jueves, 29 de mayo de 2014

LA MUERTE NOS IGUALA A TODOS

—Es un antipático. 
Y un grosero. 
No me cae nada bien.
—Es un envidioso.
—Y un tacaño. 
—Es un  gilipollas. Eso es lo que es. Y un cerdo.
—Siempre dice cosas que me ofenden.
—Yo tampoco le aguanto…

…pero

lunes, 7 de abril de 2014

CONVERSACIÓN CON UNA CANI (RELATO)

La literatura es un medio donde todo es posible. Ahí radica su mayor atractivo: que el escritor, mediante su creatividad, puede dar vida a cualquier situación que imagine en su mente e inmortalizarla en negro sobre blanco. Y hablando de situaciones, hoy imagino una que difícilmente podría darse en la vida real. Me refiero a una conversación en profundidad entre dos personas que poco o nada tienen que ver, un choque entre dos seres vivos de caracteres y signos opuestos. Él es un joven universitario amante de la cultura, la literatura, la música y el arte, graduado en filología hispánica y cursando un máster en literatura comparada. Ella trabaja en una peluquería desde que cumplió los dieciocho, su máxima ambición en la vida es ir cada sábado al botellón del parking del polígono y beber con sus amigas hasta perder el conocimiento. En condiciones normales, la posible relación entre estos dos jóvenes sería nula. Pero la realidad es caprichosa, y hoy me dispongo a manipularla para todos vosotros, con el objeto de que ambos se queden atrapados en un ascensor, en concreto entre el tercer y cuarto piso de un ascensor del centro comercial. Para más señas, ella se dispone a comprar alguna baratija en la planta de moda. Él, por su parte, ha venido a buscar las obras completas de Machado en la Casa del Libro. Pero cuando se produce el apagón, todo su mundo se reduce a un cubículo de dos claustrofóbicos metros de anchura.
—Menuda mierda, colega —grita ella.
—No creo que tarden mucho en sacarnos —contesta él, resignado— ya llevamos casi diez minutos aquí dentro.    
—Esta peña no tiene ni puta idea de hacer ascensores —maldice ella, irritada.
La joven dobla las rodillas y se sienta en el suelo con las piernas cruzadas. Permanecen en silencio durante cinco minutos más.  
—¿Tienes un piti, colega? —dice ella, rompiendo el silencio.
Él la mira arqueando las cejas, sorprendido.
—No pensaras fumar aquí… —contesta, en un tono que ella interpreta rápidamente como una clara ofensa hacia su persona.
—¿Qué pasa? ¿A mí me pueden encerrar aquí cuando les dé la gana y yo no puedo fumarme un puto cigarro? ¿O qué?
—Pues qué quieres que te diga, no creo que un zulo como este, sin apenas aire, sea el lugar más adecuado del mundo para fumar.
Ella, desde el suelo, le observa de arriba abajo. Se fija en los libros de poesía que sujeta bajo el brazo, en las greñas descuidadas cayendo sobre su frente, en su barba rala de una semana, en sus bambas deportivas sucias y en su camiseta negra de Metallica.
Finalmente le dedica un gesto de desprecio.  
—Vale, hombre, vale —dice, hastiada. 
Y entonces, ella hurga en el bolsillo de su anorak naranja, saca un cigarro y se lo enciende.
Él la mira boquiabierto.  
—¿Se puede saber para qué me has pedido un cigarro, entonces?
Ella exhala el humo del tabaco y ni tan siquiera le mira.
—Joder, con el rarito —dice.
—¿Cómo me has llamado?
—¿Y cómo coño quieres que te llame si no te conozco? —dice ella, a la defensiva.
—Me llamo Pedro.
—Pos muy bien —contesta ella, molesta.
Pedro se fija en los gigantescos aros de sus orejas, en sus pulseras y en sus múltiples piercings
—Pues si yo soy el rarito, tú debes de ser la Jenny, porque vamos…
La Jenny, enojada porque aquel tipejo acierte su nombre, abre los ojos de par en par.
—¿Y tú qué coño tienes que decir de mi, friki de mierda?
—¿Friki? ¿Friki yo?
—No, mi abuela. Pos claro que tú. ¿Qué no te has mirado al espejo o qué?
Pedro se restriega la mano por la cara, se mira en el espejo y suspira.
—Maldita sea, por qué no me quedaría encerrado con Scarlett Johansson.
—Pos no flipas tú ni na.
Pedro mira la hora en su reloj, luego examina de nuevo el cuadro de los botones y aprieta por vigesimoquinta vez el botón rojo de las emergencias, sin obtener resultado alguno, dado que yo, que soy el autor, considero que este diálogo del ascensor aún puede dar mucho más de sí. Así que el bueno de Pedro decide sentarse en el suelo frente a la joven, que apura las últimas caladas de su cigarro, y abre el libro de poesía de Machado por la primera página.
—Madre mía, y ahora se pone a leer, el notas.
—Sí, deberías probarlo, te vendría bien.
La Jenny, con un rápido movimiento del pie, le tira el libro al suelo.
—¿Tú qué vas de listo?
Pedro, sorprendido ante su brusca reacción, frunce el ceño y pierde la paciencia.
—¿Pero qué haces?
—¿Qué te crees mejor que yo por tener estudios?
Pedro recoge el libro del suelo y lo cierra de golpe con rabia.    
—¿Sabes una cosa? Odio a la gente como tú. Sois una lacra para la sociedad.
—¿Pero qué coño dices, payaso? Si no me conoces.
—Llevo media hora encerrado contigo en este puto ascensor. Claro que te conozco. Te conozco perfectamente. A ti y a todos los de tu calaña. Eres una cani y actúas como las canis. Eres violenta, inculta y no sabes vivir sin ofender a los demás. Me das asco.
—¿Ah, sí? Pues tú eres un chungo que se cree mejor que yo porque lee libros, pero realmente eres un amargao de la vida que se mata a pajas todas las noches, porque las tías buenas pasan de ti. Yo al menos tengo un novio que me quiere y me protege.
—Seguro que es un encanto.
—¡Pos es mucho mejor que tú, pringao!
—Sí, puedo hacerme una idea. ¿A qué universidad… perdón, quiero decir, a qué gimnasio va?  
—¡Uy, uy, uy! Que mala leche te gastas, nene. Pos para que te enteres, a él no le hace falta ir a la universidad, es mazo listo, se ha criado en la calle ¡esa es su universidad!
—¡Oh! Si sigue así llegará a presidente.
—Pues no es un don nadie. Salió de actor en una peli, listo, que eres muy listo.
—¿No me digas? Espera, déjame adivinar ¿de motero extra en las tomas falsas de Tres Metros sobre el cielo? ¿O en las escenas eliminadas de Yo soy la Juani?
La Jenny gruñe.
—¡Al menos él no es un mierdecilla como tú, que te crees muy listo, pero no vales na! —aúlla.
—Cuando salgamos de aquí tienes que presentármelo, será una joyita.
—¡Pues sí! ¡Y te dará dos ostias! ¡O te las daré yo como no te calles!
—Eso me gustaría verlo.
La Jenny no puede aguantar más su ira, afila sus uñas y se lanza con toda su rabia sobre él.
Cuando los técnicos logran abrir las puertas del ascensor, una hora después, encuentran a dos jóvenes tumbados en el suelo.

Ambos yacen tranquilos, desnudos y abrazados.     


martes, 18 de febrero de 2014

LA MÁQUINA DE PELEAR


El otro día estaba en casa y escuché a la vecina discutiendo con su marido. Le decía así:

—¡Si te envío un Whatsapp y veo que tú te conectas ocho veces, es que no me has contestado porque no te ha salido de los coj****!

   Sí amigos. Pimpinela hicieron mucho daño a las relaciones de pareja, pero las nuevas tecnologías pueden ser mucho más peligrosas (para los de la LOMCE, Pimpinela: como los Cuquis de La que se Avecina pero en los 80 y cantando). Antes, los marrones con tu pareja solían darse cuando te olvidabas de su cumpleaños, cuando llegabas borracho a casa de madrugada o cuando te gastabas el dinero de la paga extra de Navidad en el bingo. Ahora, lo que se lleva es discutir por el Whatsapp.
   Según una noticia, el pasado año se separaron 28 millones de parejas por culpa de esta simpática aplicación para el móvil. Y es que hay que ver cómo nos ha cambiado la vida el sucesor de los difuntos SMS. La pregunta es ¿nos la ha cambiado para mejor? ¿No éramos más felices antes, comunicándonos  sólo cuando realmente lo necesitábamos? ¿Era necesario crear un chat para el móvil conectado las 24 horas, con todo el intríngulis del doble check y las peleas y reproches que (como a mi vecino) conlleva?
   Lo cierto es que cada nueva red social (o cada servicio de chat, lo mismo da) trae consigo discusiones, igual que la primavera trae consigo los estornudos. Ahora es el Whatsapp, sí, pero la cosa ya viene de lejos. Acuérdate de aquella bronca que tuviste hace diez años en el messenger (tu le juraste y le perjuraste que ya te habías desconectado, pero ella te sentenció por no haber contestado a su te quiero). Acuérdate de cómo disfrutaba inundando tu bandeja de hotmail con e-mails repletos de corazoncitos y ñoñería, y de cómo reaccionó cuando le dijiste que quizás eran demasiados. Acuérdate de la vez que colgó tus fotos de borrachera en Facebook pensando que te harían gracia. Y ahora repite conmigo: ¿redes sociales y amor? Agua y aceite.  
   Y es que las redes sociales sirven para muchas cosas, pero sobre todo sirven para pelear. Y ya no sólo con tu pareja, sino con cualquiera al que le tengas ganas. Nunca antes había sido tan fácil y tan cómodo darle cera a quien tú quieras. Las redes sociales, como su propio nombre indica, cumplen funciones sociales, y entre estas funciones encontramos una que en mi opinión en básica: la del desahogo. Antes tenías que conformarte con gritarle a la pantalla de la televisión cuando salía algún personaje que no despertaba tus simpatías. Ahora tienes Twitter, que viene a ser algo así como el Olimpo de las bullas virtuales. Y también tienes los comentarios de Youtube, un campo de guerra abierta, sin reglas, cómo en Vietnam. Y digo yo, si gracias a las redes sociales la gente canaliza su ira y sale a la calle sin ganas de pelea, pues bienvenidas sean las dichosas redes. Aunque mucho me temo que su efecto es justamente el contrario.      
   Mi amigo Rafa no tiene Whatsapp. Tampoco lo quiere. Él vive en constante rebeldía hacia esta sociedad moderna y decadente. Y es feliz.  
   —¿Qué? ¿No te animas a pillarte un móvil con Whatsapp? –le pregunto.
   —Déjate de Whatsapps, que los carga el diablo.
   —Bueno, mira el lado positivo, así estarías más comunicado.
   Rafa le da una calada a su eterno cigarrillo encendido y escupe al suelo.
   —Si alguien quiere algo de mí ya sabe dónde encontrarme.



miércoles, 8 de enero de 2014

RICARDITO CRECE (Obra de Microteatro)

ESCENA I
Año 1999. Un cuchitril repleto de humo donde un grupo de jóvenes universitarios debaten acaloradamente mientras fuman y beben cerveza. Están sentados en círculo, a modo de asamblea. En uno de los extremos se sienta Ricardito, al que todos llaman “el antifascista”. Apenas ha cumplido dieciocho años. Luce cabello largo, viste ropa raída y lleva un pañuelo palestino enrollado al cuello. Él lleva la voz cantante. 
Ricardito: odio a la gente que se cree mejor que yo por tener un coche más caro o una casa más grande. Son todos unos pijos, unos hijos de papá que te miran siempre por encima del hombro. La culpa es de esta sociedad tan materialista en la que vivimos, que sólo le da importancia al dinero y a las apariencias, pero no a lo que de verdad importa: la justicia y la libertad. Nosotros queremos un mundo mejor ¿no? Pues, ¡tenemos que cambiarlo!

Aplausos.


ESCENA II
Año 2013. Frente a una urbanización de chalets de lujo, lejos de la crisis de la ciudad, dos hombres vestidos de etiqueta se enzarzan en una fuerte discusión que acaba a golpes. Uno de ellos, el más violento, intenta estrangular al otro. Es Ricardito. Ahora es un hombre, y está hecho una furia. Del bolsillo del pantalón saca la llave de su BMW para introducírsela en el ojo a su vecino.  
Ricardito: ¡yo soy mejor que tú!






domingo, 15 de diciembre de 2013

SANTOS, DIABLOS Y UZZHUAÏA


Descubrí a Uzzhuaïa hace cinco años, por recomendación de unos colegas. Lo único que conocía de ellos era su cover de La Chispa Adecuada de los Héroes del Silencio, un tema que en su momento escuché con cierto escepticismo, sin duda debido a mi fanatismo por el grupo de Enrique Bunbury (aunque después de oír la versión de Aterciopelados en el álbum de tributo a los Héroes, el cover de los Uzz me parece sencillamente sublime). “Tú escucha sus discos”, me dijeron. Y en fin, eso hice. En menos de una semana ya era un completo fan. Eso es algo que me ha pasado con muy pocos grupos, y sin duda Uzzhuahïa es uno de ellos. Y es que el grupo valenciano capitaneado por Pablo Monteagudo puede presumir de ser el grupo de rock español con más proyección del momento, algo que les convierte en firmes candidatos a mejor grupo de rock español de la actualidad.  
     Les vi por primera vez en directo en la sala Japan de Villareal, en 2008, durante la gira de Destino Perdición (ese discazo). Los pocos que éramos presenciamos un concierto lleno de energía, con un repertorio que contenía todos sus clásicos. Mi segunda vez se hizo esperar, no fue hasta el Festival Costa de Fuego 2012, en Benicasim, poco antes de la actuación de Guns N’Roses. Aún recuerdo la calda insoportable de aquella oscura carpa Jack Daniel’s, llena hasta la bandera, y cuya única virtud era poseer una acústica espectacular. Fue un concierto corto pero intenso, con abundantes temas de su anterior disco, 13 Veces Por Minuto. Salí tan extasiado que incluso los Guns me aburrieron. El pasado viernes fue la tercera, y esta vez jugaba en casa.
     La Sala Zeppelin fue el lugar de Castellón donde Uzzhuaïa presentó Santos y Diablos, su último disco, y quizás su álbum más oscuro desde Diablo Blvd (si entendemos por “oscuro” el hecho de que contenga temas más viscerales, temas que tal vez no entren tan “a la primera” como los de Destino Perdición o los de su disco homónimo del 2006, pero que ciertamente crecen con las escuchas). Es por eso que tenía ganas de ver cómo funcionaban las nuevas canciones en directo, y no tuve que esperar mucho, pues el comienzo con Una historia que contar ya nos anticipó que le iban a dar mucha caña al Santos y Diablos. De hecho, el setlist contó con hasta ocho canciones del nuevo disco, lo que demuestra que Uzzhuaïa es una banda valiente, que no duda en sacrificar temas clásicos para presentar otros nuevos. Me gustó mucho El Solitario, y ese final apoteósico con Santos y Diablos, por no hablar del momento en que La Mala Suerte, como de costumbre, nos quiso acompañar. Personalmente, eché de menos algunos temas como Nuestra Revolución, Perdido en el Huracán o Cuando ya no quede nada. Sí, soy un nostálgico, qué le vamos a hacer. Pero quitando esto, que es algo lógico cuando un grupo acumula discos, solo puedo quitarme el sombrero ante una banda que siempre se deja la piel en el escenario, y que tras el concierto, además, tiene ese rato para tomar una birra y charlar con sus fans. Ojalá hubieran más grupos así. 
     La sala Zeppelin presentó un aforo medio, aceptable sólo si tenemos en cuenta que esto es Castellón, y que aquí el único rock que conocemos es el de los Mojinos Escozíos cuando llegan las Fiestas de la Magdalena. Eso sí, el público estuvo entregado desde la primera a la última canción, y eso es algo que, dentro de la paupérrima escena rockera de esta ciudad, se agradece. Ahora, a esperar hasta la próxima. 
    


Uzzhuaïa durante su actuación en la sala Zeppelin

lunes, 18 de noviembre de 2013

LO QUE PIENSAN LOS DEMÁS

Si pudiéramos escuchar lo que piensan los demás de nosotros, probablemente no nos quedaría ni un amigo en el mundo. Algo así le sucedía al personaje de Kelly, la American Choni que interpretaba Lauren Socha en la serie de televisión Misfits. Para los que nunca han visto la serie, Kelly, además de choni, era una joven que apenas confiaba en los demás porque tenía la increíble facultad de escuchar las cosas (generalmente guarrindongas) que pensaban de ella. Nosotros, por suerte, no tenemos ese superpoder. En cambio, tenemos otro mucho más sano, y sobre todo, mucho más entretenido: el poder de saber lo que piensan los demás del vecino. Para ello, nos basta únicamente con dar una vuelta por el barrio. Porque, admitámoslo ya: en este país somos muy chafarderos. Nos encanta murmurar. Xarrem massa, que se dice en mi ciudad. Eso sí, tenemos el detalle de hacerlo cuando el blanco de los chismorreos no está delante nuestro.

Kelly sabe lo que estas pensando
     Antiguamente las señoras criticaban en el mercado, los hombres en el bar. En invierno se criticaba alrededor de la chimenea, haciendo calceta, y en verano sacando las hamacas a la acera, a ver quién pasaba. También se estilaba mucho lo de criticar por teléfono, llevando la silla al lado del mueble (que luego con la factura te daba un patatús). Era un hábito que se aprendía desde bien temprano, en el colegio. Hoy en día la alcahuetería está llegando a la era digital gracias a las nuevas generaciones, que extienden el deporte nacional por distintos canales como Facebooks, Messengers o Whatsapps. Pero es que lo llevamos en el ADN: nos gusta rajar, criticar, censurar y acusar a todo hijo de vecino. A amigas y amigos, a familiares, parientes, herederos, conocidos o desconocidos. Qué más da. Por el mismo precio criticamos al panadero, a la señora frutera, a la cajera del supermercado, al mecánico, al funcionario, al camarero, a la cartera y hasta al médico de cabecera. Aquí no se libra ni dios. Y el motivo es lo de menos. Siempre existe alguna estúpida razón para despellejar a alguien, y si no existe se inventa, que aquí somos muy duchos en imaginación. 
     Yo vivo en barrio donde se conoce todo el mundo. El otro día bajé a comprar el pan, y la mujer que me despachó estaba hablando (es decir, rajando) con otra señora sentada (atención al detalle) en una silla  al lado del mostrador, junto al estante del pan integral, ahí, como si formara parte de la decoración. De pronto, una mujer pasó por delante del escaparate, y ellas, sin cortarse un pelo, comenzaron a murmurar: “oy, oy, oy, mira a la Paquita qué traje más feo se ha comprado”. Y la otra que le responde: “¿y qué me dices del marido? Es un sin vergüenza, si baja todas las noches al bingo y se sienta con una rubia”. Que yo iba a decirle “señora, ¿y usted cómo lo sabe? ¿Es que tiene espías en el bingo o qué?”. Que probablemente me hubiera contestado “no, es que me robó dos líneas prácticamente cantadas”. Luego, cuando ya salía de la panadería, encontré a una niña de unos doce años sentada en los escalones de la entrada, con el Smarthphone, que casi era más grande que ella, toqueteando la pantalla. Le dije: “¿qué tal niña? ¿Con el Whatsapp?”. Me contestó: “Sí, contándole a mis amigas que a Paquita se los ponen bien puestos”.
     Hay que ver lo rápido que aprenden las nuevas generaciones.
       


lunes, 14 de octubre de 2013

LA INDIFERENCIA MATARÁ A FACEBOOK

Hace poco leíamos en una noticia que el Facebook desaparecerá en menos de tres años. ¿La razón? Que la red social aburre. Yo no sé si serán tres, seis, nueve o veintinueve años. No me atrevo a aventurar tamaña predicción con tanta exactitud. Pero de una cosa sí estoy seguro: desaparecerá. Desaparecerá como todo lo que asciende mediante un boom. Y será más pronto que tarde. Eso sí, no desaparecerá por aburrimiento, sino por indiferencia, que no es lo mismo. El Facebook no aburre. Para nada. Tiene el Candy Crush, los Angry Birds, el Football Manager, el Farmville y toda la retahíla de aplicaciones para sobrevivir al crudo día a día. De aburrir nada. Hace su función. Pero ya no es como antes ¿eh?
     Cuando nos creamos la cuenta, allá por el 2009, era el no va más. En aquella época jugábamos a aglutinar el mayor número posible de contactos y éramos fans de las cosas más absurdas. Volvimos a saber de nuestros antiguos compañeros de colegio e instituto, a los que no veíamos desde hacía siglos, los agregamos a todos, y creímos ingenuamente que el juguetito del Zuckerberg nos ayudaría a recuperar aquellas viejas amistades, que nos daría un nuevo impulso que lo iba a cambiar todo. Empezamos a subir montones de fotos que teníamos almacenadas en nuestras cámaras digitales desde 2003. Total, eran fotos que SÓLO íbamos a compartir entre los amigos, y que no vería nadie más. Seguro que sí. 
     Luego llegaron las “señoras”, los cuestionarios sobre nuestra vida, los grupos chorras de títulos inenarrables, y por supuesto, las páginas de fans. A golpe de un solo click, todos tus contactos sabrían acerca de tu grupo de música, de tu libro, de tu coro de danzas, de tu corto de cine y de la madre que parió a Peneque. Y para colmo, apareció el gran juez de nuestra era, el que dicta sentencia de lo que vale y de lo que no vale, el que dice lo que está bien y lo que está mal. Y no me refiero a Risto Mejide, sino al botón “me gusta”. Para muchos, la nueva vara de medir su autoestima. El mecanismo es fácil. Quien tiene más likes es el mejor. Incluso se inventó una nueva profesión al abrigo de todo esto: la de Community Manager. De hecho, hoy en día en España sólo existen tres clases de personas: Community Managers, Coachings personales y parados. Y ninguno de ellos se necesita entre sí, por cierto.         
     Pero volvamos al tema, que pierdo el hilo. Después de esto, allá por el 2010, con el Facebook plenamente rodado, hacerse famoso estaba al alcance de todos. Nunca habíamos vivido algo así. Había llegado de verdad el siglo XXI y lo íbamos a celebrar por todo lo alto, con o sin crisis. Y bien, ahora que el siglo XXI ha llegado y se ha instalado en nuestras vidas, ¿qué le está ocurriendo a nuestro querido Facebook? Que nos importa un carajo. Así de claro. 
     Al principio hacía gracia, con las frases ingeniosas del graciosete de turno, la amiga que te cuenta su vida minuto a minuto, el concierto de tu ex compañero de autoescuela, la mística de las frases inspiradoras, la nueva aventura empresarial de Perico el de los Palotes, las teorías descabelladas del final de LOST, la nueva biografía (que JAMÁS sacó ni sacará completa tu foto de portada), la información instantánea que permite ver los comentarios en el muro de cualquier persona, el “ya es oficial, Facebook será de pago”, el concierto de tu ex compañero de autoescuela otra vez… sí, al principio hacía gracia. Pero al final ya toca las narices. A nadie le importa nada, esa es la verdad. La monotonía hace estragos. Y es por eso que el Facebook morirá. De hecho ya está muriendo, cada día, cada hora. Y cuando eso ocurra surgirá algo nuevo, quizás otra red social, que nos absorberá a todos. Y vuelta a empezar. Mientras tanto, al Facebook lo enterrarán en un panteón digital junto al Messenger y al Megaupload. Y en cuanto al chat, lo único que de verdad hacía papel en Facebook, siempre ha sido un maldito infierno para comunicarse con alguien. Ese ya murió, aplastado por WhatsApp. Se lo tenía bien merecido. 
     



domingo, 15 de septiembre de 2013

EL ÁNGEL DE LA GUARDA (RELATO)

Conocí a Lucía hace dos años, en un oscuro rincón de la discoteca. Aquella noche de sexo desenfrenado pronto se convirtió en una relación estable, y a los pocos meses nos fuimos a vivir juntos a un piso del centro. Durante los dos primeros años todo fue bastante bien, salvo por algunas peleas esporádicas y sus correspondientes reconciliaciones. Pero en la última pelea, hace dos meses, ella ya no me perdonó. Al contrario, me sustituyó por Fernando, un pringadete que gana mucha pasta pero que no sabe hacer ni la o con un canuto. ¿Y sabéis qué es lo más gracioso del caso? Que ella no sabe que me hice una copia de la llave, y que llevo dos meses viviendo en el pequeño desván del piso con un portátil, una linterna, una manta, una almohada y un cubo para las necesidades. Soy como un preso de ETA en su zulo, con la diferencia de que por la mañana, cuando ella se va a trabajar, puedo bajar a atracar la nevera y a vaciar el maloliente cubo. Suelo aprovechar también para llamar a mis padres y decirles que todo va bien. La baja “por depresión” es un gran invento. Nadie me echa de menos.
Lucía y Fernando ya han comenzado a discutir por el tema de la comida (ella cree que se la come él y le culpa por ello. Y eso es estupendo). He hecho varios agujeros en el suelo del altillo, desde ellos puedo observar todos sus movimientos. El soplagaitas de Fernando trabaja mucho y entre semana está poco en casa. Por eso los viernes por la noche, cuando llega, quiere sexo, pero no siempre lo tiene, primera porque Lucía es como es (y por lo visto, lo es con todos) y segunda porque gracias a la poción mágica que le vierto en su botella de agua (la que guarda en el segundo estante de la nevera y solo usa él por ser un repipi escrupuloso) Fernando ya va por la cuarta diarrea semanal. La cagalera del viernes empieza a ser toda una tradición para él. Y claro, así no hay quién eche un quiqui.

Bueno, pues hoy es el cumpleaños de Lucía, y yo tengo una sorpresa preparada. Se acabaron las diarreas, se acabó jugar al escondite. Hoy toca algo serio. El número del siglo. Lucía es morena, y yo tenía cierta debilidad por las rubias, en especial por una llamada Elsa, una diosa griega que me regaló una inolvidable noche de placer (algo que ella nunca me perdonó, y que me condujo directamente a esta situación). Lucía, como todos los viernes, llega a casa a las cuatro de la tarde, y Fernando no llegará hasta las diez de la noche. Para entonces, yo ya he realizado las gestiones pertinentes. A las nueve y media, mientras Lucía ultima los preparativos de la cena romántica con el vino, las velas y el pastel de carne en el horno, llaman a la puerta de casa y abre.   
—Hola, ¿está Fernando?
Es una rubia despampanante que viste únicamente una gabardina y un picardías rojo debajo.
—¿Perdón? –responde mi ex, desconcertada.
—¿Es el 4º B? He recibido una llamada de Fernando Arias para realizar un servicio especial a las diez.
—¿Qué servicio?
—Un trío. Tú debes de ser Lucía ¿verdad cariño? Yo soy Tracy –le contesta, sonriendo.   
Lucía le cierra la puerta en los morros y se tumba llorando sobre el sofá.
—Oye, ¿y a mí el desplazamiento quien me lo paga? –vocea Tracy tras la puerta.
Fernando llega en quince minutos y no pasa ni del felpudo. Lucía se abalanza sobre él, le suelta un sopapo en toda la cara, le grita “¡cabrón, no vuelvas más!” y le cierra de un portazo. Ni yo lo habría planificado mejor.
Fernando intenta llamarla al móvil varias veces, pero ella le cuelga. Y si no lo hace ella lo hago yo. No sé si os he dicho que, gracias a unos somníferos muy potentes y a un coleguilla pirata, me hice con una copia de sus tarjetas del móvil. De esta manera, le envío un WhatsApp a Fernando que reza lo siguiente:

Lucía dice: Eres un cagón. Y la tienes pequeña. No me llames más.

Y eso no es todo. A las once y media la llamo al móvil.
—Hola Lucía, soy yo, Ángel.
—Hola ¿cómo estás? –dice, tratando de sobreponerse.
—Feliz cumpleaños –digo, poniendo vocecita.
—Muchas gracias.
Trato de no gritar, para que no me escuche hablar por encima del techo.
—¿Qué tal? ¿Lo estás celebrando? —le pregunto.
Se hace el silencio.
—Bueno, sí –contesta ella secamente.  
—Un momento ¿y esa voz? ¿Has estado llorando?
Lucía lanza un débil gemido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te conozco muy bien. ¿Qué te ha pasado?
En ese momento, rompe a llorar tan fuerte que la oigo más desde el piso de abajo que por el auricular del móvil.
—Todos los tíos sois unos cabrones –dice, sollozando. 
—Oh, vamos, cálmate. Ya sabes que siento mucho lo que te hice. Fue un error, un pequeño desliz. Dime ¿necesitas compañía? ¿Quieres que vaya a verte y me cuentas lo que te ocurre?
Ahí me he marcado un tanto.
—Haz lo que quieras –dice, sin dejar de llorar, y colgando en seco.
Poco después, como le ocurre siempre que tiene un disgusto fuerte, se queda dormida en el sofá, momento que yo aprovecho para bajar del altillo, ir al lavabo, asearme, pasar de puntillas frente a ella, salir de casa, ponerme los zapatos en el rellano y llamar al timbre de la puerta desde fuera. Ella me abre poco después, destrozada por los nervios. Me mira con lágrimas en los ojos, como si nunca antes me hubiera visto, y cae rendida sobre mis brazos.
     —Nunca pensé que diría esto, Ángel, pero te he echado mucho de menos durante este tiempo –me dice, entre lloriqueos.
     —Deja de llorar, nena. Recuerda que soy tu Ángel de la guarda: siempre estoy a tu lado.





miércoles, 3 de julio de 2013

POR QUÉ NOS GUSTA LA PLAYA

Cuando llega el verano nos gusta ir a la playa, torrarnos al sol, pegarnos un chapuzón y mostrar orgullosos el tipito (y lo de orgullosos vale tanto para los que se han pasado todo el año machacándose en el gimnasio como para los que se lo han pasado criando tripa a base de chorizo y morcilla: ambos muestran el tipito orgullosos. Creedme. Que esto es España). 
Cuando éramos pequeños la playa tenía un encanto especial. Bueno, como casi todo lo que nos sucedía de niños. Aún recuerdo lo bien que me lo pasaba haciendo castillos de arena con mi cubo de plástico, enterrándome hasta la cabeza, nadando con la colchoneta hinchable y, para acabar, zampándome el bocata de mortadela que me había preparado mi madre. Y la verdad es que en aquel entonces tampoco necesitabas mucho más para pasarlo genial.    
Cuando te haces mayor las distracciones ya son diferentes. Nos gusta ir a la playa, sí, pero por motivos distintos. Seamos sinceros: la playa es un lugar donde hace un calor insoportable, sudas como un pollo y te llenas de arena hasta los mismísimos, luego intentas mejorarlo bañándote en el mar, para descubrir que sólo has conseguido llenarte el cuerpo de sal, y que todo te pica de mala manera. No estamos hablando del paraíso terrenal precisamente. Pero entonces, ¿por qué narices adoramos tanto ir a la playa?


Dicen que a los hombres nos gusta el fútbol porque nos retrotrae a la infancia. Creo que con la playa sucede algo parecido. Cuando vamos a la playa conectamos con el espíritu de nuestra infancia, el de los castillos y el flotador, el espíritu de la inocencia y de la falta de responsabilidad, y aunque sólo sea un espejismo, por momentos creemos sentirnos como niños de ocho años. Claro que tampoco somos tontos. Resulta que ahora, reparamos en pequeños detalles que en la niñez nos pasaban un tanto desapercibidos, como por ejemplo, que la rubia que pasea por la orilla viste un minúsculo tanga amarillo. Sólo un tanga.          
Cuando cumples cierta edad, hay dos formas de ir a la playa: con toda la familia, en plan dominguero (con la sombrilla, la nevera y las sillas plegables) o en plan íntimo (sólo o con tu pareja). Lo de ir con la familia es la fórmula ganadora, la española, sin complejos. Y lo de ir tu solo queda un poco triste. Te miran raro. “Uy, mira a ese chico sólo”, susurran a tus espaldas. Que a mí eso me da rabia. Cuando vemos a una chica sola en la playa no pasa nada,  pensamos “nada, está descansando, la pobre”. Pero cuando vemos a un tío sólo, ay amigo, (nótese la cara de maruja desconfiada total): “algo raro has hecho para acabar aquí solo”.
Por eso lo mejor es ir con tu pareja. Claro que sí. Y buscar una playa tranquilita, poco frecuentada y sin agobios. Lo malo es que hay mucha gente que busca esa playa tranquilita, y al final, pasa lo que pasa: que justo enfrente de ti y de tu novia planta su hamaca una chica en topless. Y tú te haces el loco, mientras notas la guadaña a escasos centímetros de ti, en la mirada enfurecida de tu novia. Que casi te lanza rayos por los ojos. Y tú decides no mirar. Hasta que no hay más remedio, claro, porque al iros a bañar y pasar por su lado…
—¡Hola! te saluda–. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¡Dos besos!
Tu ex. No la veías desde la facultad. Y a ti se te ocurre pararte a hablar con ella, y hasta presentársela a tu novia. Que no se diga. De perdidos al rio. Y tu ex lo que parece haber perdido es la parte superior del bikini. Y tú, que hoy no te libras de la bronca ni de coña. En fin. Esta anécdota me recuerda otra cosa: lo poco que nos gusta encontrarnos a conocidos en la playa. Es algo que no terminamos de asimilar. Ver al jefe, a la secretaria o al butanero en tanga. Se hace raro ¿eh? Tal vez sea porque en la playa se pierden las clases. Y también la clase. En la oficina o en la discoteca cada uno es como es: pijo, casual, hipster o cani. En la playa todos somos unos catetos en bañador. O sin él.  
Así que hoy decido ir a la playa con mi amigo Rafa. Una sesión de colegueo bajo el sol, sin sobresaltos. Rafa se lo monta bien en la playa: el tanga, la sombrilla, el tabaco y la toalla. Ambos lucimos nuestros cuerpos serranos bajo el sol de media tarde. Mientras le relato el encuentro fortuito con mi ex y la pelotera posterior de mi novia, Rafa se enfunda las gafas de sol, enciende un cigarro y muerde la boquilla con los dientes.
—Pues tu ex en el instituto ya estaba bien buena –dice–, ahora debe estar que se rompe.
—Ese no es el tema, hombre. Te he preguntado si te parece normal la reacción que tuvo mi novia. ¿Qué opinas al respecto?
—¿Qué qué opino?
—Sí.
Mi amigo Rafa le da una calada al cigarro y exhala el humo con fuerza.  
—Que parecemos maricones, tete.    
    



lunes, 17 de junio de 2013

CORINA POR CORINNA

Hace unos meses nos enteramos que el rey tenía una amante rubia llamada Corinna, y ahora, de la noche a la mañana, y sin quererlo ni beberlo, nos han clavado un programa en prime time titulado “un príncipe para Corina”. En serio, ¿a nadie le parece extraño?
     ¿Qué ha pasado aquí? ¿Casualidad? ¿Está de moda el nombre? ¿Hay un boom de Corinas y no nos habíamos enterado? ¿O quizás es una cortina de humo brutal para que no se hable de la otra Corinna? Yo me inclino más por esto último.   
     Puede que suene algo rebuscado, pero si te fijas, tiene su lógica. La otra Corinna (la de las dos enes) fue un personaje muy incómodo para la Casa Real, una mosca cojonera. La amante del rey, nada menos. Todos sabíamos que el rey era muy campechano y que le iba la marcha, incluso conocíamos el nombre de sus antiguas amantes (Bárbara Rey, Sara Montiel o Raffaella Carrá). Pero ninguna de ellas había supuesto un escándalo tan grande como Corinna, la de los chanchullos con Urdangarín, la que viene a España para hacerse un lifting y operarse el pecho de gorra. Estas informaciones causaron bastante revuelo en los medios (no es para menos) y arruinaron la imagen de la Monarquía en un tiempo récord.
     Los que dicen que “estas cosas con Franco no pasaban” tienen razón. En la dictadura, ante un suceso similar, se secuestraban los periódicos que hiciesen falta, un par de tiros al aire y problema resuelto. Ahora, en la era de Internet ¿cuál es la solución? ¿Cómo hacemos para intentar lavar la imagen de la Monarquía? Aborregando al personal. No es tan complicado. Si lo que quieres es que la gente se olvide de un personaje público, no intentes silenciarlo, simplemente crea uno mejor con el mismo nombre. Y sobre todo, crea uno que sea más mediático. Uno del que hablen todas las generaciones, especialmente las más jóvenes. Crea un programa lleno de petardos y de frikis que no deje indiferente a nadie, con lo último en telebasura. Que deje huella de verdad. En realidad sabían bien cómo hacerlo, y lo han hecho. El fenómeno Corina ha revolucionado las redes sociales. La prueba es que si tecleas “Corina” en Google, en los resultados aparece quien aparece: la joven. 
     Pero hay más cosas que me hacen sospechar. Las últimas noticias apuntan a que el programa es un fraude. Que los participantes son actores, que algunos han salido incluso en series de TV como ‘Cuéntame’ y ‘La que se avecina’. Todo suena a precipitación, a chapuza, a guión escrito de antemano. En fin, puede que sea un paranoico y que adore la teoría de la conspiración. Puede que todo haya sido una estrategia de Mediaset para aprovechar el filón mediático de la otra Corinna. Es posible. Sea como sea, la cuestión es: dentro de unos meses, ¿de quién nos acordaremos cuando oigamos el nombre de Corina? ¿De la "amiga entrañable" del rey? ¿O del programa petardo?
     



miércoles, 15 de mayo de 2013

LA CRISIS DE LOS 30

 

Ya hace algunos meses que le doy vueltas a esto de cumplir treinta años. Treinta años, treinta. Como en los carteles de las corridas de toros: “seis toros, seis”. Que por cierto nunca he sabido por qué anuncian el seis dos veces. ¿Es que no basta con una? Pues con los treinta ocurre igual. Antes, con veintitantos, llegaba el día de tu cumpleaños y simplemente te decían “felicidades”. Ahora, con una sonrisa irónica y una palmadita en la espalda, te dicen: “felicidades ¿eh? Treinta años, treinta”. Y entonces tú desearías embestir. 


LO QUE IMPLICA EL NUMERITO
La gente me dice que apenas he cambiado. Tanto en lo físico como “en lo demás”. Ahora bien, mientras lo primero está bien visto (esta persona no envejece, se cuida, etc.) lo segundo (no cambiar “en lo demás”) no está tan bien visto. Y menos cuando cumples los treinta. Esta sociedad acepta de buena gana al Dorian Gray de turno que vende su alma al diablo a cambio de la eterna juventud, pero castiga con el ostracismo a todo aquel que se niega a cambiar “en lo demás”. Y es que cumplir treinta años implica que todo el mundo espera de ti un cambio importante, puede que incluso drástico, “en lo demás”. Implica que la gente, a partir de ahora, espera ver en ti a una persona adulta que haga cosas propias de un adulto. Implica que los comportamientos y actividades de los jóvenes veinteañeros (no digamos ya de los adolescentes) nunca más serán adecuados para tu edad. Ahora eres un adulto. Tú creías que lo eras desde los dieciocho, pero no. Eso es lo que te hicieron creer. A los dieciocho eras un niñato. Podías votar y conducir, sí, pero seguías fumando porros y haciendo el capullo con tus compañeros de la facultad. Ahora eso ya no se te permite. Al menos moralmente. Así que prepárate para tu nueva vida. Se acabaron las borracheras con los colegas. Se acabó hacer lo que a ti te dé la gana. Se acabó tu libertad. Ahora te toca casarte, comprarte un piso, tener hijos, abonarte al plus, echar barriga, perder el pelo y palmar. Esa es la vida que te espera. O al menos, la vida que los demás esperan de ti. Acabas de descubrir el significado del término “presión social”. Felicidades, ése es tu regalo de cumpleaños.   
     Los expertos llaman a este marrón “La crisis de los 30”, una etapa de cambios estructurales donde te replanteas tu vida entera y te afanas por lograr el éxito laboral y sentimental antes de los 35. Porque si no lo logras serás un auténtico fracasado. De ahí que la gente se vuelva loca intentando cambiar “en lo demás”. 

MADURA YA, COPÓN
Pero, ¿qué pasa si decides no cambiar “en lo demás”? Nada. Que eres un inmaduro. Que no eres como toca. ¿Y eso tiene consecuencias? Por supuesto. Te apartarán a un lado. Ya lo irás notando. Pero vayamos al grano de una vez: madurar. Yo no digo que uno no deba madurar. Al contrario, es un proceso importantísimo para el desarrollo de una persona. Pero desde luego, tengo claras una serie de cosas en lo que al término madurar se refiere, entre ellas las que menciono a continuación: 
  • Si madurar significa dejar de soñar y de crear cosas nuevas, yo soy un inmaduro. 
  • Si madurar significa dejar de sentir la emoción de un niño, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de salir con los colegas, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa abrazar una vida rutinaria y gris, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa quitarse de la cabeza “esas tonterías”, yo soy un inmaduro.   
  • Si madurar significa esbozar “esa sonrisa” de resignación, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa sentar la cabeza para pensar con el culo, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa ahorrar para la vejez y votar a la derecha, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de vestir zapatillas y vaqueros, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa comprarse un Audi para demostrarle al mundo que no te afecta la crisis (ni la de los 30, ni la económica), yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa preferir la injusticia al desorden, yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa, en definitiva, acatar sin chistar las directrices que te marca la sociedad, abrazar las modas, lo fácil, las apariencias y la falsedad… yo, rotundamente, soy un inmaduro.

     Y puede que sea un inmaduro. Eso me da igual. Lo que no me da igual, lo que no aguanto, es que vengan a darme lecciones sobre qué es madurar. Porque a lo mejor, mi visión de la madurez es diferente a la suya; porque a lo mejor, lo que nos hace madurar no son los años ni el progreso material, sino las experiencias vitales, buenas y malas (aprenderás más de las malas); porque a lo mejor, lo que para ellos significa madurar, para mi es morir en vida. Y puede que a lo mejor, ese niño que llevo dentro, ese niño que llevamos todos dentro y que nos empeñamos en matar cada día, en el fondo, nos ayude a sobrevivir. 
     Para todo lo demás, bienvenidos sean los 30, maldita sea.

miércoles, 17 de abril de 2013

LOS VIDEOCLUBS

     Hay que ver cómo han cambiado los videoclubs. Bueno, algunos no han cambiado, directamente han desaparecido. Otros han mutado en una tienda de chinos de todo a 1 €. Y de los pocos que quedan, ya no sabes si estás en un videoclub o en una tienda de bolsos de imitación. El otro día entré en el videoclub del barrio, así por curiosidad, y le pregunté a la dependiente “perdone,  ¿qué tienen películas?”. “Sí, claro, allí en el estante del fondo”, me respondió. Y yo “¿seguro? Es que no las veo”. Y era cierto, aún quedaba una estantería con películas. Eran todas las de Crepúsculo, pero sí, quedaban películas. También estaba Follador y Caballero, pero ese ya es otro tema… ejem, sí, bueno, fue el título que me llamó mucho la atención. Además, mi amigo Rafa ya me había hablado de ella en alguna ocasión.  
Para mí, el hecho de ir a alquilar una peli tenía un encanto especial. ¿Os acordáis de aquellas tardes interminables en el video club de la esquina, tratando de decidir con tu pareja qué cinta llevarte a casa? Es una lástima, porque eso se está perdiendo. “Yo por mí vería la de Almodóvar”, te decía tu novia, “pero elige la que tú quieras ¿eh?”. Y veías la de Almodóvar sin chistar, por supuesto. Aún me acuerdo de la última vez que alquilé una peli en el videoclub. Fue hace años, y lo recuerdo bien porque ese mismo día, casualidades de la vida, lo acababa de dejar con mi novia de entonces. Tranquilos. No fue nada importante. Una tontería de dos años. Y yo me dije, qué coño, vamos a celebrarlo: hoy me alquilo la que a mí me da la gana.
No, ahora en serio, aquella noche, la noche de la ruptura, una amiga me dijo que un buen remedio para evadir mis penas amorosas era el cine. “Ponte una buena peli. Ya verás, te hará sentir bien, te hará reflexionar”. Y le hice caso. Cogí y me bajé al videoclub a alquilar una peli. Mi amiga, la pobre, lo dijo con toda la buena intención del mundo, pero estaba equivocada.
Ni puto caso. Lo último que necesitas en esos momentos es reflexionar –me dice mi amigo Rafa, que ahí donde lo veis, sabe mucho de relaciones.
Te doy la razón.
Y lo único que pensarás es que el cabroncete del prota se está cepillando a Scarlett Johansson, mientras tú estás de nuevo y oficialmente a pan y agua.  
Hay que tener cuidado. Una mala película en un momento delicado puede deprimirte más de lo que imaginas. Por tanto, si atraviesas una situación similar, mi consejo es que vayas a pasear, a correr, a bailar, a nadar, a los clubs, al Caminás… pero no te recomiendo que veas una película. No te lo recomiendo porque en esos momentos de inestabilidad emocional, alquilar una peli es como empezar a salir con alguien: necesitas saber de qué va, necesitas leerte la sinopsis antes de volverla a cagar, y luego pensar “no, otra romántica-coñazo ni de coña… ya he tenido bastante”. En momentos así, las películas deberían ser todo lo contrario: un polvo rápido y sin sentimientos. Por eso tienes que elegir bien lo que ves y tener en cuenta tu nuevo estado anímico. Deja pasar un tiempo prudencial antes de volver a ver cine. Descarta los pastelones, eso es para quinceañeras enamoradas. Comienza una nueva dieta rigurosa pero efectiva. Empieza con el western, con pelis de tipos rudos, tipos duros, deja que Clint Eastwood sea tu héroe (¿acaso no lo es?), sigue con las de mafia, déjate apadrinar por Corleone, prueba con las de acción y no le hagas ascos a las pelis de artes marciales. Bruce Lee es dios y Chuck Norris es su único profeta. Arrodíllate ante Charles Bronson. Cuanta más testosterona mejor. Es lo que necesitas.
Poco a poco recuperarás tu masculinidad herida, cambiarás las palomitas por cerveza y tendrás el valor para entrar de nuevo en el videoclub y enfrentarte a tus miedos. Al menos es lo que hizo Rafa. Me cuenta que una vez, tras salir de una relación tormentosa, se propuso algo que nunca antes había hecho: entrar en la sala de películas X del videoclub, sonreírle a la dependiente mientras le cobraba el alquiler de Follador y Caballero e invitarla al cine esa misma noche.  
Por cierto, ella le dijo que no.