Un lunes de enero, en pleno apogeo del
invierno, cojo la bici y pedaleo hasta el cerro de
la Magdalena. Cuando llego al lugar, encadeno la bici a un árbol y doy un paseo hasta la ermita,
atravesando el bosque de pinos. El paraje es tranquilo y solitario. Nadie diría
que el próximo mes de marzo
esta colina permanecerá abarrotada de gente. Poco
después escalo hasta las ruinas del Castell
Vell. Desde aquí, sentado en
una de las murallas medievales,
la vista no puede ser mejor. Contemplo el arco que
forma la ribera del Mediterráneo
desde Oropesa hasta
el litoral de Almazora, por donde se extienden las huertas de naranjos, que poco a poco
son arrasadas por nuevas y
lujosas urbanizaciones. Admiro desde las alturas mi ciudad,
rodeada de sombras y brumas.
Examino sus edificios apelotonados, sus callejuelas sin salida, sus jardines de asfalto, sus estatuas sin alma, sus fábricas de azulejo vacías, y
por qué no (haremos un esfuerzo) su aeropuerto fantasma. Puedo
intuir sus vértebras,
sus arterias, incluso el latir de su corazón. Y entonces me doy cuenta de que si los antiguos habitantes de Castellón, los que vivieron en esta colina
hace más de setecientos años,
pudieran ver lo que veo yo ahora, llegarían a la conclusión de que más les hubiera
valido no moverse nunca de aquí.
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