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jueves, 1 de diciembre de 2016

EL AUTOBÚS DE LA MEDIANOCHE - Relato Ganador de la IX edición del Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón

En una zona remota de la Mancha, durante los tiempos de la posguerra, tuvo lugar un extraño suceso cuyos ecos aún resuenan en el folclore popular. Aniceto Contreras, un anciano bondadoso a la par que misterioso, me contó esta historia en la posada de un pequeño pueblo de cuyo nombre, como diría Cervantes, no quiero acordarme. Ambos estábamos sentados en la terraza tomando una taza de té. Ante nosotros se extendían las áridas llanuras que Machado describió tan bien en sus poemarios. Poco antes de que el reloj diera las seis, el sol del atardecer se posó en el horizonte arrasando el paisaje con su candidez incendiaria. Aquel hombre de campo había vivido la mayor parte de su vida en el siglo XX, por lo que la modernidad de las ciudades en la era de internet le era del todo desconocida. De hecho, a sus ochenta y cinco años, parecía desconfiar de cualquier artilugio que no sirviese para trabajar la tierra. He de reconocer que los relatos que me narró aquella tarde fueron realmente entretenidos, todos ellos repletos de humor y sabiduría. Por lo que a mí respecta, había decidido pasar el fin de semana en la soledad de aquellos parajes en busca de una historia que valiese la pena. Y sin duda la encontré cuando Aniceto, que también era una persona muy religiosa, me habló de aquella siniestra leyenda del autobús.        
—Debe usted saber algo, don Manuel: cuando un autobús aumenta bruscamente la velocidad y supera la barrera de los ochenta kilómetros por hora, ya no hay vuelta atrás. Es la maldad personificada la que se sienta al volante. Si alguna vez tiene la ocasión de presenciar un suceso de tales características, espero por su propio bien que usted no sea uno de los pasajeros. De lo contrario, santígüese y rece todo lo que sepa.
Miré sorprendido a aquel anciano mientras sorbía mi taza de té.  
—No le entiendo, señor Aniceto. ¿Por qué me dice eso?
—Porque el conductor será el mismo diablo, y su última parada en el infierno.
Aniceto permaneció sereno. No estaba bromeando.    
—Usted verá pocos autobuses por estas tierras —continuó.  
—Bueno, tiene usted razón —dije—, pero eso se debe a que los autobuses circulan lejos de aquí, por la autovía, y allí sí que alcanzan los ochenta kilómetros por hora, e incluso los superan. ¿No cree?
Aniceto permaneció pensativo unos instantes.
—Creo que no comprende lo que trato de decirle. Aquí no hay autobuses porque nadie quiere subirse a uno. Preferimos la bici o el ciclomotor para desplazarnos. Incluso yo me muevo a veces en tractor. Es más seguro.
—Pero, ¿acaso un autobús no es seguro? —pregunté.
—Mire, hay hechos que nunca podrán ser explicados y que sin embargo son ciertos, tan ciertos como que el sol se pondrá en menos de una hora.
—¿Por qué no me explica esos hechos?
El anciano se quitó las gafas y se limpió los cristales con el pañuelo, se las colocó de nuevo, tragó saliva y me dirigió una mirada en la que vi asomarse algo parecido al miedo. Luego señaló con su dedo índice hacia el paisaje yermo:
—Don Manuel, ¿ve usted aquellas lejanas colinas junto al campo de cereales? Tras ellas se extienden kilómetros y kilómetros de tierras baldías, tierras que no albergan más que un mar de piedras y desolación. Por allí, no ha mucho tiempo que circulaba una antigua carretera comarcal, hoy abandonada y carcomida por la maleza. Aquella carretera era una vía de conexión entre los pueblos de la zona, fue reconstruida después de la Guerra Civil y durante años fue muy transitada. Había pocos coches en aquella época, no como ahora, y es por eso que el transporte público nos era de gran ayuda a todos los habitantes de la comarca. En aquel entonces, el medio de transporte más común en el pueblo, como ya habrá podido adivinar, era el autobús.
—Entiendo. ¿Y por qué ahora no lo es?
—Hubo un hombre que lo cambió todo. Se llamaba Eladio Contreras.
—Veo que se apellida igual que usted. ¿Eran parientes?
—En efecto, es usted muy observador. Eladio era mi tío, y era un auténtico superviviente de la guerra. Eladio había participado durante dos semanas en la Batalla de Belchite. Si no murió allí fue porque Dios no quiso. Le faltaban dos dedos en una mano, tenía restos de metralla y cicatrices por todo el cuerpo. Sin embargo, la cicatriz más grande que le dejó la guerra quedó grabada en otro lugar: en su corazón.
—Entiendo. Fue muy dura la guerra —dije.
Hice aquella afirmación como si yo mismo la hubiera vivido en mis propias carnes, y me sentí avergonzado por un instante. Entonces vi como Aniceto se emocionaba, humedeciendo los ojos.
—Nos lo contó la misma noche que regresó al pueblo. Yo era un niño de apenas diez años, pero aún recuerdo su rostro pálido como el de un fantasma. Nada más entrar en casa se echó a llorar en el suelo de la habitación. Mi padre le ayudó a tumbarlo sobre el camastro. Cuando se tranquilizó estaba temblando. El destino había sido cruel con él.
—Todas las guerras son crueles.
—No hasta ese punto. Cuando matas en el campo de batalla matas por la patria, matas por unos ideales. Pero Eladio tuvo la mala fortuna de acometer un acto atroz y deleznable. Durante la toma del pueblo, tras los bombardeos de la aviación republicana, comenzaron los combates casa por casa. Él se vio involucrado en uno de ellos. Mientras perseguía a un soldado franquista al que se la tenía jurada, se introdujo a oscuras en el sótano de una vivienda. Al bajar por las escaleras escuchó unos gritos. Mi tío, asustado, abrió fuego a discreción con su fusil de asalto. Disparó hasta vaciar el cargador. Poco después, el soldado franquista, que por lo visto aún vivía, encendió su linterna y alumbró la estancia. El panorama que encontró allí fue aterrador. Una docena de niños acurrucados en el suelo, sangrando, malheridos. ¡Muertos!
Me quedé callado, aturdido ante aquella historia tan cruel.  
—¿Qué pasó después? —pregunté.
—Eladio soltó el fusil y cayó al suelo de rodillas.
—¿Y por qué no aprovechó el soldado franquista para matarle?
—Porque le hubiera hecho un favor. Eso es lo que mi tío hubiera querido, morir allí y descansar para siempre junto a aquellas pobres almas. Pero no, el soldado franquista le miró fijamente a los ojos y le dijo una frase que bien pudo tratarse de una maldición: “vivirás, vivirás para que el resto de tus días sean un infierno”. Eladio logró salir con vida de Belchite. Después de aquella desgracia regresó aquí, al pueblo, e intentó suicidarse en dos ocasiones, sin éxito. La soga en el árbol se rompió, y la bala se encasquilló.
—Por lo que usted me cuenta, Eladio combatió en el ejército republicano. Siendo así, ¿cómo consiguió permanecer en el país después de finalizada la guerra? ¿Cómo pudo regresar aquí a Castilla sin ser cazado y ajusticiado por la guardia franquista?
—Gracias a la familia, que habíamos sido fieles a la causa nacional. Nosotros fuimos capaces de ofrecerle protección. Si no llega a ser por la ayuda de la familia, su lealtad a la República le hubiera llevado directamente a una cuneta.
Me encendí otro cigarro y contemplé el sol rojizo, que brillaba más bajo. 
—Es una historia que pone los pelos de punta.
—Pues no ha hecho más que empezar.
—Siga, por favor.
—Usted se preguntará qué tiene que ver este episodio con lo que le explicaba anteriormente. Pues bien, es fácil de entender. Eladio, tras la guerra, se estableció aquí, en el pueblo, a salvo con su familia. Aquí ya no tuvo tiempo para pensar en las ideas del rojerío. Bastante hizo al seguir viviendo con aquella pesada carga sobre su conciencia. Gracias a mi padre, que en paz descanse, consiguió un empleo que le permitiría vivir con una cierta normalidad. Aquel empleo era, como usted ya podrá imaginar…
—Déjeme adivinar. ¿Conductor de autobús?
—Así es. Como le digo, el autobús fue un medio de transporte habitual durante la posguerra. Cada día salía uno desde la Plaza Mayor, frente al cuartel —dijo, señalando con el brazo hacia el interior del pueblo—. Eladio había conducido una camioneta durante la guerra, sabía llevar bien un volante, así que no tuvo ninguna dificultad en pasar las pruebas e incorporarse al trabajo. El problema surgió cuando acudió a su puesto el primer día.  
—¿Qué ocurrió?
—Imagínese. Vino a trabajar ilusionado, con la intención de comenzar una nueva vida y dejar atrás tanto dolor y sufrimiento. Y sin embargo, lo que hizo fue reencontrarse con su triste y oscuro pasado. Imagínese su cara cuando subió al autobús y vio a una quincena de niños sonrientes sentados en las butacas, esperando su llegada. El autobús escolar. Su trabajo consistía en conducir el autobús escolar. Velar por unos pobres niños como los que había asesinado. El destino puede llegar a ser muy cruel con algunas personas. En aquel entonces este pueblo no tenía colegio propio, por eso los niños de las familias vencedoras que podían permitirse el lujo de estudiar iban en autobús al colegio de frailes de la ciudad.
—Pobre, me imagino su angustia.
—Imagina usted bien, don Manuel. Aquella misma noche volvió a casa abatido. La expresión de su rostro era exactamente la misma que al regresar de la guerra. Sufría de una palidez mortal y su cuerpo temblaba. Nos dijo que no podía aguantar tamaño castigo. Quería abandonar, pero entonces hubiera dejado en muy mal lugar a mi padre, que fue quien le recomendó. Así pues, Eladio no tuvo más remedio que cargar con su pena y acudir a trabajar al día siguiente. Pero al tercer día, nadie más supo de él.  
—¿Por qué?
—Porque jamás regresó.
—¿Cómo que no regresó? ¿Dejó el trabajo? ¿Se escapó?
—Nunca más supimos de Eladio. Al menos mientras estuvo vivo. Al tercer día desapareció sin dejar ni rastro. Y lo peor es que en su camino al infierno arrastró de nuevo a más almas jóvenes, almas inocentes.
Abrí los ojos de par en par. 
—¿Se refiere a los niños del autobús?
—Me refiero al autobús entero. Desapareció. Se lo tragó la tierra.
—Pero eso es imposible. A algún lugar irían a parar. ¿Acaso no se investigó una desaparición así? ¿No salió en los periódicos? ¿No se encontró el autobús?
Aniceto negó con la cabeza, con aire melancólico.   
—Nunca los encontraron. Aquellos niños jamás regresaron a sus casas. Y el autobús no apareció por ninguna parte. Las autoridades hablaron de una conjura de los rojos, se dijo incluso que fue cosa del maquis, pero en el pueblo nunca lo creímos.
—¿Y nunca descubristeis nada acerca del paradero de Eladio?
Aniceto volvió a hacer una larga pausa. Luego carraspeó y asintió levemente.  
—Fue justo cuando se cumplió un año de la desaparición. Una tarde como la de hoy, antes del ocaso, un pastor dirigía su rebaño por la vereda en plena trashumancia. Al pasar cerca de la antigua carretera comarcal, a lo lejos, vio algo. Al principio pensó que se trataba de un reflejo del sol poniente, luego descubrió que no, que algo se acercaba a gran velocidad por la carretera levantando una densa nube de polvo. Aquel pastor no era del pueblo, solo estaba de paso, pero su testimonio no dejó lugar a dudas: había visto un autobús gris que circulaba sin ningún control. El vehículo aceleró al máximo en una recta del camino, y al llegar a la curva, en lugar de aminorar la marcha, aumentó la velocidad hasta salirse de la carretera. Cuando se adentró en tierra el autocar comenzó a tambalearse por la pendiente, sin dejar por ello de acelerar. El motor rugía como una fiera en pleno ataque, mientras sus ruedas pinchadas se deshacían entre las rocas. Dejó tras de sí un rastro polvoriento que se perdió en la lejanía. Desde entonces, aquel autobús ha sido avistado en cientos de ocasiones. Algunos testigos afirman incluso haber visto la tierra abrirse en dos y tragarse aquel amasijo de hierro junto a sus desgraciados ocupantes. Otros dicen que en las frías noches de invierno se oyen lamentos de horror entre los campos, lamentos áridos como la tierra y desconsolados como los de un niño. La leyenda popular cuenta que si te cruzas el autobús antes de la medianoche, alguna desgracia está a punto de ocurrirte. De hecho, muchos son los que han muerto tras su avistamiento, incluido aquel buen pastor, tal como nos contó su hermano durante la trashumancia del año siguiente.   
La historia de Aniceto me había dejado tremendamente impactado, pero no llegué a creérmela del todo. Sin duda, a su tío le había pasado algo terrible durante la guerra, pero de ahí a pensar que había terminado conduciendo un autobús fantasma que a menudo se les aparecía a los vecinos del pueblo, hay un abismo. No obstante, como historia fantástica me parecía perfecta, tenía mucha fuerza.
A las siete y media, cuando la noche cerrada cayó sobre nosotros, me despedí de Aniceto agradeciéndole su tiempo y me dirigí al coche con la intención de llegar al hotel de Albacete antes de las diez. Era un largo trayecto. El anciano intentó convencerme para que me quedase a dormir en la posada del pueblo, pues según me dijo no era prudente conducir en noche de luna llena. Supersticiones, me dije a mí mismo. Aniceto me ofreció incluso su casa, pero rechacé su oferta alegando que ya había reservado una habitación en el hotel. Así que caminé hasta el solar donde había aparcado, arranqué el coche y conduje hasta las afueras. La oscuridad de los pueblos de Castilla me pone los pelos de punta. El alumbrado de las calles es mínimo, solo los faros del coche y la luna me daban una cierta perspectiva del lugar dónde me encontraba. Tomé la vía de salida del pueblo y circulé por ella. Durante diez minutos no vi nada, solo un monótono campo de cereal que acabó transformándose en un solar de piedra. Al final del camino me topé con una señal de stop oxidada y me detuve. La carretera me obligaba a cambiar de dirección hacia la izquierda, y eso es lo que hice. Aceleré y seguí el rumbo, pero a pesar de ello el paisaje no mejoró. El estado del asfaltado era pésimo, con abundantes baches, zanjas y agujeros rellenos de gravilla. Pasado un cuarto de hora descubrí que me había perdido de la forma más tonta. Me puse nervioso al comprobar que no tenía cobertura en el teléfono móvil, y mi GPS, por su parte, no hacía más que calcular una y otra vez la ruta sin éxito.
Y fue entonces cuando divisé dos luces brillantes por el retrovisor. Al verlas me sentí aliviado, eso significaba que yo no era el único ser vivo que pululaba por la oscuridad de aquella carretera. Aunque bien mirado puede que sí lo fuera. Las luces se encontraban aproximadamente a un kilómetro de distancia, pero se acercaban a mí a gran velocidad. De hecho, en un abrir y cerrar de ojos las tuve detrás. Mi intención era pedirle ayuda al conductor de aquel vehículo para salir de allí. Y así lo hice: reduje la velocidad y bajé la ventanilla para hacerle una seña con el brazo. Sin embargo, cuando aquel vehículo pegó su parachoques delantero contra el trasero de mi coche, supe que no debía pedirle ayuda, sino huir de él como alma que lleva el diablo. 
      Aceleré. Los faros de aquel vehículo brillaban con una intensidad cegadora, bañando el salpicadero de mi Ford con una luz blanquecina y antinatural. Circulábamos a más de cien kilómetros por hora, pero aquel chiflado me sacudió por detrás con su gigantesco morro de hierro. En esos momentos no podía pensar con claridad, las manos me temblaban al volante, al igual que el resto del cuerpo. Pisé fuerte el acelerador, pero él también lo hizo. El morro de aquel cacharro volvió a impactar con fuerza sobre mi parachoques trasero, provocando una violenta sacudida que me dejó sin respiración. Sentí que estaba siendo arrollado, y entonces mi cerebro tomó una instintiva decisión: di un volantazo y me salí de la carretera. Por unos instantes perdí el control y me tambaleé violentamente por el mar de piedras hasta que mi coche se detuvo. Mientras el airbag saltaba, giré la cabeza con rapidez y miré hacia la carretera. Durante unas milésimas de segundo, la luna alumbró un amasijo de hierro gris perdiéndose en la oscuridad.


lunes, 24 de octubre de 2016

ALMA NOCTURNA (RELATO) #historiasdemiedo @zendalibros

Ya son más de las doce cuando me asomo a la ventana. La noche es fría, húmeda y reconfortante. La luna llena vierte sus rayos de luz plateada sobre los techos de la ciudad. Las calles descansan en completo silencio, libres del ajetreo diurno. En la farola solitaria de la esquina, varios insectos revolotean alrededor de la luz amarillenta. Uno de ellos se quema en la bombilla y cae sobre la acera, junto a un gato negro que rebusca en la basura. El felino, al percatarse, se abalanza sobre el insecto moribundo y lo engulle sin miramientos. La vida sigue su ciclo.
     Mi barrio es oscuro, tenebroso y marginal, pero posee una belleza inquietante. Los antiguos edificios de ladrillo encierran tras sus puertas vidas sórdidas, vidas forjadas al amparo del miedo. El viejo almacén de la esquina lleva veinte años abandonado, pero no del todo inhabitado. De vez en cuando brotan gruñidos de su interior. Conozco perfectamente a sus habitantes, pero no tengo ninguna intención de volver a encontrármelos. Hoy es la Víspera de Todos los Santos y parecen más furiosos que nunca.   
     Escucho el rumor del camión de la basura en los barrios bajos. Botellas que se rompen, plásticos que se aplastan. Los murciélagos aletean por la fachada. Los perros aúllan en la lejanía, componiendo una bella sinfonía nocturna. Al final de la avenida diviso el cementerio, y sumergidas en las tinieblas distingo las hileras de tumbas, alineadas bajo los cipreses hasta el más allá. Hace días que no arden fuegos fatuos entre las lápidas. Enciendo un cigarrillo y me apoyo cabizbajo en la cornisa de la ventana, disfrutando del espectáculo de sombras y rumores entrecortados que me envuelven. No puedo pensar en nada. En realidad, hace muchos años que no puedo hacerlo. 
     De pronto, unos tacones repican abajo, sobre la acera. Una joven cruza la calle a paso ligero, huyendo de la oscuridad. Saca las llaves para abrir el portal, pero antes levanta la cabeza y repara en mi presencia. Yo le clavo la mirada sin titubear, hasta adueñarme por completo de su conciencia. Y entonces, el tiempo se detiene para ella. Siento su respiración agitada, puedo oler el miedo en su rostro. Cuando le sonrío, mostrándole mis afilados colmillosla joven corre hacia su portal mientras una espesa niebla la envuelve y le hace perder el conocimiento. Su grito resuena en todo el vecindario, pero pronto regresa el silencio a las calles. Los vecinos atrancan puertas y ventanasse refugian en sus habitacionesen sus camasdonde esperarán a salvo la luz del día. Yo, en cambio, me quedaré viviendo en la noche. Y es que me gusta la noche. Es bella y espectral. Es un lóbrego manto teñido de estrellas. Una dulce y peligrosa dama que me hizo lo que soy. Es mi don, mi maldición y mi redención. Mi último refugio.

#historiasdemiedo
     

© De la imagen: Fright Night (1985)


miércoles, 29 de octubre de 2014

UTOPÍA

Microrrelato incluido en el libro "Bocados sabrosos IV" de
ACEN editorial.    


Los niños se agolpaban nerviosos en la esquina del patio del colegio. Todos querían ver lo que sujetaba Pedrito en sus manos. La excitación asomaba en sus rostros. Nunca habían visto nada igual, tan adulto, tan prohibido. ¡Cuidado, que viene don Venancio!, gritó alguien. La pandilla se dispersó con rapidez. Al llegar, don Venancio descubrió un ejemplar de El Quijote tirado en el suelo.


lunes, 7 de abril de 2014

CONVERSACIÓN CON UNA CANI (RELATO)

La literatura es un medio donde todo es posible. Ahí radica su mayor atractivo: que el escritor, mediante su creatividad, puede dar vida a cualquier situación que imagine en su mente e inmortalizarla en negro sobre blanco. Y hablando de situaciones, hoy imagino una que difícilmente podría darse en la vida real. Me refiero a una conversación en profundidad entre dos personas que poco o nada tienen que ver, un choque entre dos seres vivos de caracteres y signos opuestos. Él es un joven universitario amante de la cultura, la literatura, la música y el arte, graduado en filología hispánica y cursando un máster en literatura comparada. Ella trabaja en una peluquería desde que cumplió los dieciocho, su máxima ambición en la vida es ir cada sábado al botellón del parking del polígono y beber con sus amigas hasta perder el conocimiento. En condiciones normales, la posible relación entre estos dos jóvenes sería nula. Pero la realidad es caprichosa, y hoy me dispongo a manipularla para todos vosotros, con el objeto de que ambos se queden atrapados en un ascensor, en concreto entre el tercer y cuarto piso de un ascensor del centro comercial. Para más señas, ella se dispone a comprar alguna baratija en la planta de moda. Él, por su parte, ha venido a buscar las obras completas de Machado en la Casa del Libro. Pero cuando se produce el apagón, todo su mundo se reduce a un cubículo de dos claustrofóbicos metros de anchura.
—Menuda mierda, colega —grita ella.
—No creo que tarden mucho en sacarnos —contesta él, resignado— ya llevamos casi diez minutos aquí dentro.    
—Esta peña no tiene ni puta idea de hacer ascensores —maldice ella, irritada.
La joven dobla las rodillas y se sienta en el suelo con las piernas cruzadas. Permanecen en silencio durante cinco minutos más.  
—¿Tienes un piti, colega? —dice ella, rompiendo el silencio.
Él la mira arqueando las cejas, sorprendido.
—No pensaras fumar aquí… —contesta, en un tono que ella interpreta rápidamente como una clara ofensa hacia su persona.
—¿Qué pasa? ¿A mí me pueden encerrar aquí cuando les dé la gana y yo no puedo fumarme un puto cigarro? ¿O qué?
—Pues qué quieres que te diga, no creo que un zulo como este, sin apenas aire, sea el lugar más adecuado del mundo para fumar.
Ella, desde el suelo, le observa de arriba abajo. Se fija en los libros de poesía que sujeta bajo el brazo, en las greñas descuidadas cayendo sobre su frente, en su barba rala de una semana, en sus bambas deportivas sucias y en su camiseta negra de Metallica.
Finalmente le dedica un gesto de desprecio.  
—Vale, hombre, vale —dice, hastiada. 
Y entonces, ella hurga en el bolsillo de su anorak naranja, saca un cigarro y se lo enciende.
Él la mira boquiabierto.  
—¿Se puede saber para qué me has pedido un cigarro, entonces?
Ella exhala el humo del tabaco y ni tan siquiera le mira.
—Joder, con el rarito —dice.
—¿Cómo me has llamado?
—¿Y cómo coño quieres que te llame si no te conozco? —dice ella, a la defensiva.
—Me llamo Pedro.
—Pos muy bien —contesta ella, molesta.
Pedro se fija en los gigantescos aros de sus orejas, en sus pulseras y en sus múltiples piercings
—Pues si yo soy el rarito, tú debes de ser la Jenny, porque vamos…
La Jenny, enojada porque aquel tipejo acierte su nombre, abre los ojos de par en par.
—¿Y tú qué coño tienes que decir de mi, friki de mierda?
—¿Friki? ¿Friki yo?
—No, mi abuela. Pos claro que tú. ¿Qué no te has mirado al espejo o qué?
Pedro se restriega la mano por la cara, se mira en el espejo y suspira.
—Maldita sea, por qué no me quedaría encerrado con Scarlett Johansson.
—Pos no flipas tú ni na.
Pedro mira la hora en su reloj, luego examina de nuevo el cuadro de los botones y aprieta por vigesimoquinta vez el botón rojo de las emergencias, sin obtener resultado alguno, dado que yo, que soy el autor, considero que este diálogo del ascensor aún puede dar mucho más de sí. Así que el bueno de Pedro decide sentarse en el suelo frente a la joven, que apura las últimas caladas de su cigarro, y abre el libro de poesía de Machado por la primera página.
—Madre mía, y ahora se pone a leer, el notas.
—Sí, deberías probarlo, te vendría bien.
La Jenny, con un rápido movimiento del pie, le tira el libro al suelo.
—¿Tú qué vas de listo?
Pedro, sorprendido ante su brusca reacción, frunce el ceño y pierde la paciencia.
—¿Pero qué haces?
—¿Qué te crees mejor que yo por tener estudios?
Pedro recoge el libro del suelo y lo cierra de golpe con rabia.    
—¿Sabes una cosa? Odio a la gente como tú. Sois una lacra para la sociedad.
—¿Pero qué coño dices, payaso? Si no me conoces.
—Llevo media hora encerrado contigo en este puto ascensor. Claro que te conozco. Te conozco perfectamente. A ti y a todos los de tu calaña. Eres una cani y actúas como las canis. Eres violenta, inculta y no sabes vivir sin ofender a los demás. Me das asco.
—¿Ah, sí? Pues tú eres un chungo que se cree mejor que yo porque lee libros, pero realmente eres un amargao de la vida que se mata a pajas todas las noches, porque las tías buenas pasan de ti. Yo al menos tengo un novio que me quiere y me protege.
—Seguro que es un encanto.
—¡Pos es mucho mejor que tú, pringao!
—Sí, puedo hacerme una idea. ¿A qué universidad… perdón, quiero decir, a qué gimnasio va?  
—¡Uy, uy, uy! Que mala leche te gastas, nene. Pos para que te enteres, a él no le hace falta ir a la universidad, es mazo listo, se ha criado en la calle ¡esa es su universidad!
—¡Oh! Si sigue así llegará a presidente.
—Pues no es un don nadie. Salió de actor en una peli, listo, que eres muy listo.
—¿No me digas? Espera, déjame adivinar ¿de motero extra en las tomas falsas de Tres Metros sobre el cielo? ¿O en las escenas eliminadas de Yo soy la Juani?
La Jenny gruñe.
—¡Al menos él no es un mierdecilla como tú, que te crees muy listo, pero no vales na! —aúlla.
—Cuando salgamos de aquí tienes que presentármelo, será una joyita.
—¡Pues sí! ¡Y te dará dos ostias! ¡O te las daré yo como no te calles!
—Eso me gustaría verlo.
La Jenny no puede aguantar más su ira, afila sus uñas y se lanza con toda su rabia sobre él.
Cuando los técnicos logran abrir las puertas del ascensor, una hora después, encuentran a dos jóvenes tumbados en el suelo.

Ambos yacen tranquilos, desnudos y abrazados.     


miércoles, 8 de enero de 2014

RICARDITO CRECE (Obra de Microteatro)

ESCENA I
Año 1999. Un cuchitril repleto de humo donde un grupo de jóvenes universitarios debaten acaloradamente mientras fuman y beben cerveza. Están sentados en círculo, a modo de asamblea. En uno de los extremos se sienta Ricardito, al que todos llaman “el antifascista”. Apenas ha cumplido dieciocho años. Luce cabello largo, viste ropa raída y lleva un pañuelo palestino enrollado al cuello. Él lleva la voz cantante. 
Ricardito: odio a la gente que se cree mejor que yo por tener un coche más caro o una casa más grande. Son todos unos pijos, unos hijos de papá que te miran siempre por encima del hombro. La culpa es de esta sociedad tan materialista en la que vivimos, que sólo le da importancia al dinero y a las apariencias, pero no a lo que de verdad importa: la justicia y la libertad. Nosotros queremos un mundo mejor ¿no? Pues, ¡tenemos que cambiarlo!

Aplausos.


ESCENA II
Año 2013. Frente a una urbanización de chalets de lujo, lejos de la crisis de la ciudad, dos hombres vestidos de etiqueta se enzarzan en una fuerte discusión que acaba a golpes. Uno de ellos, el más violento, intenta estrangular al otro. Es Ricardito. Ahora es un hombre, y está hecho una furia. Del bolsillo del pantalón saca la llave de su BMW para introducírsela en el ojo a su vecino.  
Ricardito: ¡yo soy mejor que tú!






domingo, 15 de septiembre de 2013

EL ÁNGEL DE LA GUARDA (RELATO)

Conocí a Lucía hace dos años, en un oscuro rincón de la discoteca. Aquella noche de sexo desenfrenado pronto se convirtió en una relación estable, y a los pocos meses nos fuimos a vivir juntos a un piso del centro. Durante los dos primeros años todo fue bastante bien, salvo por algunas peleas esporádicas y sus correspondientes reconciliaciones. Pero en la última pelea, hace dos meses, ella ya no me perdonó. Al contrario, me sustituyó por Fernando, un pringadete que gana mucha pasta pero que no sabe hacer ni la o con un canuto. ¿Y sabéis qué es lo más gracioso del caso? Que ella no sabe que me hice una copia de la llave, y que llevo dos meses viviendo en el pequeño desván del piso con un portátil, una linterna, una manta, una almohada y un cubo para las necesidades. Soy como un preso de ETA en su zulo, con la diferencia de que por la mañana, cuando ella se va a trabajar, puedo bajar a atracar la nevera y a vaciar el maloliente cubo. Suelo aprovechar también para llamar a mis padres y decirles que todo va bien. La baja “por depresión” es un gran invento. Nadie me echa de menos.
Lucía y Fernando ya han comenzado a discutir por el tema de la comida (ella cree que se la come él y le culpa por ello. Y eso es estupendo). He hecho varios agujeros en el suelo del altillo, desde ellos puedo observar todos sus movimientos. El soplagaitas de Fernando trabaja mucho y entre semana está poco en casa. Por eso los viernes por la noche, cuando llega, quiere sexo, pero no siempre lo tiene, primera porque Lucía es como es (y por lo visto, lo es con todos) y segunda porque gracias a la poción mágica que le vierto en su botella de agua (la que guarda en el segundo estante de la nevera y solo usa él por ser un repipi escrupuloso) Fernando ya va por la cuarta diarrea semanal. La cagalera del viernes empieza a ser toda una tradición para él. Y claro, así no hay quién eche un quiqui.

Bueno, pues hoy es el cumpleaños de Lucía, y yo tengo una sorpresa preparada. Se acabaron las diarreas, se acabó jugar al escondite. Hoy toca algo serio. El número del siglo. Lucía es morena, y yo tenía cierta debilidad por las rubias, en especial por una llamada Elsa, una diosa griega que me regaló una inolvidable noche de placer (algo que ella nunca me perdonó, y que me condujo directamente a esta situación). Lucía, como todos los viernes, llega a casa a las cuatro de la tarde, y Fernando no llegará hasta las diez de la noche. Para entonces, yo ya he realizado las gestiones pertinentes. A las nueve y media, mientras Lucía ultima los preparativos de la cena romántica con el vino, las velas y el pastel de carne en el horno, llaman a la puerta de casa y abre.   
—Hola, ¿está Fernando?
Es una rubia despampanante que viste únicamente una gabardina y un picardías rojo debajo.
—¿Perdón? –responde mi ex, desconcertada.
—¿Es el 4º B? He recibido una llamada de Fernando Arias para realizar un servicio especial a las diez.
—¿Qué servicio?
—Un trío. Tú debes de ser Lucía ¿verdad cariño? Yo soy Tracy –le contesta, sonriendo.   
Lucía le cierra la puerta en los morros y se tumba llorando sobre el sofá.
—Oye, ¿y a mí el desplazamiento quien me lo paga? –vocea Tracy tras la puerta.
Fernando llega en quince minutos y no pasa ni del felpudo. Lucía se abalanza sobre él, le suelta un sopapo en toda la cara, le grita “¡cabrón, no vuelvas más!” y le cierra de un portazo. Ni yo lo habría planificado mejor.
Fernando intenta llamarla al móvil varias veces, pero ella le cuelga. Y si no lo hace ella lo hago yo. No sé si os he dicho que, gracias a unos somníferos muy potentes y a un coleguilla pirata, me hice con una copia de sus tarjetas del móvil. De esta manera, le envío un WhatsApp a Fernando que reza lo siguiente:

Lucía dice: Eres un cagón. Y la tienes pequeña. No me llames más.

Y eso no es todo. A las once y media la llamo al móvil.
—Hola Lucía, soy yo, Ángel.
—Hola ¿cómo estás? –dice, tratando de sobreponerse.
—Feliz cumpleaños –digo, poniendo vocecita.
—Muchas gracias.
Trato de no gritar, para que no me escuche hablar por encima del techo.
—¿Qué tal? ¿Lo estás celebrando? —le pregunto.
Se hace el silencio.
—Bueno, sí –contesta ella secamente.  
—Un momento ¿y esa voz? ¿Has estado llorando?
Lucía lanza un débil gemido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco muy bien. ¿Qué te ha pasado?
En ese momento, rompe a llorar tan fuerte que la oigo más desde el piso de abajo que por el auricular del móvil.
—Todos los tíos sois unos cabrones –dice, sollozando. 
—Oh, vamos, cálmate. Ya sabes que siento mucho lo que te hice. Fue un error, un pequeño desliz. Dime ¿necesitas compañía? ¿Quieres que vaya a verte y me cuentas lo que te ocurre?
Ahí me he marcado un tanto.
—Haz lo que quieras –dice, sin dejar de llorar, y colgando en seco.
Poco después, como le ocurre siempre que tiene un disgusto fuerte, se queda dormida en el sofá, momento que yo aprovecho para bajar del altillo, ir al lavabo, asearme, pasar de puntillas frente a ella, salir de casa, ponerme los zapatos en el rellano y llamar al timbre de la puerta desde fuera. Ella me abre poco después, destrozada por los nervios. Me mira con lágrimas en los ojos, como si nunca antes me hubiera visto, y cae rendida sobre mis brazos.
     —Nunca pensé que diría esto, Ángel, pero te he echado mucho de menos durante este tiempo –me dice, entre lloriqueos.
     —Deja de llorar, nena. Recuerda que soy tu Ángel de la guarda: siempre estoy a tu lado.





miércoles, 3 de abril de 2013

INCORREGIBLES


Pues sí, el pasado jueves 28 asistí por primera vez a la presentación de un libro en el que he estado involucrado directamente. Para ser exactos, acudí a la presentación de “Incorregibles”, un libro de relatos que tiene la suerte (o la desgracia) de contar con dos relatos míos entre sus páginas. El libro nació gracias al Taller de Escritura Creativa de la Universitat Jaume I, que lleva funcionando desde hace ocho años y ha editado ya varios títulos (entre ellos “Los Relatores” y “Los Intachables”), recopilaciones que contienen los mejores relatos de sus integrantes. Este 2013, mi primero en el taller, le ha tocado el turno a “Incorregibles”. En la presentación, además de los autores y la editora (Amelia Díaz, de Urania ediciones) estuvieron presentes escritores de la talla de Joan Pla, famoso por su célebre novela Mor una vida, es trenca un amor. También asistieron Pasqual Mas y Rosario Raro, mis profes, los cabecillas de esta aventura y grandes escritores.
     Y mola. Tras escuchar a los maestros de ceremonias comienza una tanda de lectura de relatos. Unos hacen reír, unos hacen pensar, otros sorprenden. Ninguno deja indiferente. Salgo ahí, leo mi relato y la gente me aplaude y todo. Es una sensación nueva. Agradable. De pronto, soy consciente de que esa píldora de imaginación, sentimientos y memoria que creé hace meses  ha tenido en el público un efecto positivo, sin reacciones adversas. Entonces, soy consciente en primera persona de lo que supone el acto literario en sí. Y lo mejor de todo, soy consciente de que Joan Pla publicó una novela breve titulada El Segrest hace veinte años, novela que narraba las aventuras de una pandilla de adolescentes que veraneaba en Peñíscola, novela que yo leí en el colegio cuando tenía 12 años y novela que (ironías de la vida) ha influido lo suyo en el relato que acabo de leer. Luego voy a Joan Pla y se lo digo. Y de paso me firma su relato, porque resulta que él también es uno de los autores de “Incorregibles”. Por cierto, el relato que leí se titula VERANO DEL 97, al igual que mi próxima novela, que tratará sobre una pandilla de adolescentes que veranea en Benicasim. Y eso es todo. Conclusión: las presentaciones de libros están bien. Y si hubiera cerveza ya sería la bomba, tú.


De izquierda a derecha: Rosario Raro, Joan Pla y Pasqual Mas

Leyendo mi relato



viernes, 8 de febrero de 2013

LA NOCHE DEL TIGRE (RELATO)

Basado en los hechos que tuvieron lugar (o no) durante la noche del 4 de febrero de 2013, en Castellón.  


Carlitos tenía seis años y nunca había ido al circo. Aquella noche de principios de febrero era su primera vez. Acompañado de su abuela Pepa, se introdujo en la carpa y soñó despierto con los payasos y los trapecistas, como cualquier niño de su edad. El espectáculo de las fieras fue sin duda el que más le impactó. Aquel domador fustigaba a las bestias con su látigo sin temor alguno. El público aplaudía boquiabierto y entusiasmado su actuación. Carlitos no salía de su asombro, cuando de pronto, un detalle llamó poderosamente su atención.
—Yaya, ¿esa puerta no está mal cerrada? –preguntó, zarandeando a su abuela.
La pobre Pepa tenía los ojos medio cerrados. Había tenido un día agotador y encima le había tocado llevar a Carlitos al circo.
—¿Qué puerta?
—La de la jaula, ¿lo ves? –dijo Carlitos, señalando hacia la pista.
Pepa se frotó los ojos, miró a su alrededor y vio a la gente disfrutando de la magia del circo.
—No hombre no, qué va a estar mal cerrada. Esa puerta se cierra así.
—Que no, que está mal cerrada –dijo Carlitos, impertinente, con su voz de pito.
—Anda Carlitos, calla y mira el circo. Mira los tigres como rugen. 
Y entonces estalló el griterío. Una de las fieras se abalanzó con todas sus fuerzas contra la jaula y abrió la puerta. El público enloqueció, las sillas volaron por los aires y la carpa del circo se tambaleó debido a la avalancha de personas que huían despavoridas buscando la salida. El domador corrió a cerrar la jaula para evitar que las otras fieras escaparan, pero no pudo evitar que un tigre macho, el más veterano de todos, saltase al patio de butacas y accediese al exterior de la carpa. Carlitos, sentado aún en la silla, pensó que su abuela tenía razón en lo que le había dicho: el circo era el mayor espectáculo del mundo. 

*   *   *

Pablo ya casi no tenía ni para comer. Llevaba cinco años en el paro desde que su pequeña empresa de muebles había quebrado. Como no tenía ahorros no podía marcharse al extranjero a buscar trabajo, así que a sus cuarenta y tres años, estaba condenado a malvivir en las calles de su Castellón natal. Aquella noche sólo le quedaban diez euros en la cartera, y decidió invertirlos al máximo en la última compra que se podía permitir. Salió del Carrefour con lo justo para sobrevivir: productos de las marcas más baratas y con la mayor cantidad de alimento.
Cristian aún estaba peor que Pablo. Él sí que no tenía nada que llevarse a la boca aquella noche. Cuando se dejó los estudios a los dieciséis años para trabajar en la obra, nunca pensó que acabaría en la miseria. Aquellos fueron tiempos de bonanza económica. Cristian, conocido en el barrio como “el Meko”, cobraba un sueldazo que le permitió comprarse un BMW, una moto y fumar marihuana siempre que quisiera. De aquello hacía ya diez años. Desde entonces nunca había pasado un momento tan complicado. Había tenido que vender el coche y la moto para poder subsistir, y eso fue antes de que a su madre le embargaran el piso. Lo único que le quedaba era la afilada navaja en la mano, oculta en el bolsillo del chándal. En las cercanías del parking de Carrefour, agazapado en la oscuridad, “el Meko” acechaba a su próxima presa.        
—Tú. Dame la pasta.
Pablo sintió algo punzante en el cuello y se quedó paralizado.
—¡No, no tengo nada! –gritó asustado.    
—Shhhh… no grites cabrón. Dame la pasta o te rajo.
Pablo se preguntó para sus adentros qué habría hecho para ser tan desgraciado.
—Rájame si quieres, pero esto es todo lo que me queda.
De pronto, un rugido estremecedor les heló la sangre. Lo último que vio “el Meko” fue que algo se le abalanzaba encima. Algo peludo de largos dientes y afiladas garras. Pablo, por su parte, dejó de sentir la presión de la navaja en el cuello y se quedó allí de pie, extrañado, con las bolsas de la compra en la mano. Entonces comenzó a oír un griterío a su alrededor. Las personas huían aterrorizadas del parking de Carrefour. Algunos corrían a refugiarse en el centro comercial, otros se metían dentro de los coches, abandonando los carros llenos. Pablo se dio la vuelta y escudriñó en la oscuridad. Tras él yacía el cuerpo de un joven, y justo a su lado, distinguió una figura de llameantes ojos que le observaba atentamente. Pablo escuchó un rugido frente a él y luego vio una sombra huyendo entre los coches del parking. Estaba casi seguro de haberle olido el aliento a un tigre, pero no se atrevía a creerlo. 

*   *   *

—¡Nena, ponme un Big Mac!
—¿Algo más?
—Y una cervecita.
—¿Algo más?
Julián Santos frunció el ceño y sonrió con picardía.
—Hombre, si me quieres hacer una mamada…
—Aquí no hacemos de eso, señor.
—Pues es una lástima, porque tienes unos morritos muy apetecibles.
—Si no se calla llamaré al jefe –respondió Alexia, sin inmutarse.
—No mujer, al jefe no. Que será un tío mu feo.  

Julián Santos se embuchó la hamburguesa en la mesa del McDonald’s y eructó con todas sus fuerzas. La gente de su alrededor volvió la mirada en su dirección con asco, momento que él aprovechó para saludarles con la mano. “Buen provecho”, les dijo. Luego se levantó al lavabo a orinar, y mientras vaciaba la vejiga se tiró un cuesco que retumbó con fuerza en las paredes. Julián Santos rompió a reír y se sintió orgulloso de haber provocado aquel estruendo con sus tripas. También escuchó gritos procedentes de la sala, y pensó que los había causado él con su ventosidad, lo cual le provocó más risa todavía. Luego se miró en el espejo, se arregló el pelo intentando disimular la calvicie, se frotó la barriga, se colocó bien el cuello de la camisa y se sacó por fuera la cadena de oro con la cruz de Caravaca. Cuando estuvo listo regresó al interior del McDonald’s y lo encontró completamente desierto.
—Coño, ¿dónde estáis? ¿Qué jugamos al escondite o qué?  
Parecía que hubiera pasado un huracán. Julián Santos miró en todas direcciones y no vio a nadie, ni siquiera en el mostrador donde había pedido la hamburguesa. Se encogió de hombros, y sin pensarlo dos veces se acercó silbando a una mesa vacía, cogió una cartera y salió del establecimiento con las manos en los bolsillos. Alexia, acurrucada en la cocina junto al resto de los clientes, vio salir a Julián Santos por la ventana trasera. El hombre caminaba tranquilo, silbando una canción de Los Chichos. No sabía qué le había sorprendido más, si la actitud de aquel señor repugnante, o el tigre que se había colado dos minutos antes por la terraza del burguer. Julián Santos puso rumbo al Caminás, dispuesto a gastarse el dinero en prostitutas, sin percatarse de la sombra felina que le perseguía por detrás.

*   *   *

Carlitos y su abuela regresaban a casa con el susto aún en el cuerpo. La pobre Pepa casi no podía caminar del soponcio. Carlitos, en cambio, estaba muy emocionado.
—Qué guay es el circo, abuela.
—Calla niño, y date aire, que quiero llegar a casa.  
—Pero si yo ando más deprisa que tú.
Pepa no tenía teléfono móvil porque no sabía utilizar aquellos aparatos tan extraños. Ella era de otra época. Y Carlitos era demasiado pequeño para tener móvil. Con lo cual, ninguno de ellos había podido llamar a su familia para pedir ayuda. Cuando llegaron por fin a la plaza Cardona Vives, Pepa sacó la llave del bolso y se dispuso a abrir el portal de su casa. 
—¡Mira yaya! ¡El tigre!
—No digas tonterías, niño –dijo Pepa mientras le daba la vuelta a la cerradura.
—Qué majo es.
La abuela empujó la puerta con la mano y le hizo un gesto a Carlitos para que entrara dentro. Pero Carlitos no le hacía ni caso. Pepa alzó la vista y vio a su nieto abrazado a un enorme tigre de bengala. El animal estaba sentado sobre las patas traseras, en pose majestuosa, mientras Carlitos le acariciaba la frente.
—¿Nos lo podemos llevar a casa, yaya?
—Entra en casa inmediatamente –le dijo su abuela, pálida.
El tigre la miraba con expresión seria, como si oliese su miedo.
—¿Nos lo llevamos?
—No, entra en casa ahora o te juro por dios que te castigaré hasta Nochebuena.
—Jo.
Carlitos, decepcionado, se despidió de su amigo el tigre y entró en el portal. Pepa cerró la puerta a cal y canto. El tigre se quedó allí sentado, observando curioso los movimientos de aquellos dos seres humanos. Luego bostezó mostrando su boca de dientes afilados. La abuela Pepa entró en casa gritando, contándole a su hija y a su yerno lo que había sucedido. Carlitos por su parte fue corriendo a la nevera, cogió un trozo de pollo que había sobrado de la comida, se asomó al balcón y se lo lanzó a su nuevo e inesperado amigo. El tigre se puso en pie y lo olisqueó. Luego lo engulló, rugió y se perdió por las calles de Castellón.