Conocí
a Lucía hace dos años, en un oscuro rincón de la discoteca. Aquella noche de
sexo desenfrenado pronto se convirtió en una relación estable, y a los pocos
meses nos fuimos a vivir juntos a un piso del centro. Durante los dos primeros
años todo fue bastante bien, salvo por algunas peleas esporádicas y sus
correspondientes reconciliaciones. Pero en la última pelea, hace dos meses, ella
ya no me perdonó. Al contrario, me sustituyó por Fernando, un pringadete que
gana mucha pasta pero que no sabe hacer ni la o con un canuto. ¿Y sabéis qué es
lo más gracioso del caso? Que ella no sabe que me hice una copia de la llave, y
que llevo dos meses viviendo en el pequeño desván del piso con un portátil, una
linterna, una manta, una almohada y un cubo para las necesidades. Soy como un
preso de ETA en su zulo, con la diferencia de que por la mañana, cuando ella se
va a trabajar, puedo bajar a atracar la nevera y a vaciar el maloliente cubo.
Suelo aprovechar también para llamar a mis padres y decirles que todo va bien. La baja “por depresión” es un gran invento. Nadie me echa de menos.
Lucía y Fernando ya han comenzado a discutir
por el tema de la comida (ella cree que se la come él y le culpa por ello. Y
eso es estupendo). He hecho varios agujeros en el suelo del altillo, desde
ellos puedo observar todos sus movimientos. El soplagaitas de Fernando trabaja
mucho y entre semana está poco en casa. Por eso los viernes por la noche,
cuando llega, quiere sexo, pero no siempre lo tiene, primera porque Lucía es
como es (y por lo visto, lo es con todos) y segunda porque gracias a la poción
mágica que le vierto en su botella de agua (la que guarda en el segundo estante
de la nevera y solo usa él por ser un repipi escrupuloso) Fernando ya va por la
cuarta diarrea semanal. La cagalera del viernes empieza a ser toda una
tradición para él. Y claro, así no hay quién eche un quiqui.
Bueno, pues hoy es el cumpleaños de Lucía, y
yo tengo una sorpresa preparada. Se acabaron las diarreas, se acabó jugar al
escondite. Hoy toca algo serio. El número del siglo. Lucía es morena, y yo
tenía cierta debilidad por las rubias, en especial por una llamada Elsa, una
diosa griega que me regaló una inolvidable noche de placer (algo que ella nunca
me perdonó, y que me condujo directamente a esta situación). Lucía, como todos
los viernes, llega a casa a las cuatro de la tarde, y Fernando no llegará hasta
las diez de la noche. Para entonces, yo ya he realizado las gestiones
pertinentes. A las nueve y media, mientras Lucía ultima los preparativos de la
cena romántica con el vino, las velas y el pastel de carne en el horno, llaman
a la puerta de casa y abre.
—Hola, ¿está Fernando?
Es una rubia despampanante que viste únicamente
una gabardina y un picardías rojo debajo.
—¿Perdón? –responde mi ex, desconcertada.
—¿Es el 4º B? He recibido una llamada de
Fernando Arias para realizar un servicio especial a las diez.
—¿Qué servicio?
—Un trío. Tú debes de ser Lucía ¿verdad
cariño? Yo soy Tracy –le contesta, sonriendo.
Lucía le cierra la puerta en los morros y se
tumba llorando sobre el sofá.
—Oye, ¿y a mí el desplazamiento quien me lo
paga? –vocea Tracy tras la puerta.
Fernando llega en quince minutos y no pasa ni
del felpudo. Lucía se abalanza sobre él, le suelta un sopapo en toda la cara,
le grita “¡cabrón, no vuelvas más!” y le cierra de un portazo. Ni yo lo habría
planificado mejor.
Fernando intenta llamarla al móvil varias
veces, pero ella le cuelga. Y si no lo hace ella lo hago yo. No sé si os he
dicho que, gracias a unos somníferos muy potentes y a un coleguilla pirata, me
hice con una copia de sus tarjetas del móvil. De esta manera, le envío un
WhatsApp a Fernando que reza lo siguiente:
Lucía dice: Eres un cagón. Y la tienes pequeña. No me llames más.
Y eso no es todo. A las once y media la llamo
al móvil.
—Hola Lucía, soy yo, Ángel.
—Hola ¿cómo estás? –dice, tratando de sobreponerse.
—Feliz cumpleaños –digo, poniendo vocecita.
—Muchas gracias.
Trato de no gritar, para que no me escuche hablar por encima del techo.
—¿Qué tal? ¿Lo estás celebrando? —le pregunto.
Se hace el silencio.
—Bueno, sí –contesta ella secamente.
—Un momento ¿y esa voz? ¿Has estado llorando?
Lucía lanza un débil gemido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco muy bien. ¿Qué te ha
pasado?
En ese momento, rompe a llorar tan fuerte que
la oigo más desde el piso de abajo que por el auricular del móvil.
—Todos los tíos sois unos cabrones –dice,
sollozando.
—Oh, vamos, cálmate. Ya sabes que siento
mucho lo que te hice. Fue un error, un pequeño desliz. Dime ¿necesitas
compañía? ¿Quieres que vaya a verte y me cuentas lo que te ocurre?
Ahí me he marcado un tanto.
—Haz lo que quieras –dice, sin dejar de
llorar, y colgando en seco.
Poco después, como le ocurre siempre que
tiene un disgusto fuerte, se queda dormida en el sofá, momento que yo aprovecho
para bajar del altillo, ir al lavabo, asearme, pasar de puntillas frente a
ella, salir de casa, ponerme los zapatos en el rellano y llamar al timbre de la
puerta desde fuera. Ella me abre poco después, destrozada por los nervios. Me
mira con lágrimas en los ojos, como si nunca antes me hubiera visto, y cae
rendida sobre mis brazos.
—Nunca pensé que diría esto, Ángel, pero te he echado mucho de menos durante este tiempo –me dice, entre lloriqueos.
—Deja de llorar, nena. Recuerda que soy tu Ángel de la guarda: siempre estoy a tu lado.
—Nunca pensé que diría esto, Ángel, pero te he echado mucho de menos durante este tiempo –me dice, entre lloriqueos.
—Deja de llorar, nena. Recuerda que soy tu Ángel de la guarda: siempre estoy a tu lado.