Si pudiéramos escuchar lo que
piensan los demás de nosotros, probablemente no nos quedaría ni un amigo en el
mundo. Algo así le sucedía al personaje de Kelly, la American Choni que interpretaba Lauren Socha en la serie de
televisión Misfits. Para los que
nunca han visto la serie, Kelly, además de choni, era una joven que apenas confiaba en los demás porque tenía la increíble
facultad de escuchar las cosas (generalmente guarrindongas) que pensaban de ella.
Nosotros, por suerte, no tenemos ese superpoder. En cambio, tenemos otro mucho
más sano, y sobre todo, mucho más entretenido: el poder de saber lo que piensan
los demás del vecino. Para ello, nos basta únicamente con dar una vuelta por el
barrio. Porque, admitámoslo ya: en este país somos muy chafarderos. Nos
encanta murmurar. Xarrem massa, que se dice en mi ciudad. Eso sí, tenemos
el detalle de hacerlo cuando el blanco de los chismorreos no está delante
nuestro.
Kelly sabe lo que estas pensando |
Antiguamente las señoras
criticaban en el mercado, los hombres en el bar. En invierno se criticaba
alrededor de la chimenea, haciendo calceta, y en verano sacando las hamacas a
la acera, a ver quién pasaba. También se estilaba mucho lo de criticar por
teléfono, llevando la silla al lado del mueble (que luego con la factura te daba un patatús). Era un hábito que se aprendía desde bien temprano, en el colegio. Hoy
en día la alcahuetería está llegando a la era digital gracias a las nuevas
generaciones, que extienden el deporte nacional por distintos canales como Facebooks, Messengers o Whatsapps. Pero
es que lo llevamos en el ADN: nos gusta rajar, criticar, censurar y acusar a
todo hijo de vecino. A amigas y amigos, a familiares, parientes, herederos,
conocidos o desconocidos. Qué más da. Por el mismo precio criticamos al
panadero, a la señora frutera, a la cajera del supermercado, al mecánico, al
funcionario, al camarero, a la cartera y hasta al médico de cabecera. Aquí no
se libra ni dios. Y el motivo es lo de menos. Siempre existe alguna estúpida razón
para despellejar a alguien, y si no existe se inventa, que aquí somos muy duchos
en imaginación.
Yo vivo en barrio donde se conoce todo el mundo. El otro día bajé a comprar el pan, y la mujer que me despachó estaba hablando (es decir, rajando) con otra señora sentada (atención al detalle) en una silla al lado del mostrador, junto al estante del pan integral, ahí, como si formara parte de la decoración. De pronto, una mujer pasó por delante del escaparate, y ellas, sin cortarse un pelo, comenzaron a murmurar: “oy, oy, oy, mira a la Paquita qué traje más feo se ha comprado”. Y la otra que le responde: “¿y qué me dices del marido? Es un sin vergüenza, si baja todas las noches al bingo y se sienta con una rubia”. Que yo iba a decirle “señora, ¿y usted cómo lo sabe? ¿Es que tiene espías en el bingo o qué?”. Que probablemente me hubiera contestado “no, es que me robó dos líneas prácticamente cantadas”. Luego, cuando ya salía de la panadería, encontré a una niña de unos doce años sentada en los escalones de la entrada, con el Smarthphone, que casi era más grande que ella, toqueteando la pantalla. Le dije: “¿qué tal niña? ¿Con el Whatsapp?”. Me contestó: “Sí, contándole a mis amigas que a Paquita se los ponen bien puestos”.
Yo vivo en barrio donde se conoce todo el mundo. El otro día bajé a comprar el pan, y la mujer que me despachó estaba hablando (es decir, rajando) con otra señora sentada (atención al detalle) en una silla al lado del mostrador, junto al estante del pan integral, ahí, como si formara parte de la decoración. De pronto, una mujer pasó por delante del escaparate, y ellas, sin cortarse un pelo, comenzaron a murmurar: “oy, oy, oy, mira a la Paquita qué traje más feo se ha comprado”. Y la otra que le responde: “¿y qué me dices del marido? Es un sin vergüenza, si baja todas las noches al bingo y se sienta con una rubia”. Que yo iba a decirle “señora, ¿y usted cómo lo sabe? ¿Es que tiene espías en el bingo o qué?”. Que probablemente me hubiera contestado “no, es que me robó dos líneas prácticamente cantadas”. Luego, cuando ya salía de la panadería, encontré a una niña de unos doce años sentada en los escalones de la entrada, con el Smarthphone, que casi era más grande que ella, toqueteando la pantalla. Le dije: “¿qué tal niña? ¿Con el Whatsapp?”. Me contestó: “Sí, contándole a mis amigas que a Paquita se los ponen bien puestos”.
Hay que ver lo rápido que aprenden las nuevas generaciones.