La literatura es un medio donde todo es posible. Ahí
radica su mayor atractivo: que el escritor, mediante su creatividad, puede dar
vida a cualquier situación que imagine en su mente e inmortalizarla en negro
sobre blanco. Y hablando de situaciones, hoy imagino una que difícilmente podría
darse en la vida real. Me refiero a una conversación en profundidad entre dos
personas que poco o nada tienen que ver, un choque entre dos seres vivos
de caracteres y signos opuestos. Él es un joven universitario amante de la cultura, la
literatura, la música y el arte, graduado en filología hispánica y cursando un
máster en literatura comparada. Ella trabaja en una peluquería desde que cumplió
los dieciocho, su máxima ambición en la vida es ir cada sábado al botellón del
parking del polígono y beber con sus amigas hasta perder el conocimiento. En
condiciones normales, la posible relación entre estos dos jóvenes sería nula.
Pero la realidad es caprichosa, y hoy me dispongo a manipularla para todos
vosotros, con el objeto de que ambos se queden atrapados en un ascensor, en
concreto entre el tercer y cuarto piso de un ascensor del centro comercial. Para
más señas, ella se dispone a comprar alguna baratija en la planta de moda. Él,
por su parte, ha venido a buscar las obras completas de Machado en la Casa del
Libro. Pero cuando se produce el apagón, todo su mundo se reduce a un cubículo
de dos claustrofóbicos metros de anchura.
—Menuda mierda, colega —grita ella.
—No creo que tarden mucho en sacarnos —contesta
él, resignado— ya llevamos casi diez minutos aquí dentro.
—Esta peña no tiene ni puta idea de hacer
ascensores —maldice ella, irritada.
La joven dobla las rodillas y se sienta en el
suelo con las piernas cruzadas. Permanecen en silencio durante cinco minutos
más.
—¿Tienes un piti, colega? —dice ella, rompiendo el
silencio.
Él la mira arqueando las cejas, sorprendido.
—No pensaras fumar aquí… —contesta, en un tono que
ella interpreta rápidamente como una clara ofensa hacia su persona.
—¿Qué pasa? ¿A mí me pueden encerrar aquí cuando
les dé la gana y yo no puedo fumarme un puto cigarro? ¿O qué?
—Pues qué quieres que te diga, no creo que un zulo
como este, sin apenas aire, sea el lugar más adecuado del mundo para fumar.
Ella, desde el suelo, le observa de arriba abajo.
Se fija en los libros de poesía que sujeta bajo el brazo, en las greñas descuidadas
cayendo sobre su frente, en su barba rala de una semana, en sus bambas deportivas
sucias y en su camiseta negra de Metallica.
Finalmente le dedica un gesto de desprecio.
—Vale, hombre, vale —dice, hastiada.
Y entonces, ella hurga en el bolsillo de su anorak
naranja, saca un cigarro y se lo enciende.
Él la mira boquiabierto.
—¿Se puede saber para qué me has pedido un cigarro,
entonces?
Ella exhala el humo del tabaco y ni tan siquiera
le mira.
—Joder, con el rarito —dice.
—¿Cómo me has llamado?
—¿Y cómo coño quieres que te llame si no te
conozco? —dice ella, a la defensiva.
—Me llamo Pedro.
—Pos muy bien —contesta ella, molesta.
Pedro se fija en los gigantescos aros de sus
orejas, en sus pulseras y en sus múltiples piercings.
—Pues si yo soy el rarito, tú debes de ser la Jenny, porque vamos…
La Jenny, enojada porque aquel tipejo acierte su
nombre, abre los ojos de par en par.
—¿Y tú qué coño tienes que decir de mi, friki de
mierda?
—¿Friki? ¿Friki yo?
—No, mi abuela. Pos claro que tú. ¿Qué no te has
mirado al espejo o qué?
Pedro se restriega la mano por la cara, se mira en
el espejo y suspira.
—Maldita sea, por qué no me quedaría encerrado con
Scarlett Johansson.
—Pos no flipas tú ni na.
Pedro mira la hora en su reloj, luego examina de
nuevo el cuadro de los botones y aprieta por vigesimoquinta vez el botón rojo
de las emergencias, sin obtener resultado alguno, dado que yo, que soy el
autor, considero que este diálogo del ascensor aún puede dar mucho más de sí.
Así que el bueno de Pedro decide sentarse en el suelo frente a la joven, que
apura las últimas caladas de su cigarro, y abre el libro de poesía de Machado
por la primera página.
—Madre mía, y ahora se pone a leer, el notas.
—Sí, deberías probarlo, te vendría bien.
La Jenny, con un rápido movimiento del pie, le
tira el libro al suelo.
—¿Tú qué vas de listo?
Pedro, sorprendido ante su brusca reacción, frunce
el ceño y pierde la paciencia.
—¿Pero qué haces?
—¿Qué te crees mejor que yo por tener estudios?
Pedro recoge el libro del suelo y lo cierra de
golpe con rabia.
—¿Sabes una cosa? Odio a la gente como tú. Sois
una lacra para la sociedad.
—¿Pero qué coño dices, payaso? Si no me conoces.
—Llevo media hora encerrado contigo en este puto ascensor.
Claro que te conozco. Te conozco perfectamente. A ti y a todos los de tu
calaña. Eres una cani y actúas como las canis. Eres violenta, inculta y no
sabes vivir sin ofender a los demás. Me das asco.
—¿Ah, sí? Pues tú eres un chungo que se cree mejor
que yo porque lee libros, pero realmente eres un amargao de la vida que se mata
a pajas todas las noches, porque las tías buenas pasan de ti. Yo al menos tengo
un novio que me quiere y me protege.
—Seguro que es un encanto.
—¡Pos es mucho mejor que tú, pringao!
—Sí, puedo hacerme una idea. ¿A qué universidad…
perdón, quiero decir, a qué gimnasio va?
—¡Uy, uy, uy! Que mala leche te gastas, nene. Pos
para que te enteres, a él no le hace falta ir a la universidad, es mazo listo,
se ha criado en la calle ¡esa es su universidad!
—¡Oh! Si sigue así llegará a presidente.
—Pues no es un don nadie. Salió de actor en una
peli, listo, que eres muy listo.
—¿No me digas? Espera, déjame adivinar ¿de motero
extra en las tomas falsas de Tres Metros
sobre el cielo? ¿O en las escenas eliminadas de Yo soy la Juani?
La Jenny gruñe.
—¡Al menos él no es un mierdecilla como tú, que te
crees muy listo, pero no vales na! —aúlla.
—Cuando salgamos de aquí tienes que presentármelo,
será una joyita.
—¡Pues sí! ¡Y te dará dos ostias! ¡O te las daré
yo como no te calles!
—Eso me gustaría verlo.
La Jenny no puede aguantar más su ira, afila sus
uñas y se lanza con toda su rabia sobre él.
Cuando los técnicos logran abrir las puertas del
ascensor, una hora después, encuentran a dos jóvenes tumbados en el suelo.
Ambos yacen tranquilos, desnudos y abrazados.