En
una zona remota de la Mancha, durante los tiempos de la posguerra, tuvo lugar
un extraño suceso cuyos ecos aún resuenan en el folclore popular. Aniceto
Contreras, un anciano bondadoso a la par que misterioso, me contó esta historia
en la posada de un pequeño pueblo de cuyo nombre, como diría Cervantes, no
quiero acordarme. Ambos estábamos sentados en la terraza tomando una taza de té.
Ante nosotros se extendían las áridas llanuras que Machado describió tan bien
en sus poemarios. Poco antes de que el reloj diera las seis, el sol del
atardecer se posó en el horizonte arrasando el paisaje con su candidez
incendiaria. Aquel hombre de campo había vivido la mayor parte de su vida en el
siglo XX, por lo que la modernidad de las ciudades en la era de internet le era
del todo desconocida. De hecho, a sus ochenta y cinco años, parecía desconfiar
de cualquier artilugio que no sirviese para trabajar la tierra. He de reconocer
que los relatos que me narró aquella tarde fueron realmente entretenidos, todos
ellos repletos de humor y sabiduría. Por lo que a mí respecta, había decidido
pasar el fin de semana en la soledad de aquellos parajes en busca de una
historia que valiese la pena. Y sin duda la encontré cuando Aniceto, que
también era una persona muy religiosa, me habló de aquella siniestra leyenda
del autobús.
—Debe
usted saber algo, don Manuel: cuando un autobús aumenta bruscamente la
velocidad y supera la barrera de los ochenta kilómetros por hora, ya no hay
vuelta atrás. Es la maldad personificada la que se sienta al volante. Si alguna
vez tiene la ocasión de presenciar un suceso de tales características, espero por
su propio bien que usted no sea uno de los pasajeros. De lo contrario,
santígüese y rece todo lo que sepa.
Miré
sorprendido a aquel anciano mientras sorbía mi taza de té.
—No
le entiendo, señor Aniceto. ¿Por qué me dice eso?
—Porque
el conductor será el mismo diablo, y su última parada en el infierno.
Aniceto
permaneció sereno. No estaba bromeando.
—Usted
verá pocos autobuses por estas tierras —continuó.
—Bueno,
tiene usted razón —dije—, pero eso se debe a que los autobuses circulan lejos
de aquí, por la autovía, y allí sí que alcanzan los ochenta kilómetros por hora,
e incluso los superan. ¿No cree?
Aniceto
permaneció pensativo unos instantes.
—Creo
que no comprende lo que trato de decirle. Aquí no hay autobuses porque nadie quiere
subirse a uno. Preferimos la bici o el ciclomotor para desplazarnos. Incluso yo
me muevo a veces en tractor. Es más seguro.
—Pero,
¿acaso un autobús no es seguro? —pregunté.
—Mire,
hay hechos que nunca podrán ser explicados y que sin embargo son ciertos, tan
ciertos como que el sol se pondrá en menos de una hora.
—¿Por
qué no me explica esos hechos?
El
anciano se quitó las gafas y se limpió los cristales con el pañuelo, se las
colocó de nuevo, tragó saliva y me dirigió una mirada en la que vi asomarse algo
parecido al miedo. Luego señaló con su dedo índice hacia el paisaje yermo:
—Don
Manuel, ¿ve usted aquellas lejanas colinas junto al campo de cereales? Tras
ellas se extienden kilómetros y kilómetros de tierras baldías, tierras que no
albergan más que un mar de piedras y desolación. Por allí, no ha mucho tiempo
que circulaba una antigua carretera comarcal, hoy abandonada y carcomida por la
maleza. Aquella carretera era una vía de conexión entre los pueblos de la zona,
fue reconstruida después de la Guerra Civil y durante años fue muy transitada. Había
pocos coches en aquella época, no como ahora, y es por eso que el transporte
público nos era de gran ayuda a todos los habitantes de la comarca. En aquel
entonces, el medio de transporte más común en el pueblo, como ya habrá podido
adivinar, era el autobús.
—Entiendo.
¿Y por qué ahora no lo es?
—Hubo
un hombre que lo cambió todo. Se llamaba Eladio Contreras.
—Veo
que se apellida igual que usted. ¿Eran parientes?
—En
efecto, es usted muy observador. Eladio era mi tío, y era un auténtico
superviviente de la guerra. Eladio había participado durante dos semanas en la
Batalla de Belchite. Si no murió allí fue porque Dios no quiso. Le faltaban dos
dedos en una mano, tenía restos de metralla y cicatrices por todo el cuerpo.
Sin embargo, la cicatriz más grande que le dejó la guerra quedó grabada en otro
lugar: en su corazón.
—Entiendo.
Fue muy dura la guerra —dije.
Hice
aquella afirmación como si yo mismo la hubiera vivido en mis propias carnes, y
me sentí avergonzado por un instante. Entonces vi como Aniceto se emocionaba,
humedeciendo los ojos.
—Nos
lo contó la misma noche que regresó al pueblo. Yo era un niño de apenas diez
años, pero aún recuerdo su rostro pálido como el de un fantasma. Nada más
entrar en casa se echó a llorar en el suelo de la habitación. Mi padre le ayudó
a tumbarlo sobre el camastro. Cuando se tranquilizó estaba temblando. El
destino había sido cruel con él.
—Todas
las guerras son crueles.
—No
hasta ese punto. Cuando matas en el campo de batalla matas por la patria, matas
por unos ideales. Pero Eladio tuvo la mala fortuna de acometer un acto atroz y
deleznable. Durante la toma del pueblo, tras los bombardeos de la aviación
republicana, comenzaron los combates casa por casa. Él se vio involucrado en
uno de ellos. Mientras perseguía a un soldado franquista al que se la tenía
jurada, se introdujo a oscuras en el sótano de una vivienda. Al bajar por las
escaleras escuchó unos gritos. Mi tío, asustado, abrió fuego a discreción con
su fusil de asalto. Disparó hasta vaciar el cargador. Poco después, el soldado
franquista, que por lo visto aún vivía, encendió su linterna y alumbró la
estancia. El panorama que encontró allí fue aterrador. Una docena de niños acurrucados
en el suelo, sangrando, malheridos. ¡Muertos!
Me quedé
callado, aturdido ante aquella historia tan cruel.
—¿Qué
pasó después? —pregunté.
—Eladio
soltó el fusil y cayó al suelo de rodillas.
—¿Y
por qué no aprovechó el soldado franquista para matarle?
—Porque
le hubiera hecho un favor. Eso es lo que mi tío hubiera querido, morir allí y
descansar para siempre junto a aquellas pobres almas. Pero no, el soldado franquista
le miró fijamente a los ojos y le dijo una frase que bien pudo tratarse de una
maldición: “vivirás, vivirás para que el resto de tus días sean un infierno”. Eladio
logró salir con vida de Belchite. Después de aquella desgracia regresó aquí, al
pueblo, e intentó suicidarse en dos ocasiones, sin éxito. La soga en el árbol
se rompió, y la bala se encasquilló.
—Por
lo que usted me cuenta, Eladio combatió en el ejército republicano. Siendo así,
¿cómo consiguió permanecer en el país después de finalizada la guerra? ¿Cómo
pudo regresar aquí a Castilla sin ser cazado y ajusticiado por la guardia
franquista?
—Gracias
a la familia, que habíamos sido fieles a la causa nacional. Nosotros fuimos
capaces de ofrecerle protección. Si no llega a ser por la ayuda de la familia,
su lealtad a la República le hubiera llevado directamente a una cuneta.
Me
encendí otro cigarro y contemplé el sol rojizo, que brillaba más bajo.
—Es
una historia que pone los pelos de punta.
—Pues
no ha hecho más que empezar.
—Siga,
por favor.
—Usted
se preguntará qué tiene que ver este episodio con lo que le explicaba
anteriormente. Pues bien, es fácil de entender. Eladio, tras la guerra, se
estableció aquí, en el pueblo, a salvo con su familia. Aquí ya no tuvo tiempo
para pensar en las ideas del rojerío. Bastante hizo al seguir viviendo con
aquella pesada carga sobre su conciencia. Gracias a mi padre, que en paz
descanse, consiguió un empleo que le permitiría vivir con una cierta
normalidad. Aquel empleo era, como usted ya podrá imaginar…
—Déjeme
adivinar. ¿Conductor de autobús?
—Así
es. Como le digo, el autobús fue un medio de transporte habitual durante la
posguerra. Cada día salía uno desde la Plaza Mayor, frente al cuartel —dijo,
señalando con el brazo hacia el interior del pueblo—. Eladio había conducido
una camioneta durante la guerra, sabía llevar bien un volante, así que no tuvo
ninguna dificultad en pasar las pruebas e incorporarse al trabajo. El problema
surgió cuando acudió a su puesto el primer día.
—¿Qué
ocurrió?
—Imagínese.
Vino a trabajar ilusionado, con la intención de comenzar una nueva vida y dejar
atrás tanto dolor y sufrimiento. Y sin embargo, lo que hizo fue reencontrarse
con su triste y oscuro pasado. Imagínese su cara cuando subió al autobús y vio
a una quincena de niños sonrientes sentados en las butacas, esperando su
llegada. El autobús escolar. Su trabajo consistía en conducir el autobús
escolar. Velar por unos pobres niños como los que había asesinado. El destino
puede llegar a ser muy cruel con algunas personas. En aquel entonces este
pueblo no tenía colegio propio, por eso los niños de las familias vencedoras
que podían permitirse el lujo de estudiar iban en autobús al colegio de frailes
de la ciudad.
—Pobre,
me imagino su angustia.
—Imagina
usted bien, don Manuel. Aquella misma noche volvió a casa abatido. La expresión
de su rostro era exactamente la misma que al regresar de la guerra. Sufría de una
palidez mortal y su cuerpo temblaba. Nos dijo que no podía aguantar tamaño
castigo. Quería abandonar, pero entonces hubiera dejado en muy mal lugar a mi
padre, que fue quien le recomendó. Así pues, Eladio no tuvo más remedio que
cargar con su pena y acudir a trabajar al día siguiente. Pero al tercer día,
nadie más supo de él.
—¿Por
qué?
—Porque
jamás regresó.
—¿Cómo
que no regresó? ¿Dejó el trabajo? ¿Se escapó?
—Nunca
más supimos de Eladio. Al menos mientras estuvo vivo. Al tercer día desapareció
sin dejar ni rastro. Y lo peor es que en su camino al infierno arrastró de
nuevo a más almas jóvenes, almas inocentes.
Abrí
los ojos de par en par.
—¿Se
refiere a los niños del autobús?
—Me
refiero al autobús entero. Desapareció. Se lo tragó la tierra.
—Pero
eso es imposible. A algún lugar irían a parar. ¿Acaso no se investigó una desaparición
así? ¿No salió en los periódicos? ¿No se encontró el autobús?
Aniceto
negó con la cabeza, con aire melancólico.
—Nunca
los encontraron. Aquellos niños jamás regresaron a sus casas. Y el autobús no
apareció por ninguna parte. Las autoridades hablaron de una conjura de los
rojos, se dijo incluso que fue cosa del maquis, pero en el pueblo nunca lo
creímos.
—¿Y
nunca descubristeis nada acerca del paradero de Eladio?
Aniceto
volvió a hacer una larga pausa. Luego carraspeó y asintió levemente.
—Fue
justo cuando se cumplió un año de la desaparición. Una tarde como la de hoy,
antes del ocaso, un pastor dirigía su rebaño por la vereda en plena
trashumancia. Al pasar cerca de la antigua carretera comarcal, a lo lejos, vio
algo. Al principio pensó que se trataba de un reflejo del sol poniente, luego
descubrió que no, que algo se acercaba a gran velocidad por la carretera levantando
una densa nube de polvo. Aquel pastor no era del pueblo, solo estaba de paso,
pero su testimonio no dejó lugar a dudas: había visto un autobús gris que
circulaba sin ningún control. El vehículo aceleró al máximo en una recta del
camino, y al llegar a la curva, en lugar de aminorar la marcha, aumentó la
velocidad hasta salirse de la carretera. Cuando se adentró en tierra el autocar
comenzó a tambalearse por la pendiente, sin dejar por ello de acelerar. El
motor rugía como una fiera en pleno ataque, mientras sus ruedas pinchadas se
deshacían entre las rocas. Dejó tras de sí un rastro polvoriento que se perdió
en la lejanía. Desde entonces, aquel autobús ha sido avistado en cientos de
ocasiones. Algunos testigos afirman incluso haber visto la tierra abrirse en
dos y tragarse aquel amasijo de hierro junto a sus desgraciados ocupantes.
Otros dicen que en las frías noches de invierno se oyen lamentos de horror entre
los campos, lamentos áridos como la tierra y desconsolados como los de un niño.
La leyenda popular cuenta que si te cruzas el autobús antes de la medianoche,
alguna desgracia está a punto de ocurrirte. De hecho, muchos son los que han
muerto tras su avistamiento, incluido aquel buen pastor, tal como nos contó su
hermano durante la trashumancia del año siguiente.
La
historia de Aniceto me había dejado tremendamente impactado, pero no llegué a
creérmela del todo. Sin duda, a su tío le había pasado algo terrible durante la
guerra, pero de ahí a pensar que había terminado conduciendo un autobús
fantasma que a menudo se les aparecía a los vecinos del pueblo, hay un abismo. No
obstante, como historia fantástica me parecía perfecta, tenía mucha fuerza.
A
las siete y media, cuando la noche cerrada cayó sobre nosotros, me despedí de
Aniceto agradeciéndole su tiempo y me dirigí al coche con la intención de llegar
al hotel de Albacete antes de las diez. Era un largo trayecto. El anciano
intentó convencerme para que me quedase a dormir en la posada del pueblo, pues según
me dijo no era prudente conducir en noche de luna llena. Supersticiones, me
dije a mí mismo. Aniceto me ofreció incluso su casa, pero rechacé su oferta
alegando que ya había reservado una habitación en el hotel. Así que caminé
hasta el solar donde había aparcado, arranqué el coche y conduje hasta las
afueras. La oscuridad de los pueblos de Castilla me pone los pelos de punta. El
alumbrado de las calles es mínimo, solo los faros del coche y la luna me daban
una cierta perspectiva del lugar dónde me encontraba. Tomé la vía de salida del
pueblo y circulé por ella. Durante diez minutos no vi nada, solo un monótono
campo de cereal que acabó transformándose en un solar de piedra. Al final del
camino me topé con una señal de stop
oxidada y me detuve. La carretera me obligaba a cambiar de dirección hacia la
izquierda, y eso es lo que hice. Aceleré y seguí el rumbo, pero a pesar de ello
el paisaje no mejoró. El estado del asfaltado era pésimo, con abundantes baches,
zanjas y agujeros rellenos de gravilla. Pasado un cuarto de hora descubrí que
me había perdido de la forma más tonta. Me puse nervioso al comprobar que no
tenía cobertura en el teléfono móvil, y mi GPS, por su parte, no hacía más que
calcular una y otra vez la ruta sin éxito.
Y fue
entonces cuando divisé dos luces brillantes por el retrovisor. Al verlas me
sentí aliviado, eso significaba que yo no era el único ser vivo que pululaba
por la oscuridad de aquella carretera. Aunque bien mirado puede que sí lo fuera.
Las luces se encontraban aproximadamente a un kilómetro de distancia, pero se
acercaban a mí a gran velocidad. De hecho, en un abrir y cerrar de ojos las
tuve detrás. Mi intención era pedirle ayuda al conductor de aquel vehículo para
salir de allí. Y así lo hice: reduje la velocidad y bajé la ventanilla para
hacerle una seña con el brazo. Sin embargo, cuando aquel vehículo pegó su
parachoques delantero contra el trasero de mi coche, supe que no debía pedirle
ayuda, sino huir de él como alma que lleva el diablo.
Aceleré. Los faros de
aquel vehículo brillaban con una intensidad cegadora, bañando el salpicadero de
mi Ford con una luz blanquecina y
antinatural. Circulábamos a más de cien kilómetros por hora, pero aquel chiflado
me sacudió por detrás con su gigantesco morro de hierro. En esos momentos no
podía pensar con claridad, las manos me temblaban al volante, al igual que el
resto del cuerpo. Pisé fuerte el acelerador, pero él también lo hizo. El morro
de aquel cacharro volvió a impactar con fuerza sobre mi parachoques trasero,
provocando una violenta sacudida que me dejó sin respiración. Sentí que estaba siendo
arrollado, y entonces mi cerebro tomó una instintiva decisión: di un volantazo
y me salí de la carretera. Por unos instantes perdí el control y me tambaleé
violentamente por el mar de piedras hasta que mi coche se detuvo. Mientras el
airbag saltaba, giré la cabeza con rapidez y miré hacia la carretera. Durante
unas milésimas de segundo, la luna alumbró un amasijo de hierro gris
perdiéndose en la oscuridad.