En la sala reinaba el
silencio, y el ambiente estaba cargado con el intenso olor a cera quemada. Los
acusados permanecían de pie sin mover un músculo. Sus rostros se encontraban
parcialmente ocultos por un pañuelo negro que les cubría la cabeza hasta la
altura de los ojos. Sus respiraciones nerviosas se entrecortaban bajo las
telas. A una distancia prudencial, sobre la tribuna, los rostros de los Jurados
imponían su jerarquía de apariencia inalterable. El máximo representante del
Consejo Municipal era un noble de barba encanecida que, sentado sobre el
estrado, revisaba atentamente un pergamino. Sentado a su lado, un clérigo de
ojos azules sostenía un rosario entre sus manos mientras entonaba una oración en
voz baja. Al mismo tiempo, a la derecha de la tarima, el Justicia contemplaba a
los tres acusados, que seguían allí de pie, inmóviles. El salón principal de la
Casa Consistorial se encontraba sumido en la penumbra, iluminado tan sólo por el
fuego de una gran antorcha que se interponía entre los Jurados y los tres
hombres. Llegado el momento, el Justicia carraspeó y quebró el silencio:
—En el año del señor de 1352, la Junta de la Villa de Castelló, presidida
por el Cap del Consell, se ha reunido en un pleno extraordinario para dictaminar
la sanción que se les aplicará a estos tres hombres. Cómo todos sabemos, ante
el brote de peste negra que azota la ciudad, las autoridades han prohibido
terminantemente a los ciudadanos salir al campo como medida de precaución para
no contraer la enfermedad. Sin embargo, y a pesar del toque de queda impuesto,
los tres hombres aquí presentes, Enric de Ximén, regente de la carnicería del
mercado, Abdul de Qasim, coordinador de las aguas de la acequia Mayor, y Astruc
Salomó, tenaz comerciante y agudo prestamista, fueron sorprendidos durante el
día de ayer en los territorios prohibidos de más allá de la muralla, y por esa
razón, no habiendo podido justificar de ninguna manera su presencia en
territorio infestado, recibirán una sanción ejemplarizante.
El Justicia
cedió así la palabra al Cap del Consell.
—Señores
del jurado, consejeros, la situación es alarmante. La muerte negra se expande
con rapidez extrema entre los vecinos. Desde que la pestilencia llegó a
nuestras calles, la población ya no es segura. Los familiares abandonan a sus
seres queridos por miedo al contagio, el hospital está saturado, los médicos no
dan abasto y los cadáveres se amontonan en los caminos desde hace semanas. Pero
a pesar de ello, no podemos permitir que el caos se apodere de la ciudad. Debemos
ser extremadamente cautos con las normas si queremos que nuestro pueblo salga
airoso de esta terrible plaga. Por tanto, no podemos pasar por alto la falta
tan grave que han cometido ustedes tres. La ley exige para los casos de desobediencia
una sanción de cincuenta sueldos.
—Cincuenta
sueldos, qué barbaridad –murmuró Astruc.
—No
obstante –continuó el Cap del Consell, mirando de reojo a Astruc–, desde esta
junta creemos que ni todo el oro del mundo sería capaz de detener el castigo
divino al que estamos siendo sometidos. La ira de Dios no puede ser aplacada
con más riqueza, sino con la fe inherente que habita en el hombre, y sobre
todo, con la penitencia. El señor está furioso por algún motivo que
desconocemos. Nuestro capellán Mosén Francesc cree que la plaga podría tratarse
de un escarmiento por los pecados que ha cometido nuestro pueblo durante los
últimos cien años. Como ustedes sabrán, este mes de marzo hace exactamente un
siglo que la villa abandonó el territorio de sus antepasados y se trasladó a
vivir desde la montaña a nuestro actual emplazamiento en la llanura. Aquel
oscuro peregrinaje tuvo lugar, como sin duda habrán oído en las antiguas
narraciones de nuestros mayores, durante la noche del tercer domingo de
cuaresma.
—Mi
bisabuelo murió aquella noche –interrumpió de pronto Enric de Ximén–, ¡se ahogó
al caer en un lodazal!
Mosén Francesc,
sentado en la parte izquierda del estrado, tomó la palabra.
—Espero que
Dios se apiadara del alma de su pobre bisabuelo, hermano Enric.
—Sin duda.
Lo hizo para salvar a un niño que se había hundido en la ciénaga.
—Así es,
hermanos –continuó Mosén–, el señor ya nos mostró su descontento durante la
misma noche del traslado. La tradición oral así lo recoge: “al bajar de la montaña sobrevino la noche y
la tempestad. Los fangales se convirtieron en una trampa, los niños debían ir
atados para no perderse. Sumergidos en las tinieblas, los mayores decidieron colgar
un candil al extremo del cayado para iluminar el camino, mientras tanteaban el terreno
con cañas para no hundirse.” Sin duda, aquella
tormenta se trataba de una señal divina que nuestros antepasados desoyeron. Tal
vez esta epidemia no nos hubiera alcanzado de haber permanecido en nuestro antiguo
hogar del Castell Vell.
—Señorías –dijo
Abdul de Qasim– mis hijos necesitan comer. El hambre acecha a mi familia. ¡No
puedo permanecer encerrado! ¡Debo ocuparme de regar los campos!
—Le ruego que
se tranquilice, señor de Qasim –pidió el Cap del Consell–. Tal como vemos la
situación, es preciso asegurarse de que tanto usted como el señor Salomó y el
señor de Ximén no han contraído la enfermedad. Para ello, de la misma manera
que esta Junta les exime de pagar la sanción de cincuenta sueldos, también les
envía a cumplir cuarentena a un lugar adecuado para tal fin. Mañana, tercer
domingo de Cuaresma, antes de la salida del sol, Mosén Francesc encabezará una
romería de penitentes que partirá hacia el Castell Vell, donde un regimiento de
soldados sigue al mando del fuerte. Una vez allí, Mosén oficiará una misa en la
capilla dedicada a Santa María Magdalena, a la que dirigirán sus plegarias para
que nos libre de este terrible mal.
—Entonces,
señorías ¿significa eso que nos libramos de pagar la tan exagerada como injusta
sanción de cincuenta sueldos? –preguntó Astruc, con brillo en los ojos.
—Así es,
pero a cambio, ustedes tres deberán acompañar a Mosén Francesc hasta el
castillo de nuestros antepasados y pasar allí los próximos cuarenta días. Si
después de ese tiempo no dan muestras de haber contraído la enfermedad, podrán
regresar a la ciudad. Hasta entonces permanecerán allí, vigilados. La decisión
del jurado es unánime.
—Qué
vergüenza, ya nos tratan como apestados –murmuró Astruc entre dientes.
* * *
Enric,
Abdul y Astruc pasaron la noche aislados en el pequeño calabozo de la Casa
Consistorial, sin apenas espacio para dormir. Antes del amanecer fueron
despertados y llevados ante Mosén Francesc, y una vez junto a él partieron en
dirección a la puerta más septentrional de la villa, donde ya esperaban una
docena de hombres, en su mayoría clérigos equipados con báculos y cayados. Todos
ellos llevaban el rostro cubierto con un pañuelo azul y un candil atado en el
extremo del cayado para alumbrar el camino. Enric, Abdul y Astruc fueron
recibidos con recelo entre los romeros, por lo que Mosén dio órdenes para que
el trío se situara en la retaguardia, manteniendo una distancia prudencial de
cuarenta pasos, mientras Mosén y el resto de penitentes encabezaban la
procesión. Y así, con los primeros brillos del amanecer, la comitiva cruzó la
puerta de la villa y puso rumbo hacia lo que ellos denominaban “el Camí dels
Molins”.
Enric,
Abdul y Astruc caminaban con cierta pasividad cerrando la fila. Y a pesar de
llevar la nariz cubierta con el pañuelo, agradecían el fresco aire primaveral.
—Son unos
bárbaros. No tienen derecho a hacernos esto –dijo Astruc, indignado.
—Deja de
quejarte –le contestó Enric–, cometimos un error y pagaremos por él.
—He oído
que la hija del Gobernador está infectada. Seguro que a ella la tratarán como a
una reina, no la encerrarán en ese oscuro castillo –continuó Astruc.
—Si no te
hubieras empeñado en ir a buscar a aquel campesino que nos debe dinero, nada de
esto habría pasado. ¡Te dije que salir no era buena idea! –remugó Abdul.
Después de
atravesar el palmeral y dejar atrás la villa, la procesión pasó frente a una
alquería habilitada como hospital. Enric, Abdul y Astruc vieron como los
clérigos encabezados por Mosén hacían un alto en el camino, e intrigados, decidieron
alcanzarles para averiguar qué ocurría. Al verles aproximándose, Mosén
retrocedió para abordarles:
—¿Qué
ocurre, Mosén Francesc? ¿Por qué nos detenemos? –le preguntó Enric.
—Algo raro
pasa en el hospital de apestados. Las puertas están abiertas y la valla del
perímetro destrozada. Es muy extraño. El edificio debería estar lleno y en
cambio parece desierto. Entraré a echar un vistazo, pero ustedes no se muevan
de aquí.
Enric,
Abdul y Astruc se quedaron quietos junto a la valla, guardando las distancias
con el resto de los romeros, mientras Mosén, ataviado con su capa y un pañuelo
rojo que le cubría la nariz, se introducía sólo en el oscuro lazareto.
—Ahora
podríamos huir –dijo Abdul–, es el momento perfecto.
—Pero no
tenemos ningún lugar al que huir –contestó Enric, extrañado.
—No le
hagas caso, Enric –dijo Astruc, haciendo una pausa para beber un trago de agua
de su bota de cuero–, ya sabes que Abdul habla mucho pero es un cobarde.
Abdul, al
oír aquello, se abalanzó furioso sobre su compañero para ajustarle las cuentas.
Enric tuvo que interponerse entre ambos para imponer paz.
—¡Basta! Calmaros,
ahora no es momento de discutir –les regañó Enric.
—Qué barbaridad,
qué hombre más violento –dijo Astruc, levantándose del suelo. Astruc se sacudió la túnica, recogió su bota del
suelo y se la colgó sobre el hombro.
De pronto,
un griterío les puso a los tres en alerta. Los clérigos, aterrorizados por
algún motivo, salieron corriendo y se dispersaron por los alrededores del
hospital.
—¿Y ahora
qué les pasa? –preguntó Abdul.
—Definitivamente,
creo que les tenemos horrorizados. Nos temen más que a la propia peste –dijo
Astruc, observando como huían desde la distancia.
Y fue
entonces cuando un murmullo de voces llamó su atención.
—¡Oh, Dios
Santo! –exclamó Enric, mirando tras su espalda.
En aquel
momento, los tres hombres descubrieron que tenían compañía. En efecto, se
encontraban rodeados por una horda de infestados que se aproximaban a paso
lento pero decidido en su dirección. El aspecto de los apestados era
escalofriante. Vestían túnicas sucias y harapientas, lucían un color de piel
amarillento, casi cadavérico, los huesos se les marcaban en sus delgados pómulos
y sus cabellos eran largos y grasientos. Aunque el rasgo más inquietante venía
dado sin duda por los bubones negros que, fruto del contagio, les cubrían el
cuerpo. Abdul vio a uno de los apestados toser y expulsar un hilo de sangre por
la boca. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Rápido,
huyamos! –aulló Abdul.
Los tres
echaron a correr apresuradamente. Debido a la agitación del momento, Astruc
tropezó y cayó al suelo, quedando rezagado así de sus dos compañeros, que no se
percataron del desafortunado percance de su amigo prestamista. Y fue así, de
esta manera, como una docena de infestados se abalanzaron encima del temeroso
judío.
—¡Qué
horror! ¡Qué muerte más terrible me espera! –aulló Astruc, mientras un enjambre
de manos huesudas caían sobre él.
Astruc se
cubrió el rostro con los brazos y rezó una última oración. Cuando sintió un
fuerte tirón en el hombro creyó que había llegado su fin. Aquellos terribles demonios
iban a devorarle sin miramientos. Todo a su alrededor se volvió oscuro. Después
llegó la calma absoluta, el ansiado descanso final con sus antepasados y con Dios.
—Eh, Astruc.
Vamos, levanta del suelo.
—¡Quitadme
las manos de encima, bestias del averno! –aulló Astruc.
—Vamos
Astruc, levanta, que ya se han ido.
Astruc
abrió un ojo y vio a Enric, a Abdul y a Mosén de pie junto a él.
—Ya
entiendo. Debo estar muerto. No hay otra explicación para esta chifladura.
—No estás
muerto –dijo Abdul, riendo–, ¡estás cagado de miedo!
* * *
El Castell
Vell coronaba una pequeña montaña en lontananza. Por fin había amanecido, y la
romería de penitentes seguía su curso tras el breve altercado del hospital.
—Mi bota.
Me han robado mi bota. Me costó seis dineros –se lamentaba Astruc.
—Sin duda
ha sido un incidente desafortunado, mi querido Astruc –dijo Mosén.
—¿Qué ha
ocurrido exactamente en el hospital, Mosén? –preguntó Enric.
—Lo que ha
ocurrido es algo lógico, mi querido Enric. Los infestados se multiplican, y su
locura se vuelve incontrolable. La sed devora su alma, pero tal como me ha
explicado el doctor Birlo, nada se puede hacer para saciarla. Aquellos
desdichados tienen prohibido beber agua hasta que sus cuerpos purguen todo el
mal que llevan dentro. Quizás el doctor debiera encadenarlos a la cama del
hospital para evitar este tipo de revueltas.
—Sólo
querían beber agua, el agua de tu bota –le dijo Abdul, burlándose de él.
—¿Y quién
me pagará los costes de una nueva bota? –preguntó Astruc, indignado.
—Bueno, yo
te dejaré beber de la mía durante el viaje, ¿te parece? –dijo Enric.
Mosén, de
nuevo al frente de la comitiva, bendecía los cadáveres que se iban encontrando por
el camino, junto a las acequias. Y así, tras una hora de camino, Mosén se
detuvo junto a una alquería blanca y anunció que habían recorrido la mitad del
trayecto, y que por tanto, harían una breve parada para almorzar. Aquel era un
paraje bucólico, dominado por los altos pinos, donde nada hacía pensar en la terrible
epidemia que asolaba la región. Enric, Abdul y Astruc se sentaron en el borde
de un pozo de piedra, lejos del resto de penitentes, que habían dejado los
báculos apoyados junto a una pared mientras almorzaban cómodamente en la
alquería, regentada por una familia de honrados agricultores que se
resguardaban de la peste en el interior.
—Ahí están,
comiendo como si nada. Pueden estar tan infectados como nosotros, la diferencia
es que ellos volverán a casa por la tarde –se lamentaba Abdul.
—Sí, es
terriblemente injusto –remarcó Astruc.
Pasados
unos minutos, Mosén se acercó para ofrecerles un trago de vino e higos.
—Vamos,
alegrad esas caras –dijo Mosén–, que no se acaba el mundo.
—Sí, claro.
Para usted es muy fácil decirlo –replicó Astruc.
Mosén le
lanzó una mirada condescendiente y emitió una leve carcajada.
—Mi querido
Astruc, ¿qué voy a hacer contigo? Eres peor que un niño pequeño.
En aquel
momento, un grupo de seis jinetes desarrapados irrumpieron en el camino y
detuvieron bruscamente sus caballos. Mosén cruzó una mirada con el que parecía
el líder, y su instinto le dijo que iban a ser abordados por aquella cuadrilla
de bandidos.
—No os
mováis de aquí, y no hagáis nada extraño –les ordenó Mosén.
Los jinetes
descendieron de sus caballos y se aproximaron. El hombre que tomó la palabra
llevaba un pañuelo negro atado en la cabeza
—Buenos
días, caballeros –dijo el jinete, con voz ronca.
—Buenos
días –contestó Mosén–, ¿qué se les ofrece por estos parajes?
—Nada,
pasábamos por aquí y nos disponíamos a repostar agua en el pozo.
—Estupendo.
Chicos, levantad de ahí y dejad repostar agua a estos señores –dijo Mosén,
refiriéndose a Enric, Astruc y Abdul, que seguían sentados en el borde del pozo.
De pronto,
uno de los jinetes le susurró algo al líder, tras lo cual se formó un pequeño
revuelo entre la banda. Mosén supo que algo no iba bien.
—¿Quién es
él? –preguntó el jinete líder, señalando a Astruc con el dedo.
—Me llamo
Astruc Salomó, comerciante, para servirle –dijo Astruc, tragando saliva.
El jinete
del pañuelo se volvió de nuevo para discutir con el resto de su banda.
—¿Ocurre
algo, hijos míos? –preguntó Mosén Francesc.
—Lo que
ocurre, padre, es que ese hombre es judío –dijo el jinete, mientras Astruc
trataba inútilmente de ocultar la kipá de su cabeza, en un gesto ridículo.
—Así es. ¿Y
qué hay de malo en ello? Todos somos hijos de Dios.
—¿Acaso no
ha oído las historias que se cuentan? Se dice que los judíos son los culpables
de esta plaga, que ellos han envenenado los pozos. Y resulta que el primer
judío que vemos en semanas, está sentado sobre un pozo. ¿No es mucha
casualidad?
—Creo que
se hace usted una idea equivocada, hijo mío –dijo Mosén.
—Me da
igual –dijo el jinete, sacando un puñal de su cintura, acción que imitaron el
resto de sus compañeros–, dadnos todo lo que tengáis de valor o mataremos al
judío.
—Lo siento
hijo mío, pero andamos en penitencia. No tenemos nada de valor.
Los
bandidos se miraron los unos a los otros y sonrieron con maldad.
—En ese
caso le mataremos igualmente. ¡A por él!
—¡Auxilioooo!
–aulló Astruc, llevándose las manos a la cara.
De pronto,
Mosén hundió su brazo bajo la capa y, con un rápido movimiento, blandió una espada ropera que se interpuso en
el camino de los bandidos hacia Astruc.
—¡Atrás!
–gritó Mosén Francesc, amenazándoles con el arma.
Los
bandidos miraron a Mosén con una mezcla de asombro e incredulidad.
—Vaya,
vaya. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un cura peleón? –masculló el jinete.
—¿Acaso
cree que los curas no sabemos defendernos?
El jinete
líder cruzó una mirada con sus compañeros y rompió a reír a carcajadas.
—Esto va a
ser divertido. ¿De verdad piensas vencerme con esa birria de espada?
Pero Mosén
no dejó tiempo para intrigas. Con un rápido movimiento de brazos y piernas,
tiró al jinete al suelo y le colocó la punta de la espada en el cuello. Enric,
Abdul y Astruc no salían de su asombro. Se quedaron boquiabiertos, pues sus
ojos apenas habían captado lo sucedido. Mosén se había movido con la rapidez de
un rayo.
—Ahora
márchate de aquí y llévate a tus hombres, ¿entendido? –le ordenó Mosén.
—Entendido
–contestó el jinete, notando la presión de la espada en su cuello.
Los jinetes
socorrieron a su líder y se dirigieron rápidamente a los caballos.
—Mosén, es
usted un hombre lleno de agradables sorpresas –dijo Enric.
—Gracias
–contestó Mosén, sonriendo–. ¿Qué tal si proseguimos el camino?
—¡Vaya día
me estáis dando! –gritó Astruc.
* * *
Cuando los
romeros llegaron al pie del Castell Vell, un sol radiante brillaba en lo más
alto del cielo. La procesión ascendió por la colina, cruzó las murallas y fue
recibida con solemnidad en el patio de armas por los pocos nobles y caballeros
que aún regentaban el fuerte. Tal como estaba previsto, Mosén Francesc ofició la
misa en la capilla de Santa María Magdalena y después cantó los gozos,
acompañado del clero.
Por la
tarde, Enric, Abdul y Astruc contemplaban la puesta de sol desde lo alto del
torreón cuando Mosén Francesc apareció por la puerta.
—Regresamos
a la Villa, hijos míos. Espero volver a veros dentro de cuarenta días.
—Gracias
por todo, Mosén –dijo Enric, emocionado–, ha sido usted el único que no nos ha
tratado como si fuéramos unos vulgares apestados.
Mosén les
bendijo haciendo la señal de la cruz y se despidió con una sonrisa.
Los tres se
quedaron en completo silencio, admirando el arco litoral que formaba el mar,
junto al cual se extendía la extensa y fértil llanura salpicada de acequias,
arrozales y zonas pantanosas. Enric divisó una ciénaga y se imaginó a su bisabuelo
hundiéndose en ella mientras salvaba al pobre niño de morir ahogado. Abdul de Qasim
distinguió una minúscula embarcación en el horizonte y se acordó de sus hijos.
Se prometió a sí mismo que algún día viviría feliz frente al mar junto a sus
ocho hijos. Y Astruc, bueno, Astruc miró entusiasmado a la pequeña villa
amurallada que se alzaba junto al Palmeral de Burriana y repasó mentalmente a
todos los comerciantes que le debían dinero. Iría en su búsqueda tan pronto
como pasaran los cuarenta días. Pero esa ya es otra historia.