidad tiene mucho que ver con la teoría evolutiva: es una manera de reafirmarse ante el mundo, una forma muy sonora de destacar entre la multitud que la rodea, lanzando al vuelo un mensaje subliminal: “miradme, machos alfa, aquí estoy”.
—Ya. Digamos que para ti los tacones sirven para que una mujer se desmarque del rebaño. Para que todos los hombres se fijen en ella.
—Exacto –contesta tajante.
—¿Y qué pasa si se fijan en ella pero luego no les resulta atractiva? Quiero decir, los tacones pueden llamar mucho la atención, pero no hacen milagros. Hablando claro: ¿también usan tacones las feas?
—Por supuesto. Si una chica no es muy agraciada, razón de más para usarlos, porque sus tacones causarán respeto y admiración, y también placer a algún que otro depravadillo. De todas formas, dudo que la chica que viste en la estación fuera fea. ¿Me equivoco?
—No. Al contrario. Parecía muy guapa.
—Claro, es que esa tía está buena y lo sabe dice Rafa, bebiendo de su caña esas son las peores.
Me hace reflexionar de nuevo. Hay algo en su argumentación que no me cuadra.
—Pero entonces, si es tan guapa y lo sabe ¿qué necesidad tiene de ponerse tacones y mandar ese mensaje subliminal de “miradme, machos alfa, aquí estoy”?
Rafa enmudece y mira fijamente al techo, pensativo. Luego suelta una carcajada.
       —Es que el caso de esa muchacha no era un “miradme, machos alfa”, era más bien un “miradme perdedores, machacárosla con mi recuerdo porque no estoy a vuestro alcance”.
          

lunes, 7 de enero de 2013

LA PLANA (RELATO)


Un lunes de enero, en pleno apogeo del invierno, cojo la bici y pedaleo hasta el cerro de la Magdalena. Cuando llego al lugar, encadeno la bici a un árbol y doy un paseo hasta la ermita, atravesando el bosque de pinos. El paraje es tranquilo y solitario. Nadie diría que el próximo mes de marzo esta colina permanecerá abarrotada de gente. Poco después escalo hasta las ruinas del Castell Vell. Desde aquí, sentado en una de las murallas medievales, la vista no puede ser mejor. Contemplo el arco que forma la ribera del Mediterráneo desde Oropesa hasta el litoral de Almazora, por donde se extienden las huertas de naranjos, que poco a poco son arrasadas por nuevas y lujosas urbanizaciones. Admiro desde las alturas mi ciudad, rodeada de sombras y brumas. Examino sus edificios apelotonados, sus callejuelas sin salida, sus jardines de asfalto, sus estatuas sin alma, sus fábricas de azulejo vacías, y por qué no (haremos un esfuerzo) su aeropuerto fantasma. Puedo intuir sus vértebras, sus arterias, incluso el latir de su corazón. Y entonces me doy cuenta de que si los antiguos habitantes de Castellón, los que vivieron en esta colina hace más de setecientos años, pudieran ver lo que veo yo ahora, llegarían a la conclusión de que más les hubiera valido no moverse nunca de aquí.