jueves, 12 de marzo de 2020

LOS TRES PENITENTES (Relato Ganador de la XI edición del Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón)



En la sala reinaba el silencio, y el ambiente estaba cargado con el intenso olor a cera quemada. Los acusados permanecían de pie sin mover un músculo. Sus rostros se encontraban parcialmente ocultos por un pañuelo negro que les cubría la cabeza hasta la altura de los ojos. Sus respiraciones nerviosas se entrecortaban bajo las telas. A una distancia prudencial, sobre la tribuna, los rostros de los Jurados imponían su jerarquía de apariencia inalterable. El máximo representante del Consejo Municipal era un noble de barba encanecida que, sentado sobre el estrado, revisaba atentamente un pergamino. Sentado a su lado, un clérigo de ojos azules sostenía un rosario entre sus manos mientras entonaba una oración en voz baja. Al mismo tiempo, a la derecha de la tarima, el Justicia contemplaba a los tres acusados, que seguían allí de pie, inmóviles. El salón principal de la Casa Consistorial se encontraba sumido en la penumbra, iluminado tan sólo por el fuego de una gran antorcha que se interponía entre los Jurados y los tres hombres. Llegado el momento, el Justicia carraspeó y quebró el silencio:         
En el año del señor de 1352, la Junta de la Villa de Castelló, presidida por el Cap del Consell, se ha reunido en un pleno extraordinario para dictaminar la sanción que se les aplicará a estos tres hombres. Cómo todos sabemos, ante el brote de peste negra que azota la ciudad, las autoridades han prohibido terminantemente a los ciudadanos salir al campo como medida de precaución para no contraer la enfermedad. Sin embargo, y a pesar del toque de queda impuesto, los tres hombres aquí presentes, Enric de Ximén, regente de la carnicería del mercado, Abdul de Qasim, coordinador de las aguas de la acequia Mayor, y Astruc Salomó, tenaz comerciante y agudo prestamista, fueron sorprendidos durante el día de ayer en los territorios prohibidos de más allá de la muralla, y por esa razón, no habiendo podido justificar de ninguna manera su presencia en territorio infestado, recibirán una sanción ejemplarizante.    
El Justicia cedió así la palabra al Cap del Consell.
—Señores del jurado, consejeros, la situación es alarmante. La muerte negra se expande con rapidez extrema entre los vecinos. Desde que la pestilencia llegó a nuestras calles, la población ya no es segura. Los familiares abandonan a sus seres queridos por miedo al contagio, el hospital está saturado, los médicos no dan abasto y los cadáveres se amontonan en los caminos desde hace semanas. Pero a pesar de ello, no podemos permitir que el caos se apodere de la ciudad. Debemos ser extremadamente cautos con las normas si queremos que nuestro pueblo salga airoso de esta terrible plaga. Por tanto, no podemos pasar por alto la falta tan grave que han cometido ustedes tres. La ley exige para los casos de desobediencia una sanción de cincuenta sueldos. 
—Cincuenta sueldos, qué barbaridad –murmuró Astruc.
—No obstante –continuó el Cap del Consell, mirando de reojo a Astruc–, desde esta junta creemos que ni todo el oro del mundo sería capaz de detener el castigo divino al que estamos siendo sometidos. La ira de Dios no puede ser aplacada con más riqueza, sino con la fe inherente que habita en el hombre, y sobre todo, con la penitencia. El señor está furioso por algún motivo que desconocemos. Nuestro capellán Mosén Francesc cree que la plaga podría tratarse de un escarmiento por los pecados que ha cometido nuestro pueblo durante los últimos cien años. Como ustedes sabrán, este mes de marzo hace exactamente un siglo que la villa abandonó el territorio de sus antepasados y se trasladó a vivir desde la montaña a nuestro actual emplazamiento en la llanura. Aquel oscuro peregrinaje tuvo lugar, como sin duda habrán oído en las antiguas narraciones de nuestros mayores, durante la noche del tercer domingo de cuaresma. 
—Mi bisabuelo murió aquella noche –interrumpió de pronto Enric de Ximén–, ¡se ahogó al caer en un lodazal!    
Mosén Francesc, sentado en la parte izquierda del estrado, tomó la palabra.
—Espero que Dios se apiadara del alma de su pobre bisabuelo, hermano Enric.
—Sin duda. Lo hizo para salvar a un niño que se había hundido en la ciénaga.  
—Así es, hermanos –continuó Mosén–, el señor ya nos mostró su descontento durante la misma noche del traslado. La tradición oral así lo recoge: “al bajar de la montaña sobrevino la noche y la tempestad. Los fangales se convirtieron en una trampa, los niños debían ir atados para no perderse. Sumergidos en las tinieblas, los mayores decidieron colgar un candil al extremo del cayado para iluminar el camino, mientras tanteaban el terreno con cañas para no hundirse.” Sin duda, aquella tormenta se trataba de una señal divina que nuestros antepasados desoyeron. Tal vez esta epidemia no nos hubiera alcanzado de haber permanecido en nuestro antiguo hogar del Castell Vell.
—Señorías –dijo Abdul de Qasim– mis hijos necesitan comer. El hambre acecha a mi familia. ¡No puedo permanecer encerrado! ¡Debo ocuparme de regar los campos!
—Le ruego que se tranquilice, señor de Qasim –pidió el Cap del Consell–. Tal como vemos la situación, es preciso asegurarse de que tanto usted como el señor Salomó y el señor de Ximén no han contraído la enfermedad. Para ello, de la misma manera que esta Junta les exime de pagar la sanción de cincuenta sueldos, también les envía a cumplir cuarentena a un lugar adecuado para tal fin. Mañana, tercer domingo de Cuaresma, antes de la salida del sol, Mosén Francesc encabezará una romería de penitentes que partirá hacia el Castell Vell, donde un regimiento de soldados sigue al mando del fuerte. Una vez allí, Mosén oficiará una misa en la capilla dedicada a Santa María Magdalena, a la que dirigirán sus plegarias para que nos libre de este terrible mal.                   
—Entonces, señorías ¿significa eso que nos libramos de pagar la tan exagerada como injusta sanción de cincuenta sueldos? –preguntó Astruc, con brillo en los ojos.
—Así es, pero a cambio, ustedes tres deberán acompañar a Mosén Francesc hasta el castillo de nuestros antepasados y pasar allí los próximos cuarenta días. Si después de ese tiempo no dan muestras de haber contraído la enfermedad, podrán regresar a la ciudad. Hasta entonces permanecerán allí, vigilados. La decisión del jurado es unánime.
—Qué vergüenza, ya nos tratan como apestados –murmuró Astruc entre dientes.
*    *    *
Enric, Abdul y Astruc pasaron la noche aislados en el pequeño calabozo de la Casa Consistorial, sin apenas espacio para dormir. Antes del amanecer fueron despertados y llevados ante Mosén Francesc, y una vez junto a él partieron en dirección a la puerta más septentrional de la villa, donde ya esperaban una docena de hombres, en su mayoría clérigos equipados con báculos y cayados. Todos ellos llevaban el rostro cubierto con un pañuelo azul y un candil atado en el extremo del cayado para alumbrar el camino. Enric, Abdul y Astruc fueron recibidos con recelo entre los romeros, por lo que Mosén dio órdenes para que el trío se situara en la retaguardia, manteniendo una distancia prudencial de cuarenta pasos, mientras Mosén y el resto de penitentes encabezaban la procesión. Y así, con los primeros brillos del amanecer, la comitiva cruzó la puerta de la villa y puso rumbo hacia lo que ellos denominaban “el Camí dels Molins”.  


Enric, Abdul y Astruc caminaban con cierta pasividad cerrando la fila. Y a pesar de llevar la nariz cubierta con el pañuelo, agradecían el fresco aire primaveral.
—Son unos bárbaros. No tienen derecho a hacernos esto –dijo Astruc, indignado.
—Deja de quejarte –le contestó Enric–, cometimos un error y pagaremos por él.  
—He oído que la hija del Gobernador está infectada. Seguro que a ella la tratarán como a una reina, no la encerrarán en ese oscuro castillo –continuó Astruc.
—Si no te hubieras empeñado en ir a buscar a aquel campesino que nos debe dinero, nada de esto habría pasado. ¡Te dije que salir no era buena idea! –remugó Abdul.
Después de atravesar el palmeral y dejar atrás la villa, la procesión pasó frente a una alquería habilitada como hospital. Enric, Abdul y Astruc vieron como los clérigos encabezados por Mosén hacían un alto en el camino, e intrigados, decidieron alcanzarles para averiguar qué ocurría. Al verles aproximándose, Mosén retrocedió para abordarles:
—¿Qué ocurre, Mosén Francesc? ¿Por qué nos detenemos? –le preguntó Enric.
—Algo raro pasa en el hospital de apestados. Las puertas están abiertas y la valla del perímetro destrozada. Es muy extraño. El edificio debería estar lleno y en cambio parece desierto. Entraré a echar un vistazo, pero ustedes no se muevan de aquí.
Enric, Abdul y Astruc se quedaron quietos junto a la valla, guardando las distancias con el resto de los romeros, mientras Mosén, ataviado con su capa y un pañuelo rojo que le cubría la nariz, se introducía sólo en el oscuro lazareto.
—Ahora podríamos huir –dijo Abdul–, es el momento perfecto.
—Pero no tenemos ningún lugar al que huir –contestó Enric, extrañado.
—No le hagas caso, Enric –dijo Astruc, haciendo una pausa para beber un trago de agua de su bota de cuero–, ya sabes que Abdul habla mucho pero es un cobarde.
Abdul, al oír aquello, se abalanzó furioso sobre su compañero para ajustarle las cuentas. Enric tuvo que interponerse entre ambos para imponer paz.
—¡Basta! Calmaros, ahora no es momento de discutir –les regañó Enric.  
—Qué barbaridad, qué hombre más violento –dijo Astruc, levantándose del suelo.  Astruc se sacudió la túnica, recogió su bota del suelo y se la colgó sobre el hombro.
De pronto, un griterío les puso a los tres en alerta. Los clérigos, aterrorizados por algún motivo, salieron corriendo y se dispersaron por los alrededores del hospital.
—¿Y ahora qué les pasa? –preguntó Abdul.  
—Definitivamente, creo que les tenemos horrorizados. Nos temen más que a la propia peste –dijo Astruc, observando como huían desde la distancia.
Y fue entonces cuando un murmullo de voces llamó su atención.  
—¡Oh, Dios Santo! –exclamó Enric, mirando tras su espalda.
En aquel momento, los tres hombres descubrieron que tenían compañía. En efecto, se encontraban rodeados por una horda de infestados que se aproximaban a paso lento pero decidido en su dirección. El aspecto de los apestados era escalofriante. Vestían túnicas sucias y harapientas, lucían un color de piel amarillento, casi cadavérico, los huesos se les marcaban en sus delgados pómulos y sus cabellos eran largos y grasientos. Aunque el rasgo más inquietante venía dado sin duda por los bubones negros que, fruto del contagio, les cubrían el cuerpo. Abdul vio a uno de los apestados toser y expulsar un hilo de sangre por la boca. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Rápido, huyamos! –aulló Abdul.
Los tres echaron a correr apresuradamente. Debido a la agitación del momento, Astruc tropezó y cayó al suelo, quedando rezagado así de sus dos compañeros, que no se percataron del desafortunado percance de su amigo prestamista. Y fue así, de esta manera, como una docena de infestados se abalanzaron encima del temeroso judío.
—¡Qué horror! ¡Qué muerte más terrible me espera! –aulló Astruc, mientras un enjambre de manos huesudas caían sobre él.


Astruc se cubrió el rostro con los brazos y rezó una última oración. Cuando sintió un fuerte tirón en el hombro creyó que había llegado su fin. Aquellos terribles demonios iban a devorarle sin miramientos. Todo a su alrededor se volvió oscuro. Después llegó la calma absoluta, el ansiado descanso final con sus antepasados y con Dios.
—Eh, Astruc. Vamos, levanta del suelo.
—¡Quitadme las manos de encima, bestias del averno! –aulló Astruc.
—Vamos Astruc, levanta, que ya se han ido.
Astruc abrió un ojo y vio a Enric, a Abdul y a Mosén de pie junto a él.
—Ya entiendo. Debo estar muerto. No hay otra explicación para esta chifladura.
—No estás muerto –dijo Abdul, riendo–, ¡estás cagado de miedo!        
*    *    *
El Castell Vell coronaba una pequeña montaña en lontananza. Por fin había amanecido, y la romería de penitentes seguía su curso tras el breve altercado del hospital.
—Mi bota. Me han robado mi bota. Me costó seis dineros –se lamentaba Astruc.
—Sin duda ha sido un incidente desafortunado, mi querido Astruc –dijo Mosén.
—¿Qué ha ocurrido exactamente en el hospital, Mosén? –preguntó Enric.
—Lo que ha ocurrido es algo lógico, mi querido Enric. Los infestados se multiplican, y su locura se vuelve incontrolable. La sed devora su alma, pero tal como me ha explicado el doctor Birlo, nada se puede hacer para saciarla. Aquellos desdichados tienen prohibido beber agua hasta que sus cuerpos purguen todo el mal que llevan dentro. Quizás el doctor debiera encadenarlos a la cama del hospital para evitar este tipo de revueltas.
—Sólo querían beber agua, el agua de tu bota –le dijo Abdul, burlándose de él.
—¿Y quién me pagará los costes de una nueva bota? –preguntó Astruc, indignado.
—Bueno, yo te dejaré beber de la mía durante el viaje, ¿te parece? –dijo Enric.
Mosén, de nuevo al frente de la comitiva, bendecía los cadáveres que se iban encontrando por el camino, junto a las acequias. Y así, tras una hora de camino, Mosén se detuvo junto a una alquería blanca y anunció que habían recorrido la mitad del trayecto, y que por tanto, harían una breve parada para almorzar. Aquel era un paraje bucólico, dominado por los altos pinos, donde nada hacía pensar en la terrible epidemia que asolaba la región. Enric, Abdul y Astruc se sentaron en el borde de un pozo de piedra, lejos del resto de penitentes, que habían dejado los báculos apoyados junto a una pared mientras almorzaban cómodamente en la alquería, regentada por una familia de honrados agricultores que se resguardaban de la peste en el interior.
—Ahí están, comiendo como si nada. Pueden estar tan infectados como nosotros, la diferencia es que ellos volverán a casa por la tarde –se lamentaba Abdul.
—Sí, es terriblemente injusto –remarcó Astruc. 
Pasados unos minutos, Mosén se acercó para ofrecerles un trago de vino e higos.
—Vamos, alegrad esas caras –dijo Mosén–, que no se acaba el mundo.
—Sí, claro. Para usted es muy fácil decirlo –replicó Astruc.
Mosén le lanzó una mirada condescendiente y emitió una leve carcajada.
—Mi querido Astruc, ¿qué voy a hacer contigo? Eres peor que un niño pequeño.
En aquel momento, un grupo de seis jinetes desarrapados irrumpieron en el camino y detuvieron bruscamente sus caballos. Mosén cruzó una mirada con el que parecía el líder, y su instinto le dijo que iban a ser abordados por aquella cuadrilla de bandidos.  
—No os mováis de aquí, y no hagáis nada extraño –les ordenó Mosén.
Los jinetes descendieron de sus caballos y se aproximaron. El hombre que tomó la palabra llevaba un pañuelo negro atado en la cabeza
—Buenos días, caballeros –dijo el jinete, con voz ronca.  
—Buenos días –contestó Mosén–, ¿qué se les ofrece por estos parajes?
—Nada, pasábamos por aquí y nos disponíamos a repostar agua en el pozo.
—Estupendo. Chicos, levantad de ahí y dejad repostar agua a estos señores –dijo Mosén, refiriéndose a Enric, Astruc y Abdul, que seguían sentados en el borde del pozo. 
De pronto, uno de los jinetes le susurró algo al líder, tras lo cual se formó un pequeño revuelo entre la banda. Mosén supo que algo no iba bien.     
—¿Quién es él? –preguntó el jinete líder, señalando a Astruc con el dedo.
—Me llamo Astruc Salomó, comerciante, para servirle –dijo Astruc, tragando saliva.
El jinete del pañuelo se volvió de nuevo para discutir con el resto de su banda.
—¿Ocurre algo, hijos míos? –preguntó Mosén Francesc.
—Lo que ocurre, padre, es que ese hombre es judío –dijo el jinete, mientras Astruc trataba inútilmente de ocultar la kipá de su cabeza, en un gesto ridículo.
—Así es. ¿Y qué hay de malo en ello? Todos somos hijos de Dios.
—¿Acaso no ha oído las historias que se cuentan? Se dice que los judíos son los culpables de esta plaga, que ellos han envenenado los pozos. Y resulta que el primer judío que vemos en semanas, está sentado sobre un pozo. ¿No es mucha casualidad?
—Creo que se hace usted una idea equivocada, hijo mío –dijo Mosén.
—Me da igual –dijo el jinete, sacando un puñal de su cintura, acción que imitaron el resto de sus compañeros–, dadnos todo lo que tengáis de valor o mataremos al judío.
—Lo siento hijo mío, pero andamos en penitencia. No tenemos nada de valor.
Los bandidos se miraron los unos a los otros y sonrieron con maldad.
—En ese caso le mataremos igualmente. ¡A por él!
—¡Auxilioooo! –aulló Astruc, llevándose las manos a la cara.
De pronto, Mosén hundió su brazo bajo la capa y, con un rápido movimiento,  blandió una espada ropera que se interpuso en el camino de los bandidos hacia Astruc.
—¡Atrás! –gritó Mosén Francesc, amenazándoles con el arma.
Los bandidos miraron a Mosén con una mezcla de asombro e incredulidad.  
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un cura peleón? –masculló el jinete.
—¿Acaso cree que los curas no sabemos defendernos?
El jinete líder cruzó una mirada con sus compañeros y rompió a reír a carcajadas.
—Esto va a ser divertido. ¿De verdad piensas vencerme con esa birria de espada?
Pero Mosén no dejó tiempo para intrigas. Con un rápido movimiento de brazos y piernas, tiró al jinete al suelo y le colocó la punta de la espada en el cuello. Enric, Abdul y Astruc no salían de su asombro. Se quedaron boquiabiertos, pues sus ojos apenas habían captado lo sucedido. Mosén se había movido con la rapidez de un rayo.  
—Ahora márchate de aquí y llévate a tus hombres, ¿entendido? –le ordenó Mosén.
—Entendido –contestó el jinete, notando la presión de la espada en su cuello.
Los jinetes socorrieron a su líder y se dirigieron rápidamente a los caballos.  
—Mosén, es usted un hombre lleno de agradables sorpresas –dijo Enric.
—Gracias –contestó Mosén, sonriendo–. ¿Qué tal si proseguimos el camino?
—¡Vaya día me estáis dando! –gritó Astruc.
*    *    *
Cuando los romeros llegaron al pie del Castell Vell, un sol radiante brillaba en lo más alto del cielo. La procesión ascendió por la colina, cruzó las murallas y fue recibida con solemnidad en el patio de armas por los pocos nobles y caballeros que aún regentaban el fuerte. Tal como estaba previsto, Mosén Francesc ofició la misa en la capilla de Santa María Magdalena y después cantó los gozos, acompañado del clero.


Por la tarde, Enric, Abdul y Astruc contemplaban la puesta de sol desde lo alto del torreón cuando Mosén Francesc apareció por la puerta.
—Regresamos a la Villa, hijos míos. Espero volver a veros dentro de cuarenta días.
—Gracias por todo, Mosén –dijo Enric, emocionado–, ha sido usted el único que no nos ha tratado como si fuéramos unos vulgares apestados. 
Mosén les bendijo haciendo la señal de la cruz y se despidió con una sonrisa.
Los tres se quedaron en completo silencio, admirando el arco litoral que formaba el mar, junto al cual se extendía la extensa y fértil llanura salpicada de acequias, arrozales y zonas pantanosas. Enric divisó una ciénaga y se imaginó a su bisabuelo hundiéndose en ella mientras salvaba al pobre niño de morir ahogado. Abdul de Qasim distinguió una minúscula embarcación en el horizonte y se acordó de sus hijos. Se prometió a sí mismo que algún día viviría feliz frente al mar junto a sus ocho hijos. Y Astruc, bueno, Astruc miró entusiasmado a la pequeña villa amurallada que se alzaba junto al Palmeral de Burriana y repasó mentalmente a todos los comerciantes que le debían dinero. Iría en su búsqueda tan pronto como pasaran los cuarenta días. Pero esa ya es otra historia.  


jueves, 14 de septiembre de 2017

TRAS LOS PASOS DE BÉCQUER



Este verano he visitado dos lugares ligados a la figura de uno de mis autores favoritos: Gustavo Adolfo Bécquer. El primero de ellos en pleno corazón de Madrid. El segundo, en un solitario rincón de la provincia de Zaragoza.


Aquí, en alguno de estos balcones de la calle Libreros de Madrid, Gustavo Adolfo Bécquer vio por primera vez a Julia Espín, la musa que inspiró sus famosas rimas. Ella era una cantante de ópera bastante estirada, una joven de la alta sociedad que no le hizo ni caso porque él era un simple poeta, un muerto de hambre. Él, por su parte, escribió algunos de los versos de amor más importantes de la poesía española.


El monasterio de Veruela es un lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Un enclave lleno de misterio y romanticismo en el que el mismo Bécquer vivió entre 1863 y 1864. Allí fue donde escribió sus famosas Cartas desde mi celda y buscó inspiración en pueblos cercanos como Trasmoz, conocido por sus leyendas sobre brujas. Sin duda, el paso del autor por este monasterio dejó huella, prueba de ello es la exposición que alberga sobre su vida y obra.

 





jueves, 1 de diciembre de 2016

EL AUTOBÚS DE LA MEDIANOCHE - Relato Ganador de la IX edición del Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón

En una zona remota de la Mancha, durante los tiempos de la posguerra, tuvo lugar un extraño suceso cuyos ecos aún resuenan en el folclore popular. Aniceto Contreras, un anciano bondadoso a la par que misterioso, me contó esta historia en la posada de un pequeño pueblo de cuyo nombre, como diría Cervantes, no quiero acordarme. Ambos estábamos sentados en la terraza tomando una taza de té. Ante nosotros se extendían las áridas llanuras que Machado describió tan bien en sus poemarios. Poco antes de que el reloj diera las seis, el sol del atardecer se posó en el horizonte arrasando el paisaje con su candidez incendiaria. Aquel hombre de campo había vivido la mayor parte de su vida en el siglo XX, por lo que la modernidad de las ciudades en la era de internet le era del todo desconocida. De hecho, a sus ochenta y cinco años, parecía desconfiar de cualquier artilugio que no sirviese para trabajar la tierra. He de reconocer que los relatos que me narró aquella tarde fueron realmente entretenidos, todos ellos repletos de humor y sabiduría. Por lo que a mí respecta, había decidido pasar el fin de semana en la soledad de aquellos parajes en busca de una historia que valiese la pena. Y sin duda la encontré cuando Aniceto, que también era una persona muy religiosa, me habló de aquella siniestra leyenda del autobús.        
—Debe usted saber algo, don Manuel: cuando un autobús aumenta bruscamente la velocidad y supera la barrera de los ochenta kilómetros por hora, ya no hay vuelta atrás. Es la maldad personificada la que se sienta al volante. Si alguna vez tiene la ocasión de presenciar un suceso de tales características, espero por su propio bien que usted no sea uno de los pasajeros. De lo contrario, santígüese y rece todo lo que sepa.
Miré sorprendido a aquel anciano mientras sorbía mi taza de té.  
—No le entiendo, señor Aniceto. ¿Por qué me dice eso?
—Porque el conductor será el mismo diablo, y su última parada en el infierno.
Aniceto permaneció sereno. No estaba bromeando.    
—Usted verá pocos autobuses por estas tierras —continuó.  
—Bueno, tiene usted razón —dije—, pero eso se debe a que los autobuses circulan lejos de aquí, por la autovía, y allí sí que alcanzan los ochenta kilómetros por hora, e incluso los superan. ¿No cree?
Aniceto permaneció pensativo unos instantes.
—Creo que no comprende lo que trato de decirle. Aquí no hay autobuses porque nadie quiere subirse a uno. Preferimos la bici o el ciclomotor para desplazarnos. Incluso yo me muevo a veces en tractor. Es más seguro.
—Pero, ¿acaso un autobús no es seguro? —pregunté.
—Mire, hay hechos que nunca podrán ser explicados y que sin embargo son ciertos, tan ciertos como que el sol se pondrá en menos de una hora.
—¿Por qué no me explica esos hechos?
El anciano se quitó las gafas y se limpió los cristales con el pañuelo, se las colocó de nuevo, tragó saliva y me dirigió una mirada en la que vi asomarse algo parecido al miedo. Luego señaló con su dedo índice hacia el paisaje yermo:
—Don Manuel, ¿ve usted aquellas lejanas colinas junto al campo de cereales? Tras ellas se extienden kilómetros y kilómetros de tierras baldías, tierras que no albergan más que un mar de piedras y desolación. Por allí, no ha mucho tiempo que circulaba una antigua carretera comarcal, hoy abandonada y carcomida por la maleza. Aquella carretera era una vía de conexión entre los pueblos de la zona, fue reconstruida después de la Guerra Civil y durante años fue muy transitada. Había pocos coches en aquella época, no como ahora, y es por eso que el transporte público nos era de gran ayuda a todos los habitantes de la comarca. En aquel entonces, el medio de transporte más común en el pueblo, como ya habrá podido adivinar, era el autobús.
—Entiendo. ¿Y por qué ahora no lo es?
—Hubo un hombre que lo cambió todo. Se llamaba Eladio Contreras.
—Veo que se apellida igual que usted. ¿Eran parientes?
—En efecto, es usted muy observador. Eladio era mi tío, y era un auténtico superviviente de la guerra. Eladio había participado durante dos semanas en la Batalla de Belchite. Si no murió allí fue porque Dios no quiso. Le faltaban dos dedos en una mano, tenía restos de metralla y cicatrices por todo el cuerpo. Sin embargo, la cicatriz más grande que le dejó la guerra quedó grabada en otro lugar: en su corazón.
—Entiendo. Fue muy dura la guerra —dije.
Hice aquella afirmación como si yo mismo la hubiera vivido en mis propias carnes, y me sentí avergonzado por un instante. Entonces vi como Aniceto se emocionaba, humedeciendo los ojos.
—Nos lo contó la misma noche que regresó al pueblo. Yo era un niño de apenas diez años, pero aún recuerdo su rostro pálido como el de un fantasma. Nada más entrar en casa se echó a llorar en el suelo de la habitación. Mi padre le ayudó a tumbarlo sobre el camastro. Cuando se tranquilizó estaba temblando. El destino había sido cruel con él.
—Todas las guerras son crueles.
—No hasta ese punto. Cuando matas en el campo de batalla matas por la patria, matas por unos ideales. Pero Eladio tuvo la mala fortuna de acometer un acto atroz y deleznable. Durante la toma del pueblo, tras los bombardeos de la aviación republicana, comenzaron los combates casa por casa. Él se vio involucrado en uno de ellos. Mientras perseguía a un soldado franquista al que se la tenía jurada, se introdujo a oscuras en el sótano de una vivienda. Al bajar por las escaleras escuchó unos gritos. Mi tío, asustado, abrió fuego a discreción con su fusil de asalto. Disparó hasta vaciar el cargador. Poco después, el soldado franquista, que por lo visto aún vivía, encendió su linterna y alumbró la estancia. El panorama que encontró allí fue aterrador. Una docena de niños acurrucados en el suelo, sangrando, malheridos. ¡Muertos!
Me quedé callado, aturdido ante aquella historia tan cruel.  
—¿Qué pasó después? —pregunté.
—Eladio soltó el fusil y cayó al suelo de rodillas.
—¿Y por qué no aprovechó el soldado franquista para matarle?
—Porque le hubiera hecho un favor. Eso es lo que mi tío hubiera querido, morir allí y descansar para siempre junto a aquellas pobres almas. Pero no, el soldado franquista le miró fijamente a los ojos y le dijo una frase que bien pudo tratarse de una maldición: “vivirás, vivirás para que el resto de tus días sean un infierno”. Eladio logró salir con vida de Belchite. Después de aquella desgracia regresó aquí, al pueblo, e intentó suicidarse en dos ocasiones, sin éxito. La soga en el árbol se rompió, y la bala se encasquilló.
—Por lo que usted me cuenta, Eladio combatió en el ejército republicano. Siendo así, ¿cómo consiguió permanecer en el país después de finalizada la guerra? ¿Cómo pudo regresar aquí a Castilla sin ser cazado y ajusticiado por la guardia franquista?
—Gracias a la familia, que habíamos sido fieles a la causa nacional. Nosotros fuimos capaces de ofrecerle protección. Si no llega a ser por la ayuda de la familia, su lealtad a la República le hubiera llevado directamente a una cuneta.
Me encendí otro cigarro y contemplé el sol rojizo, que brillaba más bajo. 
—Es una historia que pone los pelos de punta.
—Pues no ha hecho más que empezar.
—Siga, por favor.
—Usted se preguntará qué tiene que ver este episodio con lo que le explicaba anteriormente. Pues bien, es fácil de entender. Eladio, tras la guerra, se estableció aquí, en el pueblo, a salvo con su familia. Aquí ya no tuvo tiempo para pensar en las ideas del rojerío. Bastante hizo al seguir viviendo con aquella pesada carga sobre su conciencia. Gracias a mi padre, que en paz descanse, consiguió un empleo que le permitiría vivir con una cierta normalidad. Aquel empleo era, como usted ya podrá imaginar…
—Déjeme adivinar. ¿Conductor de autobús?
—Así es. Como le digo, el autobús fue un medio de transporte habitual durante la posguerra. Cada día salía uno desde la Plaza Mayor, frente al cuartel —dijo, señalando con el brazo hacia el interior del pueblo—. Eladio había conducido una camioneta durante la guerra, sabía llevar bien un volante, así que no tuvo ninguna dificultad en pasar las pruebas e incorporarse al trabajo. El problema surgió cuando acudió a su puesto el primer día.  
—¿Qué ocurrió?
—Imagínese. Vino a trabajar ilusionado, con la intención de comenzar una nueva vida y dejar atrás tanto dolor y sufrimiento. Y sin embargo, lo que hizo fue reencontrarse con su triste y oscuro pasado. Imagínese su cara cuando subió al autobús y vio a una quincena de niños sonrientes sentados en las butacas, esperando su llegada. El autobús escolar. Su trabajo consistía en conducir el autobús escolar. Velar por unos pobres niños como los que había asesinado. El destino puede llegar a ser muy cruel con algunas personas. En aquel entonces este pueblo no tenía colegio propio, por eso los niños de las familias vencedoras que podían permitirse el lujo de estudiar iban en autobús al colegio de frailes de la ciudad.
—Pobre, me imagino su angustia.
—Imagina usted bien, don Manuel. Aquella misma noche volvió a casa abatido. La expresión de su rostro era exactamente la misma que al regresar de la guerra. Sufría de una palidez mortal y su cuerpo temblaba. Nos dijo que no podía aguantar tamaño castigo. Quería abandonar, pero entonces hubiera dejado en muy mal lugar a mi padre, que fue quien le recomendó. Así pues, Eladio no tuvo más remedio que cargar con su pena y acudir a trabajar al día siguiente. Pero al tercer día, nadie más supo de él.  
—¿Por qué?
—Porque jamás regresó.
—¿Cómo que no regresó? ¿Dejó el trabajo? ¿Se escapó?
—Nunca más supimos de Eladio. Al menos mientras estuvo vivo. Al tercer día desapareció sin dejar ni rastro. Y lo peor es que en su camino al infierno arrastró de nuevo a más almas jóvenes, almas inocentes.
Abrí los ojos de par en par. 
—¿Se refiere a los niños del autobús?
—Me refiero al autobús entero. Desapareció. Se lo tragó la tierra.
—Pero eso es imposible. A algún lugar irían a parar. ¿Acaso no se investigó una desaparición así? ¿No salió en los periódicos? ¿No se encontró el autobús?
Aniceto negó con la cabeza, con aire melancólico.   
—Nunca los encontraron. Aquellos niños jamás regresaron a sus casas. Y el autobús no apareció por ninguna parte. Las autoridades hablaron de una conjura de los rojos, se dijo incluso que fue cosa del maquis, pero en el pueblo nunca lo creímos.
—¿Y nunca descubristeis nada acerca del paradero de Eladio?
Aniceto volvió a hacer una larga pausa. Luego carraspeó y asintió levemente.  
—Fue justo cuando se cumplió un año de la desaparición. Una tarde como la de hoy, antes del ocaso, un pastor dirigía su rebaño por la vereda en plena trashumancia. Al pasar cerca de la antigua carretera comarcal, a lo lejos, vio algo. Al principio pensó que se trataba de un reflejo del sol poniente, luego descubrió que no, que algo se acercaba a gran velocidad por la carretera levantando una densa nube de polvo. Aquel pastor no era del pueblo, solo estaba de paso, pero su testimonio no dejó lugar a dudas: había visto un autobús gris que circulaba sin ningún control. El vehículo aceleró al máximo en una recta del camino, y al llegar a la curva, en lugar de aminorar la marcha, aumentó la velocidad hasta salirse de la carretera. Cuando se adentró en tierra el autocar comenzó a tambalearse por la pendiente, sin dejar por ello de acelerar. El motor rugía como una fiera en pleno ataque, mientras sus ruedas pinchadas se deshacían entre las rocas. Dejó tras de sí un rastro polvoriento que se perdió en la lejanía. Desde entonces, aquel autobús ha sido avistado en cientos de ocasiones. Algunos testigos afirman incluso haber visto la tierra abrirse en dos y tragarse aquel amasijo de hierro junto a sus desgraciados ocupantes. Otros dicen que en las frías noches de invierno se oyen lamentos de horror entre los campos, lamentos áridos como la tierra y desconsolados como los de un niño. La leyenda popular cuenta que si te cruzas el autobús antes de la medianoche, alguna desgracia está a punto de ocurrirte. De hecho, muchos son los que han muerto tras su avistamiento, incluido aquel buen pastor, tal como nos contó su hermano durante la trashumancia del año siguiente.   
La historia de Aniceto me había dejado tremendamente impactado, pero no llegué a creérmela del todo. Sin duda, a su tío le había pasado algo terrible durante la guerra, pero de ahí a pensar que había terminado conduciendo un autobús fantasma que a menudo se les aparecía a los vecinos del pueblo, hay un abismo. No obstante, como historia fantástica me parecía perfecta, tenía mucha fuerza.
A las siete y media, cuando la noche cerrada cayó sobre nosotros, me despedí de Aniceto agradeciéndole su tiempo y me dirigí al coche con la intención de llegar al hotel de Albacete antes de las diez. Era un largo trayecto. El anciano intentó convencerme para que me quedase a dormir en la posada del pueblo, pues según me dijo no era prudente conducir en noche de luna llena. Supersticiones, me dije a mí mismo. Aniceto me ofreció incluso su casa, pero rechacé su oferta alegando que ya había reservado una habitación en el hotel. Así que caminé hasta el solar donde había aparcado, arranqué el coche y conduje hasta las afueras. La oscuridad de los pueblos de Castilla me pone los pelos de punta. El alumbrado de las calles es mínimo, solo los faros del coche y la luna me daban una cierta perspectiva del lugar dónde me encontraba. Tomé la vía de salida del pueblo y circulé por ella. Durante diez minutos no vi nada, solo un monótono campo de cereal que acabó transformándose en un solar de piedra. Al final del camino me topé con una señal de stop oxidada y me detuve. La carretera me obligaba a cambiar de dirección hacia la izquierda, y eso es lo que hice. Aceleré y seguí el rumbo, pero a pesar de ello el paisaje no mejoró. El estado del asfaltado era pésimo, con abundantes baches, zanjas y agujeros rellenos de gravilla. Pasado un cuarto de hora descubrí que me había perdido de la forma más tonta. Me puse nervioso al comprobar que no tenía cobertura en el teléfono móvil, y mi GPS, por su parte, no hacía más que calcular una y otra vez la ruta sin éxito.
Y fue entonces cuando divisé dos luces brillantes por el retrovisor. Al verlas me sentí aliviado, eso significaba que yo no era el único ser vivo que pululaba por la oscuridad de aquella carretera. Aunque bien mirado puede que sí lo fuera. Las luces se encontraban aproximadamente a un kilómetro de distancia, pero se acercaban a mí a gran velocidad. De hecho, en un abrir y cerrar de ojos las tuve detrás. Mi intención era pedirle ayuda al conductor de aquel vehículo para salir de allí. Y así lo hice: reduje la velocidad y bajé la ventanilla para hacerle una seña con el brazo. Sin embargo, cuando aquel vehículo pegó su parachoques delantero contra el trasero de mi coche, supe que no debía pedirle ayuda, sino huir de él como alma que lleva el diablo. 
      Aceleré. Los faros de aquel vehículo brillaban con una intensidad cegadora, bañando el salpicadero de mi Ford con una luz blanquecina y antinatural. Circulábamos a más de cien kilómetros por hora, pero aquel chiflado me sacudió por detrás con su gigantesco morro de hierro. En esos momentos no podía pensar con claridad, las manos me temblaban al volante, al igual que el resto del cuerpo. Pisé fuerte el acelerador, pero él también lo hizo. El morro de aquel cacharro volvió a impactar con fuerza sobre mi parachoques trasero, provocando una violenta sacudida que me dejó sin respiración. Sentí que estaba siendo arrollado, y entonces mi cerebro tomó una instintiva decisión: di un volantazo y me salí de la carretera. Por unos instantes perdí el control y me tambaleé violentamente por el mar de piedras hasta que mi coche se detuvo. Mientras el airbag saltaba, giré la cabeza con rapidez y miré hacia la carretera. Durante unas milésimas de segundo, la luna alumbró un amasijo de hierro gris perdiéndose en la oscuridad.


lunes, 24 de octubre de 2016

ALMA NOCTURNA (RELATO) #historiasdemiedo @zendalibros

Ya son más de las doce cuando me asomo a la ventana. La noche es fría, húmeda y reconfortante. La luna llena vierte sus rayos de luz plateada sobre los techos de la ciudad. Las calles descansan en completo silencio, libres del ajetreo diurno. En la farola solitaria de la esquina, varios insectos revolotean alrededor de la luz amarillenta. Uno de ellos se quema en la bombilla y cae sobre la acera, junto a un gato negro que rebusca en la basura. El felino, al percatarse, se abalanza sobre el insecto moribundo y lo engulle sin miramientos. La vida sigue su ciclo.
     Mi barrio es oscuro, tenebroso y marginal, pero posee una belleza inquietante. Los antiguos edificios de ladrillo encierran tras sus puertas vidas sórdidas, vidas forjadas al amparo del miedo. El viejo almacén de la esquina lleva veinte años abandonado, pero no del todo inhabitado. De vez en cuando brotan gruñidos de su interior. Conozco perfectamente a sus habitantes, pero no tengo ninguna intención de volver a encontrármelos. Hoy es la Víspera de Todos los Santos y parecen más furiosos que nunca.   
     Escucho el rumor del camión de la basura en los barrios bajos. Botellas que se rompen, plásticos que se aplastan. Los murciélagos aletean por la fachada. Los perros aúllan en la lejanía, componiendo una bella sinfonía nocturna. Al final de la avenida diviso el cementerio, y sumergidas en las tinieblas distingo las hileras de tumbas, alineadas bajo los cipreses hasta el más allá. Hace días que no arden fuegos fatuos entre las lápidas. Enciendo un cigarrillo y me apoyo cabizbajo en la cornisa de la ventana, disfrutando del espectáculo de sombras y rumores entrecortados que me envuelven. No puedo pensar en nada. En realidad, hace muchos años que no puedo hacerlo. 
     De pronto, unos tacones repican abajo, sobre la acera. Una joven cruza la calle a paso ligero, huyendo de la oscuridad. Saca las llaves para abrir el portal, pero antes levanta la cabeza y repara en mi presencia. Yo le clavo la mirada sin titubear, hasta adueñarme por completo de su conciencia. Y entonces, el tiempo se detiene para ella. Siento su respiración agitada, puedo oler el miedo en su rostro. Cuando le sonrío, mostrándole mis afilados colmillosla joven corre hacia su portal mientras una espesa niebla la envuelve y le hace perder el conocimiento. Su grito resuena en todo el vecindario, pero pronto regresa el silencio a las calles. Los vecinos atrancan puertas y ventanasse refugian en sus habitacionesen sus camasdonde esperarán a salvo la luz del día. Yo, en cambio, me quedaré viviendo en la noche. Y es que me gusta la noche. Es bella y espectral. Es un lóbrego manto teñido de estrellas. Una dulce y peligrosa dama que me hizo lo que soy. Es mi don, mi maldición y mi redención. Mi último refugio.

#historiasdemiedo
     

© De la imagen: Fright Night (1985)