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jueves, 27 de noviembre de 2014

LA ISLA DE MARIO

Esta será la portada de mi novela La isla de Mario, que da el salto de Internet al papel de la mano de ACEN editorial. La portada es obra del ilustrador Joaquin Porcar (Caffeine Artwork). 


SINOPSIS: Mario, un joven dibujante de cómics, se muda a vivir a un piso con su novia Penélope, con quien planea casarse. Todo parece ir bien en su vida, pero un día, de la noche a la mañana, sucede lo inexplicable: Mario se despierta en la playa de una remota isla. Y lo que es peor, no recuerda cómo ha llegado hasta allí. Pronto descubre que tiene compañía, pues vagando por la selva se encuentra a Laura, la amiga de la infancia de su prometida Penélope. Laura, una joven valiente y atractiva, es la única persona que puede arrojar algo de luz acerca de su paradero. Por desgracia, al igual que Mario, Laura únicamente recuerda que despertó allí. A medida que pasan los días, ambos entienden que si quieren sobrevivir van a tener que permanecer juntos. Mientras exploran la isla en busca de alimento, tratarán de hallar respuesta a sus múltiples interrogantes: ¿Por qué están allí? ¿Dónde están sus seres queridos? Y lo más importante: ¿cómo escaparán?
Construida mediante flashbacks, La isla de Mario es una novela que desafía el ingenio. Un puzzle en el que encajan casi todos los ingredientes: intriga, drama, amor, humor e incluso terror. Un juego de referencias literarias y cinematográficas que van desde el primer Robinson a Julio Verne, desde El lago azul a Perdidos. Sumérgete en una trama que te absorberá hasta la última página.
Blog de la novela: http://laislademario.blogspot.com.es/

lunes, 7 de abril de 2014

CONVERSACIÓN CON UNA CANI (RELATO)

La literatura es un medio donde todo es posible. Ahí radica su mayor atractivo: que el escritor, mediante su creatividad, puede dar vida a cualquier situación que imagine en su mente e inmortalizarla en negro sobre blanco. Y hablando de situaciones, hoy imagino una que difícilmente podría darse en la vida real. Me refiero a una conversación en profundidad entre dos personas que poco o nada tienen que ver, un choque entre dos seres vivos de caracteres y signos opuestos. Él es un joven universitario amante de la cultura, la literatura, la música y el arte, graduado en filología hispánica y cursando un máster en literatura comparada. Ella trabaja en una peluquería desde que cumplió los dieciocho, su máxima ambición en la vida es ir cada sábado al botellón del parking del polígono y beber con sus amigas hasta perder el conocimiento. En condiciones normales, la posible relación entre estos dos jóvenes sería nula. Pero la realidad es caprichosa, y hoy me dispongo a manipularla para todos vosotros, con el objeto de que ambos se queden atrapados en un ascensor, en concreto entre el tercer y cuarto piso de un ascensor del centro comercial. Para más señas, ella se dispone a comprar alguna baratija en la planta de moda. Él, por su parte, ha venido a buscar las obras completas de Machado en la Casa del Libro. Pero cuando se produce el apagón, todo su mundo se reduce a un cubículo de dos claustrofóbicos metros de anchura.
—Menuda mierda, colega —grita ella.
—No creo que tarden mucho en sacarnos —contesta él, resignado— ya llevamos casi diez minutos aquí dentro.    
—Esta peña no tiene ni puta idea de hacer ascensores —maldice ella, irritada.
La joven dobla las rodillas y se sienta en el suelo con las piernas cruzadas. Permanecen en silencio durante cinco minutos más.  
—¿Tienes un piti, colega? —dice ella, rompiendo el silencio.
Él la mira arqueando las cejas, sorprendido.
—No pensaras fumar aquí… —contesta, en un tono que ella interpreta rápidamente como una clara ofensa hacia su persona.
—¿Qué pasa? ¿A mí me pueden encerrar aquí cuando les dé la gana y yo no puedo fumarme un puto cigarro? ¿O qué?
—Pues qué quieres que te diga, no creo que un zulo como este, sin apenas aire, sea el lugar más adecuado del mundo para fumar.
Ella, desde el suelo, le observa de arriba abajo. Se fija en los libros de poesía que sujeta bajo el brazo, en las greñas descuidadas cayendo sobre su frente, en su barba rala de una semana, en sus bambas deportivas sucias y en su camiseta negra de Metallica.
Finalmente le dedica un gesto de desprecio.  
—Vale, hombre, vale —dice, hastiada. 
Y entonces, ella hurga en el bolsillo de su anorak naranja, saca un cigarro y se lo enciende.
Él la mira boquiabierto.  
—¿Se puede saber para qué me has pedido un cigarro, entonces?
Ella exhala el humo del tabaco y ni tan siquiera le mira.
—Joder, con el rarito —dice.
—¿Cómo me has llamado?
—¿Y cómo coño quieres que te llame si no te conozco? —dice ella, a la defensiva.
—Me llamo Pedro.
—Pos muy bien —contesta ella, molesta.
Pedro se fija en los gigantescos aros de sus orejas, en sus pulseras y en sus múltiples piercings
—Pues si yo soy el rarito, tú debes de ser la Jenny, porque vamos…
La Jenny, enojada porque aquel tipejo acierte su nombre, abre los ojos de par en par.
—¿Y tú qué coño tienes que decir de mi, friki de mierda?
—¿Friki? ¿Friki yo?
—No, mi abuela. Pos claro que tú. ¿Qué no te has mirado al espejo o qué?
Pedro se restriega la mano por la cara, se mira en el espejo y suspira.
—Maldita sea, por qué no me quedaría encerrado con Scarlett Johansson.
—Pos no flipas tú ni na.
Pedro mira la hora en su reloj, luego examina de nuevo el cuadro de los botones y aprieta por vigesimoquinta vez el botón rojo de las emergencias, sin obtener resultado alguno, dado que yo, que soy el autor, considero que este diálogo del ascensor aún puede dar mucho más de sí. Así que el bueno de Pedro decide sentarse en el suelo frente a la joven, que apura las últimas caladas de su cigarro, y abre el libro de poesía de Machado por la primera página.
—Madre mía, y ahora se pone a leer, el notas.
—Sí, deberías probarlo, te vendría bien.
La Jenny, con un rápido movimiento del pie, le tira el libro al suelo.
—¿Tú qué vas de listo?
Pedro, sorprendido ante su brusca reacción, frunce el ceño y pierde la paciencia.
—¿Pero qué haces?
—¿Qué te crees mejor que yo por tener estudios?
Pedro recoge el libro del suelo y lo cierra de golpe con rabia.    
—¿Sabes una cosa? Odio a la gente como tú. Sois una lacra para la sociedad.
—¿Pero qué coño dices, payaso? Si no me conoces.
—Llevo media hora encerrado contigo en este puto ascensor. Claro que te conozco. Te conozco perfectamente. A ti y a todos los de tu calaña. Eres una cani y actúas como las canis. Eres violenta, inculta y no sabes vivir sin ofender a los demás. Me das asco.
—¿Ah, sí? Pues tú eres un chungo que se cree mejor que yo porque lee libros, pero realmente eres un amargao de la vida que se mata a pajas todas las noches, porque las tías buenas pasan de ti. Yo al menos tengo un novio que me quiere y me protege.
—Seguro que es un encanto.
—¡Pos es mucho mejor que tú, pringao!
—Sí, puedo hacerme una idea. ¿A qué universidad… perdón, quiero decir, a qué gimnasio va?  
—¡Uy, uy, uy! Que mala leche te gastas, nene. Pos para que te enteres, a él no le hace falta ir a la universidad, es mazo listo, se ha criado en la calle ¡esa es su universidad!
—¡Oh! Si sigue así llegará a presidente.
—Pues no es un don nadie. Salió de actor en una peli, listo, que eres muy listo.
—¿No me digas? Espera, déjame adivinar ¿de motero extra en las tomas falsas de Tres Metros sobre el cielo? ¿O en las escenas eliminadas de Yo soy la Juani?
La Jenny gruñe.
—¡Al menos él no es un mierdecilla como tú, que te crees muy listo, pero no vales na! —aúlla.
—Cuando salgamos de aquí tienes que presentármelo, será una joyita.
—¡Pues sí! ¡Y te dará dos ostias! ¡O te las daré yo como no te calles!
—Eso me gustaría verlo.
La Jenny no puede aguantar más su ira, afila sus uñas y se lanza con toda su rabia sobre él.
Cuando los técnicos logran abrir las puertas del ascensor, una hora después, encuentran a dos jóvenes tumbados en el suelo.

Ambos yacen tranquilos, desnudos y abrazados.     


miércoles, 8 de enero de 2014

RICARDITO CRECE (Obra de Microteatro)

ESCENA I
Año 1999. Un cuchitril repleto de humo donde un grupo de jóvenes universitarios debaten acaloradamente mientras fuman y beben cerveza. Están sentados en círculo, a modo de asamblea. En uno de los extremos se sienta Ricardito, al que todos llaman “el antifascista”. Apenas ha cumplido dieciocho años. Luce cabello largo, viste ropa raída y lleva un pañuelo palestino enrollado al cuello. Él lleva la voz cantante. 
Ricardito: odio a la gente que se cree mejor que yo por tener un coche más caro o una casa más grande. Son todos unos pijos, unos hijos de papá que te miran siempre por encima del hombro. La culpa es de esta sociedad tan materialista en la que vivimos, que sólo le da importancia al dinero y a las apariencias, pero no a lo que de verdad importa: la justicia y la libertad. Nosotros queremos un mundo mejor ¿no? Pues, ¡tenemos que cambiarlo!

Aplausos.


ESCENA II
Año 2013. Frente a una urbanización de chalets de lujo, lejos de la crisis de la ciudad, dos hombres vestidos de etiqueta se enzarzan en una fuerte discusión que acaba a golpes. Uno de ellos, el más violento, intenta estrangular al otro. Es Ricardito. Ahora es un hombre, y está hecho una furia. Del bolsillo del pantalón saca la llave de su BMW para introducírsela en el ojo a su vecino.  
Ricardito: ¡yo soy mejor que tú!






miércoles, 3 de abril de 2013

INCORREGIBLES


Pues sí, el pasado jueves 28 asistí por primera vez a la presentación de un libro en el que he estado involucrado directamente. Para ser exactos, acudí a la presentación de “Incorregibles”, un libro de relatos que tiene la suerte (o la desgracia) de contar con dos relatos míos entre sus páginas. El libro nació gracias al Taller de Escritura Creativa de la Universitat Jaume I, que lleva funcionando desde hace ocho años y ha editado ya varios títulos (entre ellos “Los Relatores” y “Los Intachables”), recopilaciones que contienen los mejores relatos de sus integrantes. Este 2013, mi primero en el taller, le ha tocado el turno a “Incorregibles”. En la presentación, además de los autores y la editora (Amelia Díaz, de Urania ediciones) estuvieron presentes escritores de la talla de Joan Pla, famoso por su célebre novela Mor una vida, es trenca un amor. También asistieron Pasqual Mas y Rosario Raro, mis profes, los cabecillas de esta aventura y grandes escritores.
     Y mola. Tras escuchar a los maestros de ceremonias comienza una tanda de lectura de relatos. Unos hacen reír, unos hacen pensar, otros sorprenden. Ninguno deja indiferente. Salgo ahí, leo mi relato y la gente me aplaude y todo. Es una sensación nueva. Agradable. De pronto, soy consciente de que esa píldora de imaginación, sentimientos y memoria que creé hace meses  ha tenido en el público un efecto positivo, sin reacciones adversas. Entonces, soy consciente en primera persona de lo que supone el acto literario en sí. Y lo mejor de todo, soy consciente de que Joan Pla publicó una novela breve titulada El Segrest hace veinte años, novela que narraba las aventuras de una pandilla de adolescentes que veraneaba en Peñíscola, novela que yo leí en el colegio cuando tenía 12 años y novela que (ironías de la vida) ha influido lo suyo en el relato que acabo de leer. Luego voy a Joan Pla y se lo digo. Y de paso me firma su relato, porque resulta que él también es uno de los autores de “Incorregibles”. Por cierto, el relato que leí se titula VERANO DEL 97, al igual que mi próxima novela, que tratará sobre una pandilla de adolescentes que veranea en Benicasim. Y eso es todo. Conclusión: las presentaciones de libros están bien. Y si hubiera cerveza ya sería la bomba, tú.


De izquierda a derecha: Rosario Raro, Joan Pla y Pasqual Mas

Leyendo mi relato



viernes, 8 de febrero de 2013

LA NOCHE DEL TIGRE (RELATO)

Basado en los hechos que tuvieron lugar (o no) durante la noche del 4 de febrero de 2013, en Castellón.  


Carlitos tenía seis años y nunca había ido al circo. Aquella noche de principios de febrero era su primera vez. Acompañado de su abuela Pepa, se introdujo en la carpa y soñó despierto con los payasos y los trapecistas, como cualquier niño de su edad. El espectáculo de las fieras fue sin duda el que más le impactó. Aquel domador fustigaba a las bestias con su látigo sin temor alguno. El público aplaudía boquiabierto y entusiasmado su actuación. Carlitos no salía de su asombro, cuando de pronto, un detalle llamó poderosamente su atención.
—Yaya, ¿esa puerta no está mal cerrada? –preguntó, zarandeando a su abuela.
La pobre Pepa tenía los ojos medio cerrados. Había tenido un día agotador y encima le había tocado llevar a Carlitos al circo.
—¿Qué puerta?
—La de la jaula, ¿lo ves? –dijo Carlitos, señalando hacia la pista.
Pepa se frotó los ojos, miró a su alrededor y vio a la gente disfrutando de la magia del circo.
—No hombre no, qué va a estar mal cerrada. Esa puerta se cierra así.
—Que no, que está mal cerrada –dijo Carlitos, impertinente, con su voz de pito.
—Anda Carlitos, calla y mira el circo. Mira los tigres como rugen. 
Y entonces estalló el griterío. Una de las fieras se abalanzó con todas sus fuerzas contra la jaula y abrió la puerta. El público enloqueció, las sillas volaron por los aires y la carpa del circo se tambaleó debido a la avalancha de personas que huían despavoridas buscando la salida. El domador corrió a cerrar la jaula para evitar que las otras fieras escaparan, pero no pudo evitar que un tigre macho, el más veterano de todos, saltase al patio de butacas y accediese al exterior de la carpa. Carlitos, sentado aún en la silla, pensó que su abuela tenía razón en lo que le había dicho: el circo era el mayor espectáculo del mundo. 

*   *   *

Pablo ya casi no tenía ni para comer. Llevaba cinco años en el paro desde que su pequeña empresa de muebles había quebrado. Como no tenía ahorros no podía marcharse al extranjero a buscar trabajo, así que a sus cuarenta y tres años, estaba condenado a malvivir en las calles de su Castellón natal. Aquella noche sólo le quedaban diez euros en la cartera, y decidió invertirlos al máximo en la última compra que se podía permitir. Salió del Carrefour con lo justo para sobrevivir: productos de las marcas más baratas y con la mayor cantidad de alimento.
Cristian aún estaba peor que Pablo. Él sí que no tenía nada que llevarse a la boca aquella noche. Cuando se dejó los estudios a los dieciséis años para trabajar en la obra, nunca pensó que acabaría en la miseria. Aquellos fueron tiempos de bonanza económica. Cristian, conocido en el barrio como “el Meko”, cobraba un sueldazo que le permitió comprarse un BMW, una moto y fumar marihuana siempre que quisiera. De aquello hacía ya diez años. Desde entonces nunca había pasado un momento tan complicado. Había tenido que vender el coche y la moto para poder subsistir, y eso fue antes de que a su madre le embargaran el piso. Lo único que le quedaba era la afilada navaja en la mano, oculta en el bolsillo del chándal. En las cercanías del parking de Carrefour, agazapado en la oscuridad, “el Meko” acechaba a su próxima presa.        
—Tú. Dame la pasta.
Pablo sintió algo punzante en el cuello y se quedó paralizado.
—¡No, no tengo nada! –gritó asustado.    
—Shhhh… no grites cabrón. Dame la pasta o te rajo.
Pablo se preguntó para sus adentros qué habría hecho para ser tan desgraciado.
—Rájame si quieres, pero esto es todo lo que me queda.
De pronto, un rugido estremecedor les heló la sangre. Lo último que vio “el Meko” fue que algo se le abalanzaba encima. Algo peludo de largos dientes y afiladas garras. Pablo, por su parte, dejó de sentir la presión de la navaja en el cuello y se quedó allí de pie, extrañado, con las bolsas de la compra en la mano. Entonces comenzó a oír un griterío a su alrededor. Las personas huían aterrorizadas del parking de Carrefour. Algunos corrían a refugiarse en el centro comercial, otros se metían dentro de los coches, abandonando los carros llenos. Pablo se dio la vuelta y escudriñó en la oscuridad. Tras él yacía el cuerpo de un joven, y justo a su lado, distinguió una figura de llameantes ojos que le observaba atentamente. Pablo escuchó un rugido frente a él y luego vio una sombra huyendo entre los coches del parking. Estaba casi seguro de haberle olido el aliento a un tigre, pero no se atrevía a creerlo. 

*   *   *

—¡Nena, ponme un Big Mac!
—¿Algo más?
—Y una cervecita.
—¿Algo más?
Julián Santos frunció el ceño y sonrió con picardía.
—Hombre, si me quieres hacer una mamada…
—Aquí no hacemos de eso, señor.
—Pues es una lástima, porque tienes unos morritos muy apetecibles.
—Si no se calla llamaré al jefe –respondió Alexia, sin inmutarse.
—No mujer, al jefe no. Que será un tío mu feo.  

Julián Santos se embuchó la hamburguesa en la mesa del McDonald’s y eructó con todas sus fuerzas. La gente de su alrededor volvió la mirada en su dirección con asco, momento que él aprovechó para saludarles con la mano. “Buen provecho”, les dijo. Luego se levantó al lavabo a orinar, y mientras vaciaba la vejiga se tiró un cuesco que retumbó con fuerza en las paredes. Julián Santos rompió a reír y se sintió orgulloso de haber provocado aquel estruendo con sus tripas. También escuchó gritos procedentes de la sala, y pensó que los había causado él con su ventosidad, lo cual le provocó más risa todavía. Luego se miró en el espejo, se arregló el pelo intentando disimular la calvicie, se frotó la barriga, se colocó bien el cuello de la camisa y se sacó por fuera la cadena de oro con la cruz de Caravaca. Cuando estuvo listo regresó al interior del McDonald’s y lo encontró completamente desierto.
—Coño, ¿dónde estáis? ¿Qué jugamos al escondite o qué?  
Parecía que hubiera pasado un huracán. Julián Santos miró en todas direcciones y no vio a nadie, ni siquiera en el mostrador donde había pedido la hamburguesa. Se encogió de hombros, y sin pensarlo dos veces se acercó silbando a una mesa vacía, cogió una cartera y salió del establecimiento con las manos en los bolsillos. Alexia, acurrucada en la cocina junto al resto de los clientes, vio salir a Julián Santos por la ventana trasera. El hombre caminaba tranquilo, silbando una canción de Los Chichos. No sabía qué le había sorprendido más, si la actitud de aquel señor repugnante, o el tigre que se había colado dos minutos antes por la terraza del burguer. Julián Santos puso rumbo al Caminás, dispuesto a gastarse el dinero en prostitutas, sin percatarse de la sombra felina que le perseguía por detrás.

*   *   *

Carlitos y su abuela regresaban a casa con el susto aún en el cuerpo. La pobre Pepa casi no podía caminar del soponcio. Carlitos, en cambio, estaba muy emocionado.
—Qué guay es el circo, abuela.
—Calla niño, y date aire, que quiero llegar a casa.  
—Pero si yo ando más deprisa que tú.
Pepa no tenía teléfono móvil porque no sabía utilizar aquellos aparatos tan extraños. Ella era de otra época. Y Carlitos era demasiado pequeño para tener móvil. Con lo cual, ninguno de ellos había podido llamar a su familia para pedir ayuda. Cuando llegaron por fin a la plaza Cardona Vives, Pepa sacó la llave del bolso y se dispuso a abrir el portal de su casa. 
—¡Mira yaya! ¡El tigre!
—No digas tonterías, niño –dijo Pepa mientras le daba la vuelta a la cerradura.
—Qué majo es.
La abuela empujó la puerta con la mano y le hizo un gesto a Carlitos para que entrara dentro. Pero Carlitos no le hacía ni caso. Pepa alzó la vista y vio a su nieto abrazado a un enorme tigre de bengala. El animal estaba sentado sobre las patas traseras, en pose majestuosa, mientras Carlitos le acariciaba la frente.
—¿Nos lo podemos llevar a casa, yaya?
—Entra en casa inmediatamente –le dijo su abuela, pálida.
El tigre la miraba con expresión seria, como si oliese su miedo.
—¿Nos lo llevamos?
—No, entra en casa ahora o te juro por dios que te castigaré hasta Nochebuena.
—Jo.
Carlitos, decepcionado, se despidió de su amigo el tigre y entró en el portal. Pepa cerró la puerta a cal y canto. El tigre se quedó allí sentado, observando curioso los movimientos de aquellos dos seres humanos. Luego bostezó mostrando su boca de dientes afilados. La abuela Pepa entró en casa gritando, contándole a su hija y a su yerno lo que había sucedido. Carlitos por su parte fue corriendo a la nevera, cogió un trozo de pollo que había sobrado de la comida, se asomó al balcón y se lo lanzó a su nuevo e inesperado amigo. El tigre se puso en pie y lo olisqueó. Luego lo engulló, rugió y se perdió por las calles de Castellón.

lunes, 7 de enero de 2013

LA PLANA (RELATO)


Un lunes de enero, en pleno apogeo del invierno, cojo la bici y pedaleo hasta el cerro de la Magdalena. Cuando llego al lugar, encadeno la bici a un árbol y doy un paseo hasta la ermita, atravesando el bosque de pinos. El paraje es tranquilo y solitario. Nadie diría que el próximo mes de marzo esta colina permanecerá abarrotada de gente. Poco después escalo hasta las ruinas del Castell Vell. Desde aquí, sentado en una de las murallas medievales, la vista no puede ser mejor. Contemplo el arco que forma la ribera del Mediterráneo desde Oropesa hasta el litoral de Almazora, por donde se extienden las huertas de naranjos, que poco a poco son arrasadas por nuevas y lujosas urbanizaciones. Admiro desde las alturas mi ciudad, rodeada de sombras y brumas. Examino sus edificios apelotonados, sus callejuelas sin salida, sus jardines de asfalto, sus estatuas sin alma, sus fábricas de azulejo vacías, y por qué no (haremos un esfuerzo) su aeropuerto fantasma. Puedo intuir sus vértebras, sus arterias, incluso el latir de su corazón. Y entonces me doy cuenta de que si los antiguos habitantes de Castellón, los que vivieron en esta colina hace más de setecientos años, pudieran ver lo que veo yo ahora, llegarían a la conclusión de que más les hubiera valido no moverse nunca de aquí.

      




jueves, 13 de diciembre de 2012

YO NO SOY MANUEL VICENT


Esto es lo que ocurre si pronuncio mi nombre cinco veces 
                                    delante del espejo.
Me llamo Manuel y escribo desde que tenía doce años. Cuando era pequeño me decían que tenía nombre de escritor, y supongo que eso terminó influyendo de forma decisiva en mi carácter. En aquel entonces escribía disparates con un boli bic y un bloc de papel. Hoy en día lo hago con un ordenador y un blog digital, aunque sigo escribiendo disparates. Eso no ha cambiado. Aquí podréis leer mis artículos y mis relatos, y también adquirir alguna de mis novelas. Pero antes de comenzar, me gustaría aclarar un asuntillo que entronca directamente con el título de este blog: yo no soy Manuel Vicent, el escritor famoso. Tampoco soy el hijo de Manuel Vicent. Ni el nieto, ni el sobrino, ni el ahijado. Ni siquiera somos parientes. Ojalá. Si lo fuéramos, probablemente no me estarías leyendo en este blogucho perdido de la mano de Dios, sino en algún periódico de renombre, y quizás un par de novelas mías habrían visto la luz en Alfaguara. En realidad, el único parentesco que nos une (además de la tierra que nos vio nacer) es el de la pasión por escribir. Y si uno pretende abrirse camino en el turbulento mundillo de la escritura, llamarse igual que el autor de Tranvía a la Malvarrosa es, más que una ayuda, una putada. ¿Os imagináis a un nuevo escritor que se llame Miguel de Cervantes? ¿O Juan Marsé? ¿O Arturo Pérez? Es para pensárselo ¿eh? 
     —Búscate un nombre artístico –me decían.  
    Y eso hice. Parecía la mejor solución. Comencé a darle vueltas a la cabeza en busca de seudónimos, motes y apodos, cada cual de ellos más ridículo, cada cual de ellos más alienante: Manuel *******. Lo escribí en un folio en blanco, lo observé en silencio y lo leí en voz alta. La primera vez tuvo su gracia. La segunda ya no tanto. La tercera sentí cierta incomodidad. Así que lo consulté con un amigo.
     —Rafa, ¿qué te parece este nombre para mí?
     —¿Qué nombre?
     —Manuel *******.
     Mi amigo soltó una carcajada.
     —Suena a anuncio de compresas, colega.   
     Y lleva razón. Es como esa cuenta de correo electrónico que te abriste a los dieciséis con un nombre espantoso, y que aún conservas, pero ni se te pasa por la cabeza decírsela a nadie, y menos aún a tu jefe. Porque no cuela. 
Elanillodepoder75@hotmail.com ya no cuela.
     Por todo ello, he llegado a la conclusión de que ponerse un apodo es algo grotesco, esperpéntico, que diría Valle-Inclán. Y después de mucho pensarlo, he decidido no renunciar a mi verdadero nombre. Realmente no era tan complicado: podría haber usado el apellido materno (algo que mi padre jamas me hubiese perdonado), o buscar un buen seudónimo, como hicieron Lewis Carroll, Pablo Neruda y tantos otros. Pero no. Manuel Vicent. Ahí, con un par. Es más, no sólo no me cambio el nombre, sino que pienso explotar esta feliz coincidencia al máximo, y sin ningún tipo de remordimiento. Si lo dice mi DNI, no es delito (y quizás hasta me ahorre faena de posicionamiento en los buscadores). De todas formas, coincidencias e ironías aparte, creo que hay sitio para dos Manueles Vicents en este mundo. El primero es un escritor consagrado que ha dedicado su vida a la literatura y al periodismo. Uno de los grandes. El otro justo acaba de saltar a la arena.