lunes, 14 de enero de 2013

¿POR QUÉ LAS MUJERES LLEVAN TACONES?





El otro día fui a la estación para coger un tren. Mientras esperaba en el andén, me llamó la atención una rubia que se apeó de un Euromed. La chica caminaba decidida arrastrando su maleta roja. Vestía una blusa glamurosa, unos vaqueros muy ceñidos, unos zapatos de tacón de aguja y unas enormes gafas de sol que le cubrían el rostro. Lo primero que pensé es que se trataba de alguna famosa, actriz, cantante, presentadora o modelo. Una Anna Simón cualquiera. Parecía que fueran a aparecer los paparazzis de ‘Sálvame’ en cualquier momento. Pero lo que más me sorprendió fue el ruido exagerado de sus tacones, que retumbaban por todo el interior de la estación, provocando un eco metálico. Este detalle me hizo reflexionar, y me sobrevino una duda existencial: ¿para qué sirven realmente los tacones? Sí amigos, hasta los detalles más livianos merecen reflexiones profundas.   
Cuando llegué a casa investigué un poco por internet. Según Desmond Morris, autor de El mono desnudo, las mujeres con las piernas más largas simbolizan la madurez sexual, por lo que unos tacones largos (que provocan el efecto de unas piernas más largas) vienen a describir a una mujer sexualmente disponible. La teoría es interesante y tiene su lógica, aunque dudo que Desmond Morris se calzara tacones alguna vez. Mi novia me ha confesado que los tacones altos son una tortura china, algo insoportable. Ella no suele llevar tacones salvo en bodas y por compromiso (chica lista) por tanto no me puede ayudar mucho en mis investigaciones, así que le pregunto a una amiga que se calza tacones casi a diario.
—Las mujeres nos ponemos tacones para realzar nuestra belleza –me responde.
—¿Para realzarla? Quieres decir para parecer más alta ¿no? 
Pero no. Ahora resulta que la altura no tiene nada que ver.
—Bueno, es verdad que si una chica es bajita llevar tacones ayuda, pero no creo que esa sea la razón principal. Los tacones dan un aire más femenino y sexy.     
Por lo visto, eso de que la mujer se calza tacones para parecer más alta es un eufemismo. La respuesta de mi amiga me dejó un tanto intrigado: “femenino”, “sexy”, son palabras que no me aclaran nada. Esa misma noche, le expongo el tema a mi amigo Rafa, un gran librepensador, y entre caña y caña, me explica su curiosa teoría:
—No te creas nada. Se los ponen para pisar fuerte. Para que suenen bien, y cuanto más mejor.
—¿Tú crees?
—Sí. En realidad tiene mucho que ver con la teoría evolutiva: es una manera de reafirmarse ante el mundo, una forma muy sonora de destacar entre la multitud que la rodea, lanzando al vuelo un mensaje subliminal: “miradme, machos alfa, aquí estoy”.
—Ya. Digamos que para ti los tacones sirven para que una mujer se desmarque del rebaño. Para que todos los hombres se fijen en ella.
—Exacto –contesta tajante.
—¿Y qué pasa si se fijan en ella pero luego no les resulta atractiva? Quiero decir, los tacones pueden llamar mucho la atención, pero no hacen milagros. Hablando claro: ¿también usan tacones las feas?
—Por supuesto. Si una chica no es muy agraciada, razón de más para usarlos, porque sus tacones causarán respeto y admiración, y también placer a algún que otro depravadillo. De todas formas, dudo que la chica que viste en la estación fuera fea. ¿Me equivoco?
—No. Al contrario. Parecía muy guapa.
—Claro, es que esa tía está buena y lo sabe dice Rafa, bebiendo de su caña esas son las peores.
Me hace reflexionar de nuevo. Hay algo en su argumentación que no me cuadra.
—Pero entonces, si es tan guapa y lo sabe ¿qué necesidad tiene de ponerse tacones y mandar ese mensaje subliminal de “miradme, machos alfa, aquí estoy”?
Rafa enmudece y mira fijamente al techo, pensativo. Luego suelta una carcajada.
       —Es que el caso de esa muchacha no era un “miradme, machos alfa”, era más bien un “miradme perdedores, machacárosla con mi recuerdo porque no estoy a vuestro alcance”.
          

lunes, 7 de enero de 2013

LA PLANA (RELATO)


Un lunes de enero, en pleno apogeo del invierno, cojo la bici y pedaleo hasta el cerro de la Magdalena. Cuando llego al lugar, encadeno la bici a un árbol y doy un paseo hasta la ermita, atravesando el bosque de pinos. El paraje es tranquilo y solitario. Nadie diría que el próximo mes de marzo esta colina permanecerá abarrotada de gente. Poco después escalo hasta las ruinas del Castell Vell. Desde aquí, sentado en una de las murallas medievales, la vista no puede ser mejor. Contemplo el arco que forma la ribera del Mediterráneo desde Oropesa hasta el litoral de Almazora, por donde se extienden las huertas de naranjos, que poco a poco son arrasadas por nuevas y lujosas urbanizaciones. Admiro desde las alturas mi ciudad, rodeada de sombras y brumas. Examino sus edificios apelotonados, sus callejuelas sin salida, sus jardines de asfalto, sus estatuas sin alma, sus fábricas de azulejo vacías, y por qué no (haremos un esfuerzo) su aeropuerto fantasma. Puedo intuir sus vértebras, sus arterias, incluso el latir de su corazón. Y entonces me doy cuenta de que si los antiguos habitantes de Castellón, los que vivieron en esta colina hace más de setecientos años, pudieran ver lo que veo yo ahora, llegarían a la conclusión de que más les hubiera valido no moverse nunca de aquí.

      




martes, 18 de diciembre de 2012

LAS CENAS DE EMPRESA

Mediados de diciembre, fin de semana. Al caer la noche, las calles de la ciudad se llenan de “caminantes” con destino a las tascas. No hay duda, las cenas de empresa  han llegado y hoy, te guste o no, te toca salir de farra con los compañeros de trabajo. Durante estos días nos encontramos con situaciones realmente increíbles. Por ejemplo, será el único día del año en que verás a unos señores (a unos señores de pelo blanco, para ser exactos) haciendo el ridículo en la pista de la discoteca. Unos señores que por mucho que se empeñen ya no toleran el alcohol como antaño, se emborrachan como críos, ligan descaradamente con las compañeras de trabajo y le gastan bromas al jefe (esa palmadita en la mejilla “qué pasa cabroncete”) bromas de las que el lunes se pueden llegar a arrepentir. Esto puede parecer una mera sucesión de tópicos, pero lo cierto es que estas cosas ocurren de verdad.

Dale caña Germán, que hoy cae la secretaria
     Si hay algo peor que un adolescente fanfarrón que quiere ir de adulto, es un adulto fanfarrón que quiere ir de adolescente. Y de esto último están llenas las cenas de empresa. Está claro que todo el mundo tiene derecho a divertirse y a hacer el cabra, aunque sólo sea una vez al año, pero hay comportamientos que resultan, como mínimo, reprochables. Muchos de estos señores llevan tanto tiempo sin salir que piensan quemar las naves en una sola noche, y eso puede desencadenar algún que otro conflicto generacional. El clímax del asunto llega de madrugada, en la discoteca, cuando el pureta de turno se desmarca de su grupo y se dedica a acosar a las veinteañeras (que podrían ser sus hijas) para demostrarse a sí mismo y a los demás que, pese al paso de los años, su virilidad sigue intacta. Qué queréis que os diga, a mí esa actitud sí que me da grimilla.
     Hay personas que saben salir de fiesta a los cuarenta, a los cincuenta y a los sesenta si hace falta. Sólo se necesita un poquito de dignidad y de “espíritu joven”. Y de regularidad también (lo que no se puede es salir una vez al año y pretender ser el puto amo como antes, y encima, exigir que toda aquella persona con veinte años menos se arrodille ante ti). En el fondo, lo que les cuesta aceptar a estos señores no es la edad, que es muy relativa, es el hecho de que hace mucho tiempo que dejaron de ser los reyes del mambo, que sus mujeres les cortaron las alas hace siglos y que la época de vacilarle a las jovencitas ya pasó. Ahora quizás sean los putos amos del almuerzo y el carajillo, pero desde luego como tiburones de discoteca dan vergüenza ajena.

¿Has visto a algún caminante?
Venir a las tascas hoy es como estar en un capítulo de The Walking Dead —me dice mi amigo Rafa, mientras nos tomamos una birra, inmersos entre la multitud de las cenas de empresa, casi aplastados, en una esquina de las tascas. 
—Ves demasiado la tele, tío. 
Rafa sonríe sarcásticamente. 
No, es verdad. Cuando estoy en una aglomeración me entra el complejo de Rick Grimes.


jueves, 13 de diciembre de 2012

YO NO SOY MANUEL VICENT


Esto es lo que ocurre si pronuncio mi nombre cinco veces 
                                    delante del espejo.
Me llamo Manuel y escribo desde que tenía doce años. Cuando era pequeño me decían que tenía nombre de escritor, y supongo que eso terminó influyendo de forma decisiva en mi carácter. En aquel entonces escribía disparates con un boli bic y un bloc de papel. Hoy en día lo hago con un ordenador y un blog digital, aunque sigo escribiendo disparates. Eso no ha cambiado. Aquí podréis leer mis artículos y mis relatos, y también adquirir alguna de mis novelas. Pero antes de comenzar, me gustaría aclarar un asuntillo que entronca directamente con el título de este blog: yo no soy Manuel Vicent, el escritor famoso. Tampoco soy el hijo de Manuel Vicent. Ni el nieto, ni el sobrino, ni el ahijado. Ni siquiera somos parientes. Ojalá. Si lo fuéramos, probablemente no me estarías leyendo en este blogucho perdido de la mano de Dios, sino en algún periódico de renombre, y quizás un par de novelas mías habrían visto la luz en Alfaguara. En realidad, el único parentesco que nos une (además de la tierra que nos vio nacer) es el de la pasión por escribir. Y si uno pretende abrirse camino en el turbulento mundillo de la escritura, llamarse igual que el autor de Tranvía a la Malvarrosa es, más que una ayuda, una putada. ¿Os imagináis a un nuevo escritor que se llame Miguel de Cervantes? ¿O Juan Marsé? ¿O Arturo Pérez? Es para pensárselo ¿eh? 
     —Búscate un nombre artístico –me decían.  
    Y eso hice. Parecía la mejor solución. Comencé a darle vueltas a la cabeza en busca de seudónimos, motes y apodos, cada cual de ellos más ridículo, cada cual de ellos más alienante: Manuel *******. Lo escribí en un folio en blanco, lo observé en silencio y lo leí en voz alta. La primera vez tuvo su gracia. La segunda ya no tanto. La tercera sentí cierta incomodidad. Así que lo consulté con un amigo.
     —Rafa, ¿qué te parece este nombre para mí?
     —¿Qué nombre?
     —Manuel *******.
     Mi amigo soltó una carcajada.
     —Suena a anuncio de compresas, colega.   
     Y lleva razón. Es como esa cuenta de correo electrónico que te abriste a los dieciséis con un nombre espantoso, y que aún conservas, pero ni se te pasa por la cabeza decírsela a nadie, y menos aún a tu jefe. Porque no cuela. 
Elanillodepoder75@hotmail.com ya no cuela.
     Por todo ello, he llegado a la conclusión de que ponerse un apodo es algo grotesco, esperpéntico, que diría Valle-Inclán. Y después de mucho pensarlo, he decidido no renunciar a mi verdadero nombre. Realmente no era tan complicado: podría haber usado el apellido materno (algo que mi padre jamas me hubiese perdonado), o buscar un buen seudónimo, como hicieron Lewis Carroll, Pablo Neruda y tantos otros. Pero no. Manuel Vicent. Ahí, con un par. Es más, no sólo no me cambio el nombre, sino que pienso explotar esta feliz coincidencia al máximo, y sin ningún tipo de remordimiento. Si lo dice mi DNI, no es delito (y quizás hasta me ahorre faena de posicionamiento en los buscadores). De todas formas, coincidencias e ironías aparte, creo que hay sitio para dos Manueles Vicents en este mundo. El primero es un escritor consagrado que ha dedicado su vida a la literatura y al periodismo. Uno de los grandes. El otro justo acaba de saltar a la arena.