domingo, 15 de septiembre de 2013

EL ÁNGEL DE LA GUARDA (RELATO)

Conocí a Lucía hace dos años, en un oscuro rincón de la discoteca. Aquella noche de sexo desenfrenado pronto se convirtió en una relación estable, y a los pocos meses nos fuimos a vivir juntos a un piso del centro. Durante los dos primeros años todo fue bastante bien, salvo por algunas peleas esporádicas y sus correspondientes reconciliaciones. Pero en la última pelea, hace dos meses, ella ya no me perdonó. Al contrario, me sustituyó por Fernando, un pringadete que gana mucha pasta pero que no sabe hacer ni la o con un canuto. ¿Y sabéis qué es lo más gracioso del caso? Que ella no sabe que me hice una copia de la llave, y que llevo dos meses viviendo en el pequeño desván del piso con un portátil, una linterna, una manta, una almohada y un cubo para las necesidades. Soy como un preso de ETA en su zulo, con la diferencia de que por la mañana, cuando ella se va a trabajar, puedo bajar a atracar la nevera y a vaciar el maloliente cubo. Suelo aprovechar también para llamar a mis padres y decirles que todo va bien. La baja “por depresión” es un gran invento. Nadie me echa de menos.
Lucía y Fernando ya han comenzado a discutir por el tema de la comida (ella cree que se la come él y le culpa por ello. Y eso es estupendo). He hecho varios agujeros en el suelo del altillo, desde ellos puedo observar todos sus movimientos. El soplagaitas de Fernando trabaja mucho y entre semana está poco en casa. Por eso los viernes por la noche, cuando llega, quiere sexo, pero no siempre lo tiene, primera porque Lucía es como es (y por lo visto, lo es con todos) y segunda porque gracias a la poción mágica que le vierto en su botella de agua (la que guarda en el segundo estante de la nevera y solo usa él por ser un repipi escrupuloso) Fernando ya va por la cuarta diarrea semanal. La cagalera del viernes empieza a ser toda una tradición para él. Y claro, así no hay quién eche un quiqui.

Bueno, pues hoy es el cumpleaños de Lucía, y yo tengo una sorpresa preparada. Se acabaron las diarreas, se acabó jugar al escondite. Hoy toca algo serio. El número del siglo. Lucía es morena, y yo tenía cierta debilidad por las rubias, en especial por una llamada Elsa, una diosa griega que me regaló una inolvidable noche de placer (algo que ella nunca me perdonó, y que me condujo directamente a esta situación). Lucía, como todos los viernes, llega a casa a las cuatro de la tarde, y Fernando no llegará hasta las diez de la noche. Para entonces, yo ya he realizado las gestiones pertinentes. A las nueve y media, mientras Lucía ultima los preparativos de la cena romántica con el vino, las velas y el pastel de carne en el horno, llaman a la puerta de casa y abre.   
—Hola, ¿está Fernando?
Es una rubia despampanante que viste únicamente una gabardina y un picardías rojo debajo.
—¿Perdón? –responde mi ex, desconcertada.
—¿Es el 4º B? He recibido una llamada de Fernando Arias para realizar un servicio especial a las diez.
—¿Qué servicio?
—Un trío. Tú debes de ser Lucía ¿verdad cariño? Yo soy Tracy –le contesta, sonriendo.   
Lucía le cierra la puerta en los morros y se tumba llorando sobre el sofá.
—Oye, ¿y a mí el desplazamiento quien me lo paga? –vocea Tracy tras la puerta.
Fernando llega en quince minutos y no pasa ni del felpudo. Lucía se abalanza sobre él, le suelta un sopapo en toda la cara, le grita “¡cabrón, no vuelvas más!” y le cierra de un portazo. Ni yo lo habría planificado mejor.
Fernando intenta llamarla al móvil varias veces, pero ella le cuelga. Y si no lo hace ella lo hago yo. No sé si os he dicho que, gracias a unos somníferos muy potentes y a un coleguilla pirata, me hice con una copia de sus tarjetas del móvil. De esta manera, le envío un WhatsApp a Fernando que reza lo siguiente:

Lucía dice: Eres un cagón. Y la tienes pequeña. No me llames más.

Y eso no es todo. A las once y media la llamo al móvil.
—Hola Lucía, soy yo, Ángel.
—Hola ¿cómo estás? –dice, tratando de sobreponerse.
—Feliz cumpleaños –digo, poniendo vocecita.
—Muchas gracias.
Trato de no gritar, para que no me escuche hablar por encima del techo.
—¿Qué tal? ¿Lo estás celebrando? —le pregunto.
Se hace el silencio.
—Bueno, sí –contesta ella secamente.  
—Un momento ¿y esa voz? ¿Has estado llorando?
Lucía lanza un débil gemido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco muy bien. ¿Qué te ha pasado?
En ese momento, rompe a llorar tan fuerte que la oigo más desde el piso de abajo que por el auricular del móvil.
—Todos los tíos sois unos cabrones –dice, sollozando. 
—Oh, vamos, cálmate. Ya sabes que siento mucho lo que te hice. Fue un error, un pequeño desliz. Dime ¿necesitas compañía? ¿Quieres que vaya a verte y me cuentas lo que te ocurre?
Ahí me he marcado un tanto.
—Haz lo que quieras –dice, sin dejar de llorar, y colgando en seco.
Poco después, como le ocurre siempre que tiene un disgusto fuerte, se queda dormida en el sofá, momento que yo aprovecho para bajar del altillo, ir al lavabo, asearme, pasar de puntillas frente a ella, salir de casa, ponerme los zapatos en el rellano y llamar al timbre de la puerta desde fuera. Ella me abre poco después, destrozada por los nervios. Me mira con lágrimas en los ojos, como si nunca antes me hubiera visto, y cae rendida sobre mis brazos.
     —Nunca pensé que diría esto, Ángel, pero te he echado mucho de menos durante este tiempo –me dice, entre lloriqueos.
     —Deja de llorar, nena. Recuerda que soy tu Ángel de la guarda: siempre estoy a tu lado.





miércoles, 3 de julio de 2013

POR QUÉ NOS GUSTA LA PLAYA

Cuando llega el verano nos gusta ir a la playa, torrarnos al sol, pegarnos un chapuzón y mostrar orgullosos el tipito (y lo de orgullosos vale tanto para los que se han pasado todo el año machacándose en el gimnasio como para los que se lo han pasado criando tripa a base de chorizo y morcilla: ambos muestran el tipito orgullosos. Creedme. Que esto es España). 
Cuando éramos pequeños la playa tenía un encanto especial. Bueno, como casi todo lo que nos sucedía de niños. Aún recuerdo lo bien que me lo pasaba haciendo castillos de arena con mi cubo de plástico, enterrándome hasta la cabeza, nadando con la colchoneta hinchable y, para acabar, zampándome el bocata de mortadela que me había preparado mi madre. Y la verdad es que en aquel entonces tampoco necesitabas mucho más para pasarlo genial.    
Cuando te haces mayor las distracciones ya son diferentes. Nos gusta ir a la playa, sí, pero por motivos distintos. Seamos sinceros: la playa es un lugar donde hace un calor insoportable, sudas como un pollo y te llenas de arena hasta los mismísimos, luego intentas mejorarlo bañándote en el mar, para descubrir que sólo has conseguido llenarte el cuerpo de sal, y que todo te pica de mala manera. No estamos hablando del paraíso terrenal precisamente. Pero entonces, ¿por qué narices adoramos tanto ir a la playa?


Dicen que a los hombres nos gusta el fútbol porque nos retrotrae a la infancia. Creo que con la playa sucede algo parecido. Cuando vamos a la playa conectamos con el espíritu de nuestra infancia, el de los castillos y el flotador, el espíritu de la inocencia y de la falta de responsabilidad, y aunque sólo sea un espejismo, por momentos creemos sentirnos como niños de ocho años. Claro que tampoco somos tontos. Resulta que ahora, reparamos en pequeños detalles que en la niñez nos pasaban un tanto desapercibidos, como por ejemplo, que la rubia que pasea por la orilla viste un minúsculo tanga amarillo. Sólo un tanga.          
Cuando cumples cierta edad, hay dos formas de ir a la playa: con toda la familia, en plan dominguero (con la sombrilla, la nevera y las sillas plegables) o en plan íntimo (sólo o con tu pareja). Lo de ir con la familia es la fórmula ganadora, la española, sin complejos. Y lo de ir tu solo queda un poco triste. Te miran raro. “Uy, mira a ese chico sólo”, susurran a tus espaldas. Que a mí eso me da rabia. Cuando vemos a una chica sola en la playa no pasa nada,  pensamos “nada, está descansando, la pobre”. Pero cuando vemos a un tío sólo, ay amigo, (nótese la cara de maruja desconfiada total): “algo raro has hecho para acabar aquí solo”.
Por eso lo mejor es ir con tu pareja. Claro que sí. Y buscar una playa tranquilita, poco frecuentada y sin agobios. Lo malo es que hay mucha gente que busca esa playa tranquilita, y al final, pasa lo que pasa: que justo enfrente de ti y de tu novia planta su hamaca una chica en topless. Y tú te haces el loco, mientras notas la guadaña a escasos centímetros de ti, en la mirada enfurecida de tu novia. Que casi te lanza rayos por los ojos. Y tú decides no mirar. Hasta que no hay más remedio, claro, porque al iros a bañar y pasar por su lado…
—¡Hola! te saluda–. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¡Dos besos!
Tu ex. No la veías desde la facultad. Y a ti se te ocurre pararte a hablar con ella, y hasta presentársela a tu novia. Que no se diga. De perdidos al rio. Y tu ex lo que parece haber perdido es la parte superior del bikini. Y tú, que hoy no te libras de la bronca ni de coña. En fin. Esta anécdota me recuerda otra cosa: lo poco que nos gusta encontrarnos a conocidos en la playa. Es algo que no terminamos de asimilar. Ver al jefe, a la secretaria o al butanero en tanga. Se hace raro ¿eh? Tal vez sea porque en la playa se pierden las clases. Y también la clase. En la oficina o en la discoteca cada uno es como es: pijo, casual, hipster o cani. En la playa todos somos unos catetos en bañador. O sin él.  
Así que hoy decido ir a la playa con mi amigo Rafa. Una sesión de colegueo bajo el sol, sin sobresaltos. Rafa se lo monta bien en la playa: el tanga, la sombrilla, el tabaco y la toalla. Ambos lucimos nuestros cuerpos serranos bajo el sol de media tarde. Mientras le relato el encuentro fortuito con mi ex y la pelotera posterior de mi novia, Rafa se enfunda las gafas de sol, enciende un cigarro y muerde la boquilla con los dientes.
—Pues tu ex en el instituto ya estaba bien buena –dice–, ahora debe estar que se rompe.
—Ese no es el tema, hombre. Te he preguntado si te parece normal la reacción que tuvo mi novia. ¿Qué opinas al respecto?
—¿Qué qué opino?
—Sí.
Mi amigo Rafa le da una calada al cigarro y exhala el humo con fuerza.  
—Que parecemos maricones, tete.    
    



lunes, 17 de junio de 2013

CORINA POR CORINNA

Hace unos meses nos enteramos que el rey tenía una amante rubia llamada Corinna, y ahora, de la noche a la mañana, y sin quererlo ni beberlo, nos han clavado un programa en prime time titulado “un príncipe para Corina”. En serio, ¿a nadie le parece extraño?
     ¿Qué ha pasado aquí? ¿Casualidad? ¿Está de moda el nombre? ¿Hay un boom de Corinas y no nos habíamos enterado? ¿O quizás es una cortina de humo brutal para que no se hable de la otra Corinna? Yo me inclino más por esto último.   
     Puede que suene algo rebuscado, pero si te fijas, tiene su lógica. La otra Corinna (la de las dos enes) fue un personaje muy incómodo para la Casa Real, una mosca cojonera. La amante del rey, nada menos. Todos sabíamos que el rey era muy campechano y que le iba la marcha, incluso conocíamos el nombre de sus antiguas amantes (Bárbara Rey, Sara Montiel o Raffaella Carrá). Pero ninguna de ellas había supuesto un escándalo tan grande como Corinna, la de los chanchullos con Urdangarín, la que viene a España para hacerse un lifting y operarse el pecho de gorra. Estas informaciones causaron bastante revuelo en los medios (no es para menos) y arruinaron la imagen de la Monarquía en un tiempo récord.
     Los que dicen que “estas cosas con Franco no pasaban” tienen razón. En la dictadura, ante un suceso similar, se secuestraban los periódicos que hiciesen falta, un par de tiros al aire y problema resuelto. Ahora, en la era de Internet ¿cuál es la solución? ¿Cómo hacemos para intentar lavar la imagen de la Monarquía? Aborregando al personal. No es tan complicado. Si lo que quieres es que la gente se olvide de un personaje público, no intentes silenciarlo, simplemente crea uno mejor con el mismo nombre. Y sobre todo, crea uno que sea más mediático. Uno del que hablen todas las generaciones, especialmente las más jóvenes. Crea un programa lleno de petardos y de frikis que no deje indiferente a nadie, con lo último en telebasura. Que deje huella de verdad. En realidad sabían bien cómo hacerlo, y lo han hecho. El fenómeno Corina ha revolucionado las redes sociales. La prueba es que si tecleas “Corina” en Google, en los resultados aparece quien aparece: la joven. 
     Pero hay más cosas que me hacen sospechar. Las últimas noticias apuntan a que el programa es un fraude. Que los participantes son actores, que algunos han salido incluso en series de TV como ‘Cuéntame’ y ‘La que se avecina’. Todo suena a precipitación, a chapuza, a guión escrito de antemano. En fin, puede que sea un paranoico y que adore la teoría de la conspiración. Puede que todo haya sido una estrategia de Mediaset para aprovechar el filón mediático de la otra Corinna. Es posible. Sea como sea, la cuestión es: dentro de unos meses, ¿de quién nos acordaremos cuando oigamos el nombre de Corina? ¿De la "amiga entrañable" del rey? ¿O del programa petardo?
     



miércoles, 15 de mayo de 2013

LA CRISIS DE LOS 30

 

Ya hace algunos meses que le doy vueltas a esto de cumplir treinta años. Treinta años, treinta. Como en los carteles de las corridas de toros: “seis toros, seis”. Que por cierto nunca he sabido por qué anuncian el seis dos veces. ¿Es que no basta con una? Pues con los treinta ocurre igual. Antes, con veintitantos, llegaba el día de tu cumpleaños y simplemente te decían “felicidades”. Ahora, con una sonrisa irónica y una palmadita en la espalda, te dicen: “felicidades ¿eh? Treinta años, treinta”. Y entonces tú desearías embestir. 


LO QUE IMPLICA EL NUMERITO
La gente me dice que apenas he cambiado. Tanto en lo físico como “en lo demás”. Ahora bien, mientras lo primero está bien visto (esta persona no envejece, se cuida, etc.) lo segundo (no cambiar “en lo demás”) no está tan bien visto. Y menos cuando cumples los treinta. Esta sociedad acepta de buena gana al Dorian Gray de turno que vende su alma al diablo a cambio de la eterna juventud, pero castiga con el ostracismo a todo aquel que se niega a cambiar “en lo demás”. Y es que cumplir treinta años implica que todo el mundo espera de ti un cambio importante, puede que incluso drástico, “en lo demás”. Implica que la gente, a partir de ahora, espera ver en ti a una persona adulta que haga cosas propias de un adulto. Implica que los comportamientos y actividades de los jóvenes veinteañeros (no digamos ya de los adolescentes) nunca más serán adecuados para tu edad. Ahora eres un adulto. Tú creías que lo eras desde los dieciocho, pero no. Eso es lo que te hicieron creer. A los dieciocho eras un niñato. Podías votar y conducir, sí, pero seguías fumando porros y haciendo el capullo con tus compañeros de la facultad. Ahora eso ya no se te permite. Al menos moralmente. Así que prepárate para tu nueva vida. Se acabaron las borracheras con los colegas. Se acabó hacer lo que a ti te dé la gana. Se acabó tu libertad. Ahora te toca casarte, comprarte un piso, tener hijos, abonarte al plus, echar barriga, perder el pelo y palmar. Esa es la vida que te espera. O al menos, la vida que los demás esperan de ti. Acabas de descubrir el significado del término “presión social”. Felicidades, ése es tu regalo de cumpleaños.   
     Los expertos llaman a este marrón “La crisis de los 30”, una etapa de cambios estructurales donde te replanteas tu vida entera y te afanas por lograr el éxito laboral y sentimental antes de los 35. Porque si no lo logras serás un auténtico fracasado. De ahí que la gente se vuelva loca intentando cambiar “en lo demás”. 

MADURA YA, COPÓN
Pero, ¿qué pasa si decides no cambiar “en lo demás”? Nada. Que eres un inmaduro. Que no eres como toca. ¿Y eso tiene consecuencias? Por supuesto. Te apartarán a un lado. Ya lo irás notando. Pero vayamos al grano de una vez: madurar. Yo no digo que uno no deba madurar. Al contrario, es un proceso importantísimo para el desarrollo de una persona. Pero desde luego, tengo claras una serie de cosas en lo que al término madurar se refiere, entre ellas las que menciono a continuación: 
  • Si madurar significa dejar de soñar y de crear cosas nuevas, yo soy un inmaduro. 
  • Si madurar significa dejar de sentir la emoción de un niño, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de salir con los colegas, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa abrazar una vida rutinaria y gris, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa quitarse de la cabeza “esas tonterías”, yo soy un inmaduro.   
  • Si madurar significa esbozar “esa sonrisa” de resignación, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa sentar la cabeza para pensar con el culo, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa ahorrar para la vejez y votar a la derecha, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de vestir zapatillas y vaqueros, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa comprarse un Audi para demostrarle al mundo que no te afecta la crisis (ni la de los 30, ni la económica), yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa preferir la injusticia al desorden, yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa, en definitiva, acatar sin chistar las directrices que te marca la sociedad, abrazar las modas, lo fácil, las apariencias y la falsedad… yo, rotundamente, soy un inmaduro.

     Y puede que sea un inmaduro. Eso me da igual. Lo que no me da igual, lo que no aguanto, es que vengan a darme lecciones sobre qué es madurar. Porque a lo mejor, mi visión de la madurez es diferente a la suya; porque a lo mejor, lo que nos hace madurar no son los años ni el progreso material, sino las experiencias vitales, buenas y malas (aprenderás más de las malas); porque a lo mejor, lo que para ellos significa madurar, para mi es morir en vida. Y puede que a lo mejor, ese niño que llevo dentro, ese niño que llevamos todos dentro y que nos empeñamos en matar cada día, en el fondo, nos ayude a sobrevivir. 
     Para todo lo demás, bienvenidos sean los 30, maldita sea.

miércoles, 17 de abril de 2013

LOS VIDEOCLUBS

     Hay que ver cómo han cambiado los videoclubs. Bueno, algunos no han cambiado, directamente han desaparecido. Otros han mutado en una tienda de chinos de todo a 1 €. Y de los pocos que quedan, ya no sabes si estás en un videoclub o en una tienda de bolsos de imitación. El otro día entré en el videoclub del barrio, así por curiosidad, y le pregunté a la dependiente “perdone,  ¿qué tienen películas?”. “Sí, claro, allí en el estante del fondo”, me respondió. Y yo “¿seguro? Es que no las veo”. Y era cierto, aún quedaba una estantería con películas. Eran todas las de Crepúsculo, pero sí, quedaban películas. También estaba Follador y Caballero, pero ese ya es otro tema… ejem, sí, bueno, fue el título que me llamó mucho la atención. Además, mi amigo Rafa ya me había hablado de ella en alguna ocasión.  
Para mí, el hecho de ir a alquilar una peli tenía un encanto especial. ¿Os acordáis de aquellas tardes interminables en el video club de la esquina, tratando de decidir con tu pareja qué cinta llevarte a casa? Es una lástima, porque eso se está perdiendo. “Yo por mí vería la de Almodóvar”, te decía tu novia, “pero elige la que tú quieras ¿eh?”. Y veías la de Almodóvar sin chistar, por supuesto. Aún me acuerdo de la última vez que alquilé una peli en el videoclub. Fue hace años, y lo recuerdo bien porque ese mismo día, casualidades de la vida, lo acababa de dejar con mi novia de entonces. Tranquilos. No fue nada importante. Una tontería de dos años. Y yo me dije, qué coño, vamos a celebrarlo: hoy me alquilo la que a mí me da la gana.
No, ahora en serio, aquella noche, la noche de la ruptura, una amiga me dijo que un buen remedio para evadir mis penas amorosas era el cine. “Ponte una buena peli. Ya verás, te hará sentir bien, te hará reflexionar”. Y le hice caso. Cogí y me bajé al videoclub a alquilar una peli. Mi amiga, la pobre, lo dijo con toda la buena intención del mundo, pero estaba equivocada.
Ni puto caso. Lo último que necesitas en esos momentos es reflexionar –me dice mi amigo Rafa, que ahí donde lo veis, sabe mucho de relaciones.
Te doy la razón.
Y lo único que pensarás es que el cabroncete del prota se está cepillando a Scarlett Johansson, mientras tú estás de nuevo y oficialmente a pan y agua.  
Hay que tener cuidado. Una mala película en un momento delicado puede deprimirte más de lo que imaginas. Por tanto, si atraviesas una situación similar, mi consejo es que vayas a pasear, a correr, a bailar, a nadar, a los clubs, al Caminás… pero no te recomiendo que veas una película. No te lo recomiendo porque en esos momentos de inestabilidad emocional, alquilar una peli es como empezar a salir con alguien: necesitas saber de qué va, necesitas leerte la sinopsis antes de volverla a cagar, y luego pensar “no, otra romántica-coñazo ni de coña… ya he tenido bastante”. En momentos así, las películas deberían ser todo lo contrario: un polvo rápido y sin sentimientos. Por eso tienes que elegir bien lo que ves y tener en cuenta tu nuevo estado anímico. Deja pasar un tiempo prudencial antes de volver a ver cine. Descarta los pastelones, eso es para quinceañeras enamoradas. Comienza una nueva dieta rigurosa pero efectiva. Empieza con el western, con pelis de tipos rudos, tipos duros, deja que Clint Eastwood sea tu héroe (¿acaso no lo es?), sigue con las de mafia, déjate apadrinar por Corleone, prueba con las de acción y no le hagas ascos a las pelis de artes marciales. Bruce Lee es dios y Chuck Norris es su único profeta. Arrodíllate ante Charles Bronson. Cuanta más testosterona mejor. Es lo que necesitas.
Poco a poco recuperarás tu masculinidad herida, cambiarás las palomitas por cerveza y tendrás el valor para entrar de nuevo en el videoclub y enfrentarte a tus miedos. Al menos es lo que hizo Rafa. Me cuenta que una vez, tras salir de una relación tormentosa, se propuso algo que nunca antes había hecho: entrar en la sala de películas X del videoclub, sonreírle a la dependiente mientras le cobraba el alquiler de Follador y Caballero e invitarla al cine esa misma noche.  
Por cierto, ella le dijo que no.



miércoles, 3 de abril de 2013

INCORREGIBLES


Pues sí, el pasado jueves 28 asistí por primera vez a la presentación de un libro en el que he estado involucrado directamente. Para ser exactos, acudí a la presentación de “Incorregibles”, un libro de relatos que tiene la suerte (o la desgracia) de contar con dos relatos míos entre sus páginas. El libro nació gracias al Taller de Escritura Creativa de la Universitat Jaume I, que lleva funcionando desde hace ocho años y ha editado ya varios títulos (entre ellos “Los Relatores” y “Los Intachables”), recopilaciones que contienen los mejores relatos de sus integrantes. Este 2013, mi primero en el taller, le ha tocado el turno a “Incorregibles”. En la presentación, además de los autores y la editora (Amelia Díaz, de Urania ediciones) estuvieron presentes escritores de la talla de Joan Pla, famoso por su célebre novela Mor una vida, es trenca un amor. También asistieron Pasqual Mas y Rosario Raro, mis profes, los cabecillas de esta aventura y grandes escritores.
     Y mola. Tras escuchar a los maestros de ceremonias comienza una tanda de lectura de relatos. Unos hacen reír, unos hacen pensar, otros sorprenden. Ninguno deja indiferente. Salgo ahí, leo mi relato y la gente me aplaude y todo. Es una sensación nueva. Agradable. De pronto, soy consciente de que esa píldora de imaginación, sentimientos y memoria que creé hace meses  ha tenido en el público un efecto positivo, sin reacciones adversas. Entonces, soy consciente en primera persona de lo que supone el acto literario en sí. Y lo mejor de todo, soy consciente de que Joan Pla publicó una novela breve titulada El Segrest hace veinte años, novela que narraba las aventuras de una pandilla de adolescentes que veraneaba en Peñíscola, novela que yo leí en el colegio cuando tenía 12 años y novela que (ironías de la vida) ha influido lo suyo en el relato que acabo de leer. Luego voy a Joan Pla y se lo digo. Y de paso me firma su relato, porque resulta que él también es uno de los autores de “Incorregibles”. Por cierto, el relato que leí se titula VERANO DEL 97, al igual que mi próxima novela, que tratará sobre una pandilla de adolescentes que veranea en Benicasim. Y eso es todo. Conclusión: las presentaciones de libros están bien. Y si hubiera cerveza ya sería la bomba, tú.


De izquierda a derecha: Rosario Raro, Joan Pla y Pasqual Mas

Leyendo mi relato



viernes, 1 de marzo de 2013

¿QUÉ ES LA MAGDALENA?



Foto sacada de: "¡Viva el Viernes!"

       La gente que no es de Castellón no entiende la Magdalena. ¿Las fiestas patronales? Sí, claro. Y luego dicen que nos dedicamos a comer magdalenas durante toda la semana. Nada. Ni idea. Hay que vivir en Castellón para conocer bien lo que representan las fiestas de la Magdalena. Dejando a un lado el rollo jerárquico-social de las reinas, las damas, las madrinas, la Junta de Fiestas, las familias, las rencillas y las envidias (asuntos donde no voy a entrar, porque no me apetece, más que nada) lo cierto es que estas fiestas significan algo especial para todo aquel que ha crecido en esta bendita ciudad. Pero ¿por qué? ¿Cómo le explicaríais a un guiri que esto no es sólo fiesta y sangría, que es algo más? ¿Cómo le haríais entender lo que representan las fiestas de la Magdalena para que lo entendiera?
       La Magdalena es el olor a pólvora, es el estruendo de la mascletá bajo el sol de mediodía. Es la blusa, la boina y el pañuelo. Es el chato en el Mesón del Vino, es comer cacao, tramús y llonganissa seca con tus amigos de siempre. La Magdalena huele a tarde soleada de sábado, a cabalgata del Pregón, a tumulto, a petardos, carrozas, alegría y confeti. La Magdalena es la borrachera que no hace daño, la que hasta una madre ve con buenos ojos. Es el castillo de fuegos al anochecer, la verbena de la plaza, el cubata de garrafón de la colla y el cachondeo incesante. La Magdalena es el continuo desfile de gente, gente de todas las edades y condiciones, gente por todas partes, familiares, amigos, conocidos, amigos de amigos y amigos de conocidos. La Magdalena es la provincia entera concentrada en las calles de la capital, es no querer mear en la calle por vergüenza y terminar haciéndolo de todas formas. La Magdalena es no aparecer por casa, ver a tu madre como mucho media hora al día, comer un bocadillo por ahí y no saber qué cenarás, eso si al final cenas. Es acabar resopando churros (o desayunando, según se mire) a las seis de la mañana. La Magdalena es romería matutina, es motocarro engalanado, es la canya, la dolçaina y el tabalet. Es la extensa huerta de naranjos ante ti, es bocadillo de faves y bota de vino. Es el enésimo concierto de Mojinos, de Seguridad Social o de Camela. Es caerse de sueño y aún así seguir de fiesta. La Magdalena es, como se suele decir, Festa Plena. Es, en definitiva, una semana que no parece tener fin, que termina por pura inercia y que, aunque agradezcas su fin (por salud, más que nada) en el fondo la alargarías una semana más.
        Felices fiestas a todos.

viernes, 22 de febrero de 2013

Y ESE QUE TANTO HABLA

     Hoy en día, si no hablas de la crisis no eres nadie. No vales la pena. Si tienes un blog de opinión pero no expones tus teorías acerca de cómo salir de la crisis, parece que estés haciendo el idiota. ¿Relatos? ¿Novelas? ¿Reflexiones que no son de economía? ¿A quién demonios le importa eso? 
     Y es que la crisis sigue siendo el tema estrella. Yo ya no sé de qué hablaremos cuando salgamos de ella. Desde hace varios años, en este país todo el mundo es experto en economía. En las tertulias ya no se habla de otra cosa. Y me refiero a las tertulias más o menos serias, no al cachondeo de cuando vas de cañas (que ahí se sigue hablando de CR7 y de las tetas de Anna Simón). Debido a la nueva coyuntura económica (que ya no tiene nada de nueva, porque vamos para cinco años, y sumando) ha surgido en nuestro entorno social un nuevo y odioso personaje: el listillo que se las sabe todas para salir de la crisis. Piensa un poco, seguro que tú también conoces a alguno. Estoy hablando de ese ejecutivo emprendedor, ese que aprovecha cualquier ocasión para comerte la oreja con los últimos datos del paro, ese que lleva una aplicación en el móvil para seguir de cerca la prima de riesgo. Ese que tanto habla, y que se llena la boca con todos los pormenores de la economía mundial, que él conoce a la perfección (y tú no). Ese jefe que domina al dedillo los entresijos y las tendencias actuales del mercado. Que dan ganas de decirle “oiga, si sabe usted tanto por qué no llama a Rajoy y se lo cuenta, que a lo mejor eso no se le ha ocurrido a él”. A este espécimen que esbozo, ahí donde lo veis, con su elegante traje, su Smartphone de 400 pavos y su pinta de neo yuppie, le importa un rábano la crisis. “Es que vivías por encima de tus posibilidades”, te regaña. Y es el mismo pedante que en 2003 te decía que pidieras el préstamo para comprarte el Audi. La situación económica de este personaje no ha cambiado desde entonces. Su discurso sí. Es lo que él entiende por “adaptarse a los nuevos tiempos”.
          
 

viernes, 8 de febrero de 2013

LA NOCHE DEL TIGRE (RELATO)

Basado en los hechos que tuvieron lugar (o no) durante la noche del 4 de febrero de 2013, en Castellón.  


Carlitos tenía seis años y nunca había ido al circo. Aquella noche de principios de febrero era su primera vez. Acompañado de su abuela Pepa, se introdujo en la carpa y soñó despierto con los payasos y los trapecistas, como cualquier niño de su edad. El espectáculo de las fieras fue sin duda el que más le impactó. Aquel domador fustigaba a las bestias con su látigo sin temor alguno. El público aplaudía boquiabierto y entusiasmado su actuación. Carlitos no salía de su asombro, cuando de pronto, un detalle llamó poderosamente su atención.
—Yaya, ¿esa puerta no está mal cerrada? –preguntó, zarandeando a su abuela.
La pobre Pepa tenía los ojos medio cerrados. Había tenido un día agotador y encima le había tocado llevar a Carlitos al circo.
—¿Qué puerta?
—La de la jaula, ¿lo ves? –dijo Carlitos, señalando hacia la pista.
Pepa se frotó los ojos, miró a su alrededor y vio a la gente disfrutando de la magia del circo.
—No hombre no, qué va a estar mal cerrada. Esa puerta se cierra así.
—Que no, que está mal cerrada –dijo Carlitos, impertinente, con su voz de pito.
—Anda Carlitos, calla y mira el circo. Mira los tigres como rugen. 
Y entonces estalló el griterío. Una de las fieras se abalanzó con todas sus fuerzas contra la jaula y abrió la puerta. El público enloqueció, las sillas volaron por los aires y la carpa del circo se tambaleó debido a la avalancha de personas que huían despavoridas buscando la salida. El domador corrió a cerrar la jaula para evitar que las otras fieras escaparan, pero no pudo evitar que un tigre macho, el más veterano de todos, saltase al patio de butacas y accediese al exterior de la carpa. Carlitos, sentado aún en la silla, pensó que su abuela tenía razón en lo que le había dicho: el circo era el mayor espectáculo del mundo. 

*   *   *

Pablo ya casi no tenía ni para comer. Llevaba cinco años en el paro desde que su pequeña empresa de muebles había quebrado. Como no tenía ahorros no podía marcharse al extranjero a buscar trabajo, así que a sus cuarenta y tres años, estaba condenado a malvivir en las calles de su Castellón natal. Aquella noche sólo le quedaban diez euros en la cartera, y decidió invertirlos al máximo en la última compra que se podía permitir. Salió del Carrefour con lo justo para sobrevivir: productos de las marcas más baratas y con la mayor cantidad de alimento.
Cristian aún estaba peor que Pablo. Él sí que no tenía nada que llevarse a la boca aquella noche. Cuando se dejó los estudios a los dieciséis años para trabajar en la obra, nunca pensó que acabaría en la miseria. Aquellos fueron tiempos de bonanza económica. Cristian, conocido en el barrio como “el Meko”, cobraba un sueldazo que le permitió comprarse un BMW, una moto y fumar marihuana siempre que quisiera. De aquello hacía ya diez años. Desde entonces nunca había pasado un momento tan complicado. Había tenido que vender el coche y la moto para poder subsistir, y eso fue antes de que a su madre le embargaran el piso. Lo único que le quedaba era la afilada navaja en la mano, oculta en el bolsillo del chándal. En las cercanías del parking de Carrefour, agazapado en la oscuridad, “el Meko” acechaba a su próxima presa.        
—Tú. Dame la pasta.
Pablo sintió algo punzante en el cuello y se quedó paralizado.
—¡No, no tengo nada! –gritó asustado.    
—Shhhh… no grites cabrón. Dame la pasta o te rajo.
Pablo se preguntó para sus adentros qué habría hecho para ser tan desgraciado.
—Rájame si quieres, pero esto es todo lo que me queda.
De pronto, un rugido estremecedor les heló la sangre. Lo último que vio “el Meko” fue que algo se le abalanzaba encima. Algo peludo de largos dientes y afiladas garras. Pablo, por su parte, dejó de sentir la presión de la navaja en el cuello y se quedó allí de pie, extrañado, con las bolsas de la compra en la mano. Entonces comenzó a oír un griterío a su alrededor. Las personas huían aterrorizadas del parking de Carrefour. Algunos corrían a refugiarse en el centro comercial, otros se metían dentro de los coches, abandonando los carros llenos. Pablo se dio la vuelta y escudriñó en la oscuridad. Tras él yacía el cuerpo de un joven, y justo a su lado, distinguió una figura de llameantes ojos que le observaba atentamente. Pablo escuchó un rugido frente a él y luego vio una sombra huyendo entre los coches del parking. Estaba casi seguro de haberle olido el aliento a un tigre, pero no se atrevía a creerlo. 

*   *   *

—¡Nena, ponme un Big Mac!
—¿Algo más?
—Y una cervecita.
—¿Algo más?
Julián Santos frunció el ceño y sonrió con picardía.
—Hombre, si me quieres hacer una mamada…
—Aquí no hacemos de eso, señor.
—Pues es una lástima, porque tienes unos morritos muy apetecibles.
—Si no se calla llamaré al jefe –respondió Alexia, sin inmutarse.
—No mujer, al jefe no. Que será un tío mu feo.  

Julián Santos se embuchó la hamburguesa en la mesa del McDonald’s y eructó con todas sus fuerzas. La gente de su alrededor volvió la mirada en su dirección con asco, momento que él aprovechó para saludarles con la mano. “Buen provecho”, les dijo. Luego se levantó al lavabo a orinar, y mientras vaciaba la vejiga se tiró un cuesco que retumbó con fuerza en las paredes. Julián Santos rompió a reír y se sintió orgulloso de haber provocado aquel estruendo con sus tripas. También escuchó gritos procedentes de la sala, y pensó que los había causado él con su ventosidad, lo cual le provocó más risa todavía. Luego se miró en el espejo, se arregló el pelo intentando disimular la calvicie, se frotó la barriga, se colocó bien el cuello de la camisa y se sacó por fuera la cadena de oro con la cruz de Caravaca. Cuando estuvo listo regresó al interior del McDonald’s y lo encontró completamente desierto.
—Coño, ¿dónde estáis? ¿Qué jugamos al escondite o qué?  
Parecía que hubiera pasado un huracán. Julián Santos miró en todas direcciones y no vio a nadie, ni siquiera en el mostrador donde había pedido la hamburguesa. Se encogió de hombros, y sin pensarlo dos veces se acercó silbando a una mesa vacía, cogió una cartera y salió del establecimiento con las manos en los bolsillos. Alexia, acurrucada en la cocina junto al resto de los clientes, vio salir a Julián Santos por la ventana trasera. El hombre caminaba tranquilo, silbando una canción de Los Chichos. No sabía qué le había sorprendido más, si la actitud de aquel señor repugnante, o el tigre que se había colado dos minutos antes por la terraza del burguer. Julián Santos puso rumbo al Caminás, dispuesto a gastarse el dinero en prostitutas, sin percatarse de la sombra felina que le perseguía por detrás.

*   *   *

Carlitos y su abuela regresaban a casa con el susto aún en el cuerpo. La pobre Pepa casi no podía caminar del soponcio. Carlitos, en cambio, estaba muy emocionado.
—Qué guay es el circo, abuela.
—Calla niño, y date aire, que quiero llegar a casa.  
—Pero si yo ando más deprisa que tú.
Pepa no tenía teléfono móvil porque no sabía utilizar aquellos aparatos tan extraños. Ella era de otra época. Y Carlitos era demasiado pequeño para tener móvil. Con lo cual, ninguno de ellos había podido llamar a su familia para pedir ayuda. Cuando llegaron por fin a la plaza Cardona Vives, Pepa sacó la llave del bolso y se dispuso a abrir el portal de su casa. 
—¡Mira yaya! ¡El tigre!
—No digas tonterías, niño –dijo Pepa mientras le daba la vuelta a la cerradura.
—Qué majo es.
La abuela empujó la puerta con la mano y le hizo un gesto a Carlitos para que entrara dentro. Pero Carlitos no le hacía ni caso. Pepa alzó la vista y vio a su nieto abrazado a un enorme tigre de bengala. El animal estaba sentado sobre las patas traseras, en pose majestuosa, mientras Carlitos le acariciaba la frente.
—¿Nos lo podemos llevar a casa, yaya?
—Entra en casa inmediatamente –le dijo su abuela, pálida.
El tigre la miraba con expresión seria, como si oliese su miedo.
—¿Nos lo llevamos?
—No, entra en casa ahora o te juro por dios que te castigaré hasta Nochebuena.
—Jo.
Carlitos, decepcionado, se despidió de su amigo el tigre y entró en el portal. Pepa cerró la puerta a cal y canto. El tigre se quedó allí sentado, observando curioso los movimientos de aquellos dos seres humanos. Luego bostezó mostrando su boca de dientes afilados. La abuela Pepa entró en casa gritando, contándole a su hija y a su yerno lo que había sucedido. Carlitos por su parte fue corriendo a la nevera, cogió un trozo de pollo que había sobrado de la comida, se asomó al balcón y se lo lanzó a su nuevo e inesperado amigo. El tigre se puso en pie y lo olisqueó. Luego lo engulló, rugió y se perdió por las calles de Castellón.