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martes, 18 de febrero de 2014

LA MÁQUINA DE PELEAR


El otro día estaba en casa y escuché a la vecina discutiendo con su marido. Le decía así:

—¡Si te envío un Whatsapp y veo que tú te conectas ocho veces, es que no me has contestado porque no te ha salido de los coj****!

   Sí amigos. Pimpinela hicieron mucho daño a las relaciones de pareja, pero las nuevas tecnologías pueden ser mucho más peligrosas (para los de la LOMCE, Pimpinela: como los Cuquis de La que se Avecina pero en los 80 y cantando). Antes, los marrones con tu pareja solían darse cuando te olvidabas de su cumpleaños, cuando llegabas borracho a casa de madrugada o cuando te gastabas el dinero de la paga extra de Navidad en el bingo. Ahora, lo que se lleva es discutir por el Whatsapp.
   Según una noticia, el pasado año se separaron 28 millones de parejas por culpa de esta simpática aplicación para el móvil. Y es que hay que ver cómo nos ha cambiado la vida el sucesor de los difuntos SMS. La pregunta es ¿nos la ha cambiado para mejor? ¿No éramos más felices antes, comunicándonos  sólo cuando realmente lo necesitábamos? ¿Era necesario crear un chat para el móvil conectado las 24 horas, con todo el intríngulis del doble check y las peleas y reproches que (como a mi vecino) conlleva?
   Lo cierto es que cada nueva red social (o cada servicio de chat, lo mismo da) trae consigo discusiones, igual que la primavera trae consigo los estornudos. Ahora es el Whatsapp, sí, pero la cosa ya viene de lejos. Acuérdate de aquella bronca que tuviste hace diez años en el messenger (tu le juraste y le perjuraste que ya te habías desconectado, pero ella te sentenció por no haber contestado a su te quiero). Acuérdate de cómo disfrutaba inundando tu bandeja de hotmail con e-mails repletos de corazoncitos y ñoñería, y de cómo reaccionó cuando le dijiste que quizás eran demasiados. Acuérdate de la vez que colgó tus fotos de borrachera en Facebook pensando que te harían gracia. Y ahora repite conmigo: ¿redes sociales y amor? Agua y aceite.  
   Y es que las redes sociales sirven para muchas cosas, pero sobre todo sirven para pelear. Y ya no sólo con tu pareja, sino con cualquiera al que le tengas ganas. Nunca antes había sido tan fácil y tan cómodo darle cera a quien tú quieras. Las redes sociales, como su propio nombre indica, cumplen funciones sociales, y entre estas funciones encontramos una que en mi opinión en básica: la del desahogo. Antes tenías que conformarte con gritarle a la pantalla de la televisión cuando salía algún personaje que no despertaba tus simpatías. Ahora tienes Twitter, que viene a ser algo así como el Olimpo de las bullas virtuales. Y también tienes los comentarios de Youtube, un campo de guerra abierta, sin reglas, cómo en Vietnam. Y digo yo, si gracias a las redes sociales la gente canaliza su ira y sale a la calle sin ganas de pelea, pues bienvenidas sean las dichosas redes. Aunque mucho me temo que su efecto es justamente el contrario.      
   Mi amigo Rafa no tiene Whatsapp. Tampoco lo quiere. Él vive en constante rebeldía hacia esta sociedad moderna y decadente. Y es feliz.  
   —¿Qué? ¿No te animas a pillarte un móvil con Whatsapp? –le pregunto.
   —Déjate de Whatsapps, que los carga el diablo.
   —Bueno, mira el lado positivo, así estarías más comunicado.
   Rafa le da una calada a su eterno cigarrillo encendido y escupe al suelo.
   —Si alguien quiere algo de mí ya sabe dónde encontrarme.



lunes, 18 de noviembre de 2013

LO QUE PIENSAN LOS DEMÁS

Si pudiéramos escuchar lo que piensan los demás de nosotros, probablemente no nos quedaría ni un amigo en el mundo. Algo así le sucedía al personaje de Kelly, la American Choni que interpretaba Lauren Socha en la serie de televisión Misfits. Para los que nunca han visto la serie, Kelly, además de choni, era una joven que apenas confiaba en los demás porque tenía la increíble facultad de escuchar las cosas (generalmente guarrindongas) que pensaban de ella. Nosotros, por suerte, no tenemos ese superpoder. En cambio, tenemos otro mucho más sano, y sobre todo, mucho más entretenido: el poder de saber lo que piensan los demás del vecino. Para ello, nos basta únicamente con dar una vuelta por el barrio. Porque, admitámoslo ya: en este país somos muy chafarderos. Nos encanta murmurar. Xarrem massa, que se dice en mi ciudad. Eso sí, tenemos el detalle de hacerlo cuando el blanco de los chismorreos no está delante nuestro.

Kelly sabe lo que estas pensando
     Antiguamente las señoras criticaban en el mercado, los hombres en el bar. En invierno se criticaba alrededor de la chimenea, haciendo calceta, y en verano sacando las hamacas a la acera, a ver quién pasaba. También se estilaba mucho lo de criticar por teléfono, llevando la silla al lado del mueble (que luego con la factura te daba un patatús). Era un hábito que se aprendía desde bien temprano, en el colegio. Hoy en día la alcahuetería está llegando a la era digital gracias a las nuevas generaciones, que extienden el deporte nacional por distintos canales como Facebooks, Messengers o Whatsapps. Pero es que lo llevamos en el ADN: nos gusta rajar, criticar, censurar y acusar a todo hijo de vecino. A amigas y amigos, a familiares, parientes, herederos, conocidos o desconocidos. Qué más da. Por el mismo precio criticamos al panadero, a la señora frutera, a la cajera del supermercado, al mecánico, al funcionario, al camarero, a la cartera y hasta al médico de cabecera. Aquí no se libra ni dios. Y el motivo es lo de menos. Siempre existe alguna estúpida razón para despellejar a alguien, y si no existe se inventa, que aquí somos muy duchos en imaginación. 
     Yo vivo en barrio donde se conoce todo el mundo. El otro día bajé a comprar el pan, y la mujer que me despachó estaba hablando (es decir, rajando) con otra señora sentada (atención al detalle) en una silla  al lado del mostrador, junto al estante del pan integral, ahí, como si formara parte de la decoración. De pronto, una mujer pasó por delante del escaparate, y ellas, sin cortarse un pelo, comenzaron a murmurar: “oy, oy, oy, mira a la Paquita qué traje más feo se ha comprado”. Y la otra que le responde: “¿y qué me dices del marido? Es un sin vergüenza, si baja todas las noches al bingo y se sienta con una rubia”. Que yo iba a decirle “señora, ¿y usted cómo lo sabe? ¿Es que tiene espías en el bingo o qué?”. Que probablemente me hubiera contestado “no, es que me robó dos líneas prácticamente cantadas”. Luego, cuando ya salía de la panadería, encontré a una niña de unos doce años sentada en los escalones de la entrada, con el Smarthphone, que casi era más grande que ella, toqueteando la pantalla. Le dije: “¿qué tal niña? ¿Con el Whatsapp?”. Me contestó: “Sí, contándole a mis amigas que a Paquita se los ponen bien puestos”.
     Hay que ver lo rápido que aprenden las nuevas generaciones.
       


lunes, 14 de octubre de 2013

LA INDIFERENCIA MATARÁ A FACEBOOK

Hace poco leíamos en una noticia que el Facebook desaparecerá en menos de tres años. ¿La razón? Que la red social aburre. Yo no sé si serán tres, seis, nueve o veintinueve años. No me atrevo a aventurar tamaña predicción con tanta exactitud. Pero de una cosa sí estoy seguro: desaparecerá. Desaparecerá como todo lo que asciende mediante un boom. Y será más pronto que tarde. Eso sí, no desaparecerá por aburrimiento, sino por indiferencia, que no es lo mismo. El Facebook no aburre. Para nada. Tiene el Candy Crush, los Angry Birds, el Football Manager, el Farmville y toda la retahíla de aplicaciones para sobrevivir al crudo día a día. De aburrir nada. Hace su función. Pero ya no es como antes ¿eh?
     Cuando nos creamos la cuenta, allá por el 2009, era el no va más. En aquella época jugábamos a aglutinar el mayor número posible de contactos y éramos fans de las cosas más absurdas. Volvimos a saber de nuestros antiguos compañeros de colegio e instituto, a los que no veíamos desde hacía siglos, los agregamos a todos, y creímos ingenuamente que el juguetito del Zuckerberg nos ayudaría a recuperar aquellas viejas amistades, que nos daría un nuevo impulso que lo iba a cambiar todo. Empezamos a subir montones de fotos que teníamos almacenadas en nuestras cámaras digitales desde 2003. Total, eran fotos que SÓLO íbamos a compartir entre los amigos, y que no vería nadie más. Seguro que sí. 
     Luego llegaron las “señoras”, los cuestionarios sobre nuestra vida, los grupos chorras de títulos inenarrables, y por supuesto, las páginas de fans. A golpe de un solo click, todos tus contactos sabrían acerca de tu grupo de música, de tu libro, de tu coro de danzas, de tu corto de cine y de la madre que parió a Peneque. Y para colmo, apareció el gran juez de nuestra era, el que dicta sentencia de lo que vale y de lo que no vale, el que dice lo que está bien y lo que está mal. Y no me refiero a Risto Mejide, sino al botón “me gusta”. Para muchos, la nueva vara de medir su autoestima. El mecanismo es fácil. Quien tiene más likes es el mejor. Incluso se inventó una nueva profesión al abrigo de todo esto: la de Community Manager. De hecho, hoy en día en España sólo existen tres clases de personas: Community Managers, Coachings personales y parados. Y ninguno de ellos se necesita entre sí, por cierto.         
     Pero volvamos al tema, que pierdo el hilo. Después de esto, allá por el 2010, con el Facebook plenamente rodado, hacerse famoso estaba al alcance de todos. Nunca habíamos vivido algo así. Había llegado de verdad el siglo XXI y lo íbamos a celebrar por todo lo alto, con o sin crisis. Y bien, ahora que el siglo XXI ha llegado y se ha instalado en nuestras vidas, ¿qué le está ocurriendo a nuestro querido Facebook? Que nos importa un carajo. Así de claro. 
     Al principio hacía gracia, con las frases ingeniosas del graciosete de turno, la amiga que te cuenta su vida minuto a minuto, el concierto de tu ex compañero de autoescuela, la mística de las frases inspiradoras, la nueva aventura empresarial de Perico el de los Palotes, las teorías descabelladas del final de LOST, la nueva biografía (que JAMÁS sacó ni sacará completa tu foto de portada), la información instantánea que permite ver los comentarios en el muro de cualquier persona, el “ya es oficial, Facebook será de pago”, el concierto de tu ex compañero de autoescuela otra vez… sí, al principio hacía gracia. Pero al final ya toca las narices. A nadie le importa nada, esa es la verdad. La monotonía hace estragos. Y es por eso que el Facebook morirá. De hecho ya está muriendo, cada día, cada hora. Y cuando eso ocurra surgirá algo nuevo, quizás otra red social, que nos absorberá a todos. Y vuelta a empezar. Mientras tanto, al Facebook lo enterrarán en un panteón digital junto al Messenger y al Megaupload. Y en cuanto al chat, lo único que de verdad hacía papel en Facebook, siempre ha sido un maldito infierno para comunicarse con alguien. Ese ya murió, aplastado por WhatsApp. Se lo tenía bien merecido.