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viernes, 22 de mayo de 2015

LOS 10 MANDAMIENTOS DEL "BUEN" CASTELLONENSE

1. Tienes que criticar a los demás porque los demás también te critican a ti. Si no criticas a nadie no eres de fiar.
2. fingE llevarte bien con las personas a las que criticas. La vida da muchas vueltas. Nunca se sabe qué mano te dará de comer.
3. Tienes que pertenecer a una familia de clase acomodada, con contactos, gent de dinerets. Si no es así, busca una buena pareja y fes un bon casament (esto último sólo sirve para las mujeres).   
4. consIGUE una mujer más guapa que la del vecino (si encima la quieres mejor, pero eso no es lo importante). Tu mujer, que es más guapa que la del vecino, te dará unos hijos más guapos que los del vecino. Sácalos en el Pregón infantil. Que luzcan. 
5. Tienes que tener un trabajo para ganar más dinero que el vecino. No para ser feliz. No seas tonto: he dicho para ganar más dinero que él. Si ganas menos, debes mentir para aparentar.
6. Tienes que tener un coche más grande que el del vecino. Tienes que comprarte un Smartphone más grande que el del vecino. (Aclaración: el tamaño de tu pene importa, pero no tanto, porque eso no se ve, y las tetas siempre estás a tiempo de operártelas).
7. VOTA al partido mayoritario. La ideología no importa. Hay que estar con los que ganan.     
8. Tienes que competir. La vida es competir. En todo. Y competirás, te guste o no te guste. La única diferencia es que si no compites quedarás el último. 
9. Tienes que SUPERAR al  vecino para que él no te supere a ti.
10. Tienes que APLASTAR al vecino antes de que él te aplaste a ti. 

    Esta, amigos, es la mentalidad que hemos desarrollado generación tras generación. Nos han enseñado a construir nuestra autoestima en base a estas estúpidas creencias. Envidias, celos, rencores, peleas y rivalidades. Y ya no me refiero únicamente a Castellón. Así funciona el mundo. Así funciona España, que es la quintaesencia de lo que acabo de exponer. La crisis económica actual únicamente agudiza nuestra miseria moral. Un eterno círculo vicioso del que, a este paso, no saldremos nunca. ¿Solidaridad? Y una leche. Aquí vale todo para llegar el primero, y el último "maricón". Los políticos son el primer ejemplo de ello. 
          Y ahora id y votadles.

Ilustración: El Roto


miércoles, 4 de febrero de 2015

SÁLVAME, PABLO IGLESIAS

“Si Belén Esteban se montara un partido político, ganaría las elecciones”. Esta frase, que tantas veces hemos oído en los últimos tiempos, va camino de convertirse en realidad. Sólo hay que echar un vistazo al panorama político del país. Desde hace muchos años, la Esteban es una colaboradora habitual de Sálvame, y debido a sus apariciones se ha ganado el apoyo de miles de seguidores. Ella no necesitaría un programa electoral para arrasar en las urnas. Hoy en día, con salir en la tele y empatizar con el público, es suficiente. La política es lo de menos. Pues así es España, señores.
Mal que nos pese, Sálvame es uno de los programas más vistos de la televisión española. El Chiringuito de Pedrerol es el Sálvame del fútbol (y si no, desmiéntemelo), y La Sexta Noche ya se ha convertido en el Sálvame de la política. Incluso Iker Jiménez, en ocasiones, transforma su nave del misterio en el Sálvame de lo paranormal (con Enrique De Vicente vs. la ciencia). Parece que esta es la fórmula ganadora. En España ya no sabemos hacer las cosas de otra manera. El futuro es la Salvamización de los medios. Todo es farándula, polémica y ego. Todos son gritos, insultos y pataletas. Mi verdad es la que vale, y si me tocas los huevos te machaco. Cainismo y odio hasta el final. Yo soy trending topic, y tú no.  
No estoy insinuando que Pablo Iglesias sea como Belén Esteban. Son dos personas tan diferentes como el día y la noche. Pero el producto televisivo es el mismo. Si la Esteban es “la princesa” del pueblo, el coletas se ha convertido en “el salvador”. Y ambos lo han conseguido del mismo modo: discutiendo con gentuza en un plató. Al final, lo que importa no es tu programa político, sino el aguante que tengas cuando te echan encima a los leones. Si te vienes abajo, estás muerto. Si sales victorioso del combate, el pueblo te aclamará. El señor Iglesias ha salido victorioso y por eso está ahí. Lo que haga a partir de ahora, dependerá exclusivamente de su talento como político. Y ahí no habrán oratorias ni discursos que le valgan.    
Y yo me pregunto: ¿qué será lo próximo? ¿El Sálvame de los toros presentado por Jesulín? ¿El Sálvame de Historia de España dirigido por César Vidal? Puestos a pedir, a mí me gustaría el Sálvame del cine. Pero nada de programas aburridos con Cayetana Guillén Cuervo. Lo que yo pido son trapos sucios. Que sienten al director de El Niño y al de La isla Mínima y que se digan de todo. Que sienten a directores y actores famosos en un plató y que se saquen los hígados: “tú me jodiste aquella película”, “rodaste aquella escena para verme desnuda”, “te pasaste el rodaje colocado”, “le diste el papel a ella porque te la chupó”, “tu película es una mierda”. Seguramente, la taquilla del cine español funcionaría mucho mejor a partir de entonces. También me fliparía ver el Sálvame de la literatura. Aunque pensándolo bien, eso ya lo vimos en aquel mítico programa de Sánchez Dragó de finales de los ochenta. Al final va a tener razón Fernando Arrabal: el milenarismo va a llegar.   

Foto: bluper.es

martes, 18 de febrero de 2014

LA MÁQUINA DE PELEAR


El otro día estaba en casa y escuché a la vecina discutiendo con su marido. Le decía así:

—¡Si te envío un Whatsapp y veo que tú te conectas ocho veces, es que no me has contestado porque no te ha salido de los coj****!

   Sí amigos. Pimpinela hicieron mucho daño a las relaciones de pareja, pero las nuevas tecnologías pueden ser mucho más peligrosas (para los de la LOMCE, Pimpinela: como los Cuquis de La que se Avecina pero en los 80 y cantando). Antes, los marrones con tu pareja solían darse cuando te olvidabas de su cumpleaños, cuando llegabas borracho a casa de madrugada o cuando te gastabas el dinero de la paga extra de Navidad en el bingo. Ahora, lo que se lleva es discutir por el Whatsapp.
   Según una noticia, el pasado año se separaron 28 millones de parejas por culpa de esta simpática aplicación para el móvil. Y es que hay que ver cómo nos ha cambiado la vida el sucesor de los difuntos SMS. La pregunta es ¿nos la ha cambiado para mejor? ¿No éramos más felices antes, comunicándonos  sólo cuando realmente lo necesitábamos? ¿Era necesario crear un chat para el móvil conectado las 24 horas, con todo el intríngulis del doble check y las peleas y reproches que (como a mi vecino) conlleva?
   Lo cierto es que cada nueva red social (o cada servicio de chat, lo mismo da) trae consigo discusiones, igual que la primavera trae consigo los estornudos. Ahora es el Whatsapp, sí, pero la cosa ya viene de lejos. Acuérdate de aquella bronca que tuviste hace diez años en el messenger (tu le juraste y le perjuraste que ya te habías desconectado, pero ella te sentenció por no haber contestado a su te quiero). Acuérdate de cómo disfrutaba inundando tu bandeja de hotmail con e-mails repletos de corazoncitos y ñoñería, y de cómo reaccionó cuando le dijiste que quizás eran demasiados. Acuérdate de la vez que colgó tus fotos de borrachera en Facebook pensando que te harían gracia. Y ahora repite conmigo: ¿redes sociales y amor? Agua y aceite.  
   Y es que las redes sociales sirven para muchas cosas, pero sobre todo sirven para pelear. Y ya no sólo con tu pareja, sino con cualquiera al que le tengas ganas. Nunca antes había sido tan fácil y tan cómodo darle cera a quien tú quieras. Las redes sociales, como su propio nombre indica, cumplen funciones sociales, y entre estas funciones encontramos una que en mi opinión en básica: la del desahogo. Antes tenías que conformarte con gritarle a la pantalla de la televisión cuando salía algún personaje que no despertaba tus simpatías. Ahora tienes Twitter, que viene a ser algo así como el Olimpo de las bullas virtuales. Y también tienes los comentarios de Youtube, un campo de guerra abierta, sin reglas, cómo en Vietnam. Y digo yo, si gracias a las redes sociales la gente canaliza su ira y sale a la calle sin ganas de pelea, pues bienvenidas sean las dichosas redes. Aunque mucho me temo que su efecto es justamente el contrario.      
   Mi amigo Rafa no tiene Whatsapp. Tampoco lo quiere. Él vive en constante rebeldía hacia esta sociedad moderna y decadente. Y es feliz.  
   —¿Qué? ¿No te animas a pillarte un móvil con Whatsapp? –le pregunto.
   —Déjate de Whatsapps, que los carga el diablo.
   —Bueno, mira el lado positivo, así estarías más comunicado.
   Rafa le da una calada a su eterno cigarrillo encendido y escupe al suelo.
   —Si alguien quiere algo de mí ya sabe dónde encontrarme.



lunes, 18 de noviembre de 2013

LO QUE PIENSAN LOS DEMÁS

Si pudiéramos escuchar lo que piensan los demás de nosotros, probablemente no nos quedaría ni un amigo en el mundo. Algo así le sucedía al personaje de Kelly, la American Choni que interpretaba Lauren Socha en la serie de televisión Misfits. Para los que nunca han visto la serie, Kelly, además de choni, era una joven que apenas confiaba en los demás porque tenía la increíble facultad de escuchar las cosas (generalmente guarrindongas) que pensaban de ella. Nosotros, por suerte, no tenemos ese superpoder. En cambio, tenemos otro mucho más sano, y sobre todo, mucho más entretenido: el poder de saber lo que piensan los demás del vecino. Para ello, nos basta únicamente con dar una vuelta por el barrio. Porque, admitámoslo ya: en este país somos muy chafarderos. Nos encanta murmurar. Xarrem massa, que se dice en mi ciudad. Eso sí, tenemos el detalle de hacerlo cuando el blanco de los chismorreos no está delante nuestro.

Kelly sabe lo que estas pensando
     Antiguamente las señoras criticaban en el mercado, los hombres en el bar. En invierno se criticaba alrededor de la chimenea, haciendo calceta, y en verano sacando las hamacas a la acera, a ver quién pasaba. También se estilaba mucho lo de criticar por teléfono, llevando la silla al lado del mueble (que luego con la factura te daba un patatús). Era un hábito que se aprendía desde bien temprano, en el colegio. Hoy en día la alcahuetería está llegando a la era digital gracias a las nuevas generaciones, que extienden el deporte nacional por distintos canales como Facebooks, Messengers o Whatsapps. Pero es que lo llevamos en el ADN: nos gusta rajar, criticar, censurar y acusar a todo hijo de vecino. A amigas y amigos, a familiares, parientes, herederos, conocidos o desconocidos. Qué más da. Por el mismo precio criticamos al panadero, a la señora frutera, a la cajera del supermercado, al mecánico, al funcionario, al camarero, a la cartera y hasta al médico de cabecera. Aquí no se libra ni dios. Y el motivo es lo de menos. Siempre existe alguna estúpida razón para despellejar a alguien, y si no existe se inventa, que aquí somos muy duchos en imaginación. 
     Yo vivo en barrio donde se conoce todo el mundo. El otro día bajé a comprar el pan, y la mujer que me despachó estaba hablando (es decir, rajando) con otra señora sentada (atención al detalle) en una silla  al lado del mostrador, junto al estante del pan integral, ahí, como si formara parte de la decoración. De pronto, una mujer pasó por delante del escaparate, y ellas, sin cortarse un pelo, comenzaron a murmurar: “oy, oy, oy, mira a la Paquita qué traje más feo se ha comprado”. Y la otra que le responde: “¿y qué me dices del marido? Es un sin vergüenza, si baja todas las noches al bingo y se sienta con una rubia”. Que yo iba a decirle “señora, ¿y usted cómo lo sabe? ¿Es que tiene espías en el bingo o qué?”. Que probablemente me hubiera contestado “no, es que me robó dos líneas prácticamente cantadas”. Luego, cuando ya salía de la panadería, encontré a una niña de unos doce años sentada en los escalones de la entrada, con el Smarthphone, que casi era más grande que ella, toqueteando la pantalla. Le dije: “¿qué tal niña? ¿Con el Whatsapp?”. Me contestó: “Sí, contándole a mis amigas que a Paquita se los ponen bien puestos”.
     Hay que ver lo rápido que aprenden las nuevas generaciones.
       


lunes, 14 de octubre de 2013

LA INDIFERENCIA MATARÁ A FACEBOOK

Hace poco leíamos en una noticia que el Facebook desaparecerá en menos de tres años. ¿La razón? Que la red social aburre. Yo no sé si serán tres, seis, nueve o veintinueve años. No me atrevo a aventurar tamaña predicción con tanta exactitud. Pero de una cosa sí estoy seguro: desaparecerá. Desaparecerá como todo lo que asciende mediante un boom. Y será más pronto que tarde. Eso sí, no desaparecerá por aburrimiento, sino por indiferencia, que no es lo mismo. El Facebook no aburre. Para nada. Tiene el Candy Crush, los Angry Birds, el Football Manager, el Farmville y toda la retahíla de aplicaciones para sobrevivir al crudo día a día. De aburrir nada. Hace su función. Pero ya no es como antes ¿eh?
     Cuando nos creamos la cuenta, allá por el 2009, era el no va más. En aquella época jugábamos a aglutinar el mayor número posible de contactos y éramos fans de las cosas más absurdas. Volvimos a saber de nuestros antiguos compañeros de colegio e instituto, a los que no veíamos desde hacía siglos, los agregamos a todos, y creímos ingenuamente que el juguetito del Zuckerberg nos ayudaría a recuperar aquellas viejas amistades, que nos daría un nuevo impulso que lo iba a cambiar todo. Empezamos a subir montones de fotos que teníamos almacenadas en nuestras cámaras digitales desde 2003. Total, eran fotos que SÓLO íbamos a compartir entre los amigos, y que no vería nadie más. Seguro que sí. 
     Luego llegaron las “señoras”, los cuestionarios sobre nuestra vida, los grupos chorras de títulos inenarrables, y por supuesto, las páginas de fans. A golpe de un solo click, todos tus contactos sabrían acerca de tu grupo de música, de tu libro, de tu coro de danzas, de tu corto de cine y de la madre que parió a Peneque. Y para colmo, apareció el gran juez de nuestra era, el que dicta sentencia de lo que vale y de lo que no vale, el que dice lo que está bien y lo que está mal. Y no me refiero a Risto Mejide, sino al botón “me gusta”. Para muchos, la nueva vara de medir su autoestima. El mecanismo es fácil. Quien tiene más likes es el mejor. Incluso se inventó una nueva profesión al abrigo de todo esto: la de Community Manager. De hecho, hoy en día en España sólo existen tres clases de personas: Community Managers, Coachings personales y parados. Y ninguno de ellos se necesita entre sí, por cierto.         
     Pero volvamos al tema, que pierdo el hilo. Después de esto, allá por el 2010, con el Facebook plenamente rodado, hacerse famoso estaba al alcance de todos. Nunca habíamos vivido algo así. Había llegado de verdad el siglo XXI y lo íbamos a celebrar por todo lo alto, con o sin crisis. Y bien, ahora que el siglo XXI ha llegado y se ha instalado en nuestras vidas, ¿qué le está ocurriendo a nuestro querido Facebook? Que nos importa un carajo. Así de claro. 
     Al principio hacía gracia, con las frases ingeniosas del graciosete de turno, la amiga que te cuenta su vida minuto a minuto, el concierto de tu ex compañero de autoescuela, la mística de las frases inspiradoras, la nueva aventura empresarial de Perico el de los Palotes, las teorías descabelladas del final de LOST, la nueva biografía (que JAMÁS sacó ni sacará completa tu foto de portada), la información instantánea que permite ver los comentarios en el muro de cualquier persona, el “ya es oficial, Facebook será de pago”, el concierto de tu ex compañero de autoescuela otra vez… sí, al principio hacía gracia. Pero al final ya toca las narices. A nadie le importa nada, esa es la verdad. La monotonía hace estragos. Y es por eso que el Facebook morirá. De hecho ya está muriendo, cada día, cada hora. Y cuando eso ocurra surgirá algo nuevo, quizás otra red social, que nos absorberá a todos. Y vuelta a empezar. Mientras tanto, al Facebook lo enterrarán en un panteón digital junto al Messenger y al Megaupload. Y en cuanto al chat, lo único que de verdad hacía papel en Facebook, siempre ha sido un maldito infierno para comunicarse con alguien. Ese ya murió, aplastado por WhatsApp. Se lo tenía bien merecido. 
     



miércoles, 3 de julio de 2013

POR QUÉ NOS GUSTA LA PLAYA

Cuando llega el verano nos gusta ir a la playa, torrarnos al sol, pegarnos un chapuzón y mostrar orgullosos el tipito (y lo de orgullosos vale tanto para los que se han pasado todo el año machacándose en el gimnasio como para los que se lo han pasado criando tripa a base de chorizo y morcilla: ambos muestran el tipito orgullosos. Creedme. Que esto es España). 
Cuando éramos pequeños la playa tenía un encanto especial. Bueno, como casi todo lo que nos sucedía de niños. Aún recuerdo lo bien que me lo pasaba haciendo castillos de arena con mi cubo de plástico, enterrándome hasta la cabeza, nadando con la colchoneta hinchable y, para acabar, zampándome el bocata de mortadela que me había preparado mi madre. Y la verdad es que en aquel entonces tampoco necesitabas mucho más para pasarlo genial.    
Cuando te haces mayor las distracciones ya son diferentes. Nos gusta ir a la playa, sí, pero por motivos distintos. Seamos sinceros: la playa es un lugar donde hace un calor insoportable, sudas como un pollo y te llenas de arena hasta los mismísimos, luego intentas mejorarlo bañándote en el mar, para descubrir que sólo has conseguido llenarte el cuerpo de sal, y que todo te pica de mala manera. No estamos hablando del paraíso terrenal precisamente. Pero entonces, ¿por qué narices adoramos tanto ir a la playa?


Dicen que a los hombres nos gusta el fútbol porque nos retrotrae a la infancia. Creo que con la playa sucede algo parecido. Cuando vamos a la playa conectamos con el espíritu de nuestra infancia, el de los castillos y el flotador, el espíritu de la inocencia y de la falta de responsabilidad, y aunque sólo sea un espejismo, por momentos creemos sentirnos como niños de ocho años. Claro que tampoco somos tontos. Resulta que ahora, reparamos en pequeños detalles que en la niñez nos pasaban un tanto desapercibidos, como por ejemplo, que la rubia que pasea por la orilla viste un minúsculo tanga amarillo. Sólo un tanga.          
Cuando cumples cierta edad, hay dos formas de ir a la playa: con toda la familia, en plan dominguero (con la sombrilla, la nevera y las sillas plegables) o en plan íntimo (sólo o con tu pareja). Lo de ir con la familia es la fórmula ganadora, la española, sin complejos. Y lo de ir tu solo queda un poco triste. Te miran raro. “Uy, mira a ese chico sólo”, susurran a tus espaldas. Que a mí eso me da rabia. Cuando vemos a una chica sola en la playa no pasa nada,  pensamos “nada, está descansando, la pobre”. Pero cuando vemos a un tío sólo, ay amigo, (nótese la cara de maruja desconfiada total): “algo raro has hecho para acabar aquí solo”.
Por eso lo mejor es ir con tu pareja. Claro que sí. Y buscar una playa tranquilita, poco frecuentada y sin agobios. Lo malo es que hay mucha gente que busca esa playa tranquilita, y al final, pasa lo que pasa: que justo enfrente de ti y de tu novia planta su hamaca una chica en topless. Y tú te haces el loco, mientras notas la guadaña a escasos centímetros de ti, en la mirada enfurecida de tu novia. Que casi te lanza rayos por los ojos. Y tú decides no mirar. Hasta que no hay más remedio, claro, porque al iros a bañar y pasar por su lado…
—¡Hola! te saluda–. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? ¡Dos besos!
Tu ex. No la veías desde la facultad. Y a ti se te ocurre pararte a hablar con ella, y hasta presentársela a tu novia. Que no se diga. De perdidos al rio. Y tu ex lo que parece haber perdido es la parte superior del bikini. Y tú, que hoy no te libras de la bronca ni de coña. En fin. Esta anécdota me recuerda otra cosa: lo poco que nos gusta encontrarnos a conocidos en la playa. Es algo que no terminamos de asimilar. Ver al jefe, a la secretaria o al butanero en tanga. Se hace raro ¿eh? Tal vez sea porque en la playa se pierden las clases. Y también la clase. En la oficina o en la discoteca cada uno es como es: pijo, casual, hipster o cani. En la playa todos somos unos catetos en bañador. O sin él.  
Así que hoy decido ir a la playa con mi amigo Rafa. Una sesión de colegueo bajo el sol, sin sobresaltos. Rafa se lo monta bien en la playa: el tanga, la sombrilla, el tabaco y la toalla. Ambos lucimos nuestros cuerpos serranos bajo el sol de media tarde. Mientras le relato el encuentro fortuito con mi ex y la pelotera posterior de mi novia, Rafa se enfunda las gafas de sol, enciende un cigarro y muerde la boquilla con los dientes.
—Pues tu ex en el instituto ya estaba bien buena –dice–, ahora debe estar que se rompe.
—Ese no es el tema, hombre. Te he preguntado si te parece normal la reacción que tuvo mi novia. ¿Qué opinas al respecto?
—¿Qué qué opino?
—Sí.
Mi amigo Rafa le da una calada al cigarro y exhala el humo con fuerza.  
—Que parecemos maricones, tete.    
    



lunes, 17 de junio de 2013

CORINA POR CORINNA

Hace unos meses nos enteramos que el rey tenía una amante rubia llamada Corinna, y ahora, de la noche a la mañana, y sin quererlo ni beberlo, nos han clavado un programa en prime time titulado “un príncipe para Corina”. En serio, ¿a nadie le parece extraño?
     ¿Qué ha pasado aquí? ¿Casualidad? ¿Está de moda el nombre? ¿Hay un boom de Corinas y no nos habíamos enterado? ¿O quizás es una cortina de humo brutal para que no se hable de la otra Corinna? Yo me inclino más por esto último.   
     Puede que suene algo rebuscado, pero si te fijas, tiene su lógica. La otra Corinna (la de las dos enes) fue un personaje muy incómodo para la Casa Real, una mosca cojonera. La amante del rey, nada menos. Todos sabíamos que el rey era muy campechano y que le iba la marcha, incluso conocíamos el nombre de sus antiguas amantes (Bárbara Rey, Sara Montiel o Raffaella Carrá). Pero ninguna de ellas había supuesto un escándalo tan grande como Corinna, la de los chanchullos con Urdangarín, la que viene a España para hacerse un lifting y operarse el pecho de gorra. Estas informaciones causaron bastante revuelo en los medios (no es para menos) y arruinaron la imagen de la Monarquía en un tiempo récord.
     Los que dicen que “estas cosas con Franco no pasaban” tienen razón. En la dictadura, ante un suceso similar, se secuestraban los periódicos que hiciesen falta, un par de tiros al aire y problema resuelto. Ahora, en la era de Internet ¿cuál es la solución? ¿Cómo hacemos para intentar lavar la imagen de la Monarquía? Aborregando al personal. No es tan complicado. Si lo que quieres es que la gente se olvide de un personaje público, no intentes silenciarlo, simplemente crea uno mejor con el mismo nombre. Y sobre todo, crea uno que sea más mediático. Uno del que hablen todas las generaciones, especialmente las más jóvenes. Crea un programa lleno de petardos y de frikis que no deje indiferente a nadie, con lo último en telebasura. Que deje huella de verdad. En realidad sabían bien cómo hacerlo, y lo han hecho. El fenómeno Corina ha revolucionado las redes sociales. La prueba es que si tecleas “Corina” en Google, en los resultados aparece quien aparece: la joven. 
     Pero hay más cosas que me hacen sospechar. Las últimas noticias apuntan a que el programa es un fraude. Que los participantes son actores, que algunos han salido incluso en series de TV como ‘Cuéntame’ y ‘La que se avecina’. Todo suena a precipitación, a chapuza, a guión escrito de antemano. En fin, puede que sea un paranoico y que adore la teoría de la conspiración. Puede que todo haya sido una estrategia de Mediaset para aprovechar el filón mediático de la otra Corinna. Es posible. Sea como sea, la cuestión es: dentro de unos meses, ¿de quién nos acordaremos cuando oigamos el nombre de Corina? ¿De la "amiga entrañable" del rey? ¿O del programa petardo?
     



miércoles, 15 de mayo de 2013

LA CRISIS DE LOS 30

 

Ya hace algunos meses que le doy vueltas a esto de cumplir treinta años. Treinta años, treinta. Como en los carteles de las corridas de toros: “seis toros, seis”. Que por cierto nunca he sabido por qué anuncian el seis dos veces. ¿Es que no basta con una? Pues con los treinta ocurre igual. Antes, con veintitantos, llegaba el día de tu cumpleaños y simplemente te decían “felicidades”. Ahora, con una sonrisa irónica y una palmadita en la espalda, te dicen: “felicidades ¿eh? Treinta años, treinta”. Y entonces tú desearías embestir. 


LO QUE IMPLICA EL NUMERITO
La gente me dice que apenas he cambiado. Tanto en lo físico como “en lo demás”. Ahora bien, mientras lo primero está bien visto (esta persona no envejece, se cuida, etc.) lo segundo (no cambiar “en lo demás”) no está tan bien visto. Y menos cuando cumples los treinta. Esta sociedad acepta de buena gana al Dorian Gray de turno que vende su alma al diablo a cambio de la eterna juventud, pero castiga con el ostracismo a todo aquel que se niega a cambiar “en lo demás”. Y es que cumplir treinta años implica que todo el mundo espera de ti un cambio importante, puede que incluso drástico, “en lo demás”. Implica que la gente, a partir de ahora, espera ver en ti a una persona adulta que haga cosas propias de un adulto. Implica que los comportamientos y actividades de los jóvenes veinteañeros (no digamos ya de los adolescentes) nunca más serán adecuados para tu edad. Ahora eres un adulto. Tú creías que lo eras desde los dieciocho, pero no. Eso es lo que te hicieron creer. A los dieciocho eras un niñato. Podías votar y conducir, sí, pero seguías fumando porros y haciendo el capullo con tus compañeros de la facultad. Ahora eso ya no se te permite. Al menos moralmente. Así que prepárate para tu nueva vida. Se acabaron las borracheras con los colegas. Se acabó hacer lo que a ti te dé la gana. Se acabó tu libertad. Ahora te toca casarte, comprarte un piso, tener hijos, abonarte al plus, echar barriga, perder el pelo y palmar. Esa es la vida que te espera. O al menos, la vida que los demás esperan de ti. Acabas de descubrir el significado del término “presión social”. Felicidades, ése es tu regalo de cumpleaños.   
     Los expertos llaman a este marrón “La crisis de los 30”, una etapa de cambios estructurales donde te replanteas tu vida entera y te afanas por lograr el éxito laboral y sentimental antes de los 35. Porque si no lo logras serás un auténtico fracasado. De ahí que la gente se vuelva loca intentando cambiar “en lo demás”. 

MADURA YA, COPÓN
Pero, ¿qué pasa si decides no cambiar “en lo demás”? Nada. Que eres un inmaduro. Que no eres como toca. ¿Y eso tiene consecuencias? Por supuesto. Te apartarán a un lado. Ya lo irás notando. Pero vayamos al grano de una vez: madurar. Yo no digo que uno no deba madurar. Al contrario, es un proceso importantísimo para el desarrollo de una persona. Pero desde luego, tengo claras una serie de cosas en lo que al término madurar se refiere, entre ellas las que menciono a continuación: 
  • Si madurar significa dejar de soñar y de crear cosas nuevas, yo soy un inmaduro. 
  • Si madurar significa dejar de sentir la emoción de un niño, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de salir con los colegas, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa abrazar una vida rutinaria y gris, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa quitarse de la cabeza “esas tonterías”, yo soy un inmaduro.   
  • Si madurar significa esbozar “esa sonrisa” de resignación, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa sentar la cabeza para pensar con el culo, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa ahorrar para la vejez y votar a la derecha, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa dejar de vestir zapatillas y vaqueros, yo soy un inmaduro.
  • Si madurar significa comprarse un Audi para demostrarle al mundo que no te afecta la crisis (ni la de los 30, ni la económica), yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa preferir la injusticia al desorden, yo soy un inmaduro.  
  • Si madurar significa, en definitiva, acatar sin chistar las directrices que te marca la sociedad, abrazar las modas, lo fácil, las apariencias y la falsedad… yo, rotundamente, soy un inmaduro.

     Y puede que sea un inmaduro. Eso me da igual. Lo que no me da igual, lo que no aguanto, es que vengan a darme lecciones sobre qué es madurar. Porque a lo mejor, mi visión de la madurez es diferente a la suya; porque a lo mejor, lo que nos hace madurar no son los años ni el progreso material, sino las experiencias vitales, buenas y malas (aprenderás más de las malas); porque a lo mejor, lo que para ellos significa madurar, para mi es morir en vida. Y puede que a lo mejor, ese niño que llevo dentro, ese niño que llevamos todos dentro y que nos empeñamos en matar cada día, en el fondo, nos ayude a sobrevivir. 
     Para todo lo demás, bienvenidos sean los 30, maldita sea.

miércoles, 17 de abril de 2013

LOS VIDEOCLUBS

     Hay que ver cómo han cambiado los videoclubs. Bueno, algunos no han cambiado, directamente han desaparecido. Otros han mutado en una tienda de chinos de todo a 1 €. Y de los pocos que quedan, ya no sabes si estás en un videoclub o en una tienda de bolsos de imitación. El otro día entré en el videoclub del barrio, así por curiosidad, y le pregunté a la dependiente “perdone,  ¿qué tienen películas?”. “Sí, claro, allí en el estante del fondo”, me respondió. Y yo “¿seguro? Es que no las veo”. Y era cierto, aún quedaba una estantería con películas. Eran todas las de Crepúsculo, pero sí, quedaban películas. También estaba Follador y Caballero, pero ese ya es otro tema… ejem, sí, bueno, fue el título que me llamó mucho la atención. Además, mi amigo Rafa ya me había hablado de ella en alguna ocasión.  
Para mí, el hecho de ir a alquilar una peli tenía un encanto especial. ¿Os acordáis de aquellas tardes interminables en el video club de la esquina, tratando de decidir con tu pareja qué cinta llevarte a casa? Es una lástima, porque eso se está perdiendo. “Yo por mí vería la de Almodóvar”, te decía tu novia, “pero elige la que tú quieras ¿eh?”. Y veías la de Almodóvar sin chistar, por supuesto. Aún me acuerdo de la última vez que alquilé una peli en el videoclub. Fue hace años, y lo recuerdo bien porque ese mismo día, casualidades de la vida, lo acababa de dejar con mi novia de entonces. Tranquilos. No fue nada importante. Una tontería de dos años. Y yo me dije, qué coño, vamos a celebrarlo: hoy me alquilo la que a mí me da la gana.
No, ahora en serio, aquella noche, la noche de la ruptura, una amiga me dijo que un buen remedio para evadir mis penas amorosas era el cine. “Ponte una buena peli. Ya verás, te hará sentir bien, te hará reflexionar”. Y le hice caso. Cogí y me bajé al videoclub a alquilar una peli. Mi amiga, la pobre, lo dijo con toda la buena intención del mundo, pero estaba equivocada.
Ni puto caso. Lo último que necesitas en esos momentos es reflexionar –me dice mi amigo Rafa, que ahí donde lo veis, sabe mucho de relaciones.
Te doy la razón.
Y lo único que pensarás es que el cabroncete del prota se está cepillando a Scarlett Johansson, mientras tú estás de nuevo y oficialmente a pan y agua.  
Hay que tener cuidado. Una mala película en un momento delicado puede deprimirte más de lo que imaginas. Por tanto, si atraviesas una situación similar, mi consejo es que vayas a pasear, a correr, a bailar, a nadar, a los clubs, al Caminás… pero no te recomiendo que veas una película. No te lo recomiendo porque en esos momentos de inestabilidad emocional, alquilar una peli es como empezar a salir con alguien: necesitas saber de qué va, necesitas leerte la sinopsis antes de volverla a cagar, y luego pensar “no, otra romántica-coñazo ni de coña… ya he tenido bastante”. En momentos así, las películas deberían ser todo lo contrario: un polvo rápido y sin sentimientos. Por eso tienes que elegir bien lo que ves y tener en cuenta tu nuevo estado anímico. Deja pasar un tiempo prudencial antes de volver a ver cine. Descarta los pastelones, eso es para quinceañeras enamoradas. Comienza una nueva dieta rigurosa pero efectiva. Empieza con el western, con pelis de tipos rudos, tipos duros, deja que Clint Eastwood sea tu héroe (¿acaso no lo es?), sigue con las de mafia, déjate apadrinar por Corleone, prueba con las de acción y no le hagas ascos a las pelis de artes marciales. Bruce Lee es dios y Chuck Norris es su único profeta. Arrodíllate ante Charles Bronson. Cuanta más testosterona mejor. Es lo que necesitas.
Poco a poco recuperarás tu masculinidad herida, cambiarás las palomitas por cerveza y tendrás el valor para entrar de nuevo en el videoclub y enfrentarte a tus miedos. Al menos es lo que hizo Rafa. Me cuenta que una vez, tras salir de una relación tormentosa, se propuso algo que nunca antes había hecho: entrar en la sala de películas X del videoclub, sonreírle a la dependiente mientras le cobraba el alquiler de Follador y Caballero e invitarla al cine esa misma noche.  
Por cierto, ella le dijo que no.



viernes, 22 de febrero de 2013

Y ESE QUE TANTO HABLA

     Hoy en día, si no hablas de la crisis no eres nadie. No vales la pena. Si tienes un blog de opinión pero no expones tus teorías acerca de cómo salir de la crisis, parece que estés haciendo el idiota. ¿Relatos? ¿Novelas? ¿Reflexiones que no son de economía? ¿A quién demonios le importa eso? 
     Y es que la crisis sigue siendo el tema estrella. Yo ya no sé de qué hablaremos cuando salgamos de ella. Desde hace varios años, en este país todo el mundo es experto en economía. En las tertulias ya no se habla de otra cosa. Y me refiero a las tertulias más o menos serias, no al cachondeo de cuando vas de cañas (que ahí se sigue hablando de CR7 y de las tetas de Anna Simón). Debido a la nueva coyuntura económica (que ya no tiene nada de nueva, porque vamos para cinco años, y sumando) ha surgido en nuestro entorno social un nuevo y odioso personaje: el listillo que se las sabe todas para salir de la crisis. Piensa un poco, seguro que tú también conoces a alguno. Estoy hablando de ese ejecutivo emprendedor, ese que aprovecha cualquier ocasión para comerte la oreja con los últimos datos del paro, ese que lleva una aplicación en el móvil para seguir de cerca la prima de riesgo. Ese que tanto habla, y que se llena la boca con todos los pormenores de la economía mundial, que él conoce a la perfección (y tú no). Ese jefe que domina al dedillo los entresijos y las tendencias actuales del mercado. Que dan ganas de decirle “oiga, si sabe usted tanto por qué no llama a Rajoy y se lo cuenta, que a lo mejor eso no se le ha ocurrido a él”. A este espécimen que esbozo, ahí donde lo veis, con su elegante traje, su Smartphone de 400 pavos y su pinta de neo yuppie, le importa un rábano la crisis. “Es que vivías por encima de tus posibilidades”, te regaña. Y es el mismo pedante que en 2003 te decía que pidieras el préstamo para comprarte el Audi. La situación económica de este personaje no ha cambiado desde entonces. Su discurso sí. Es lo que él entiende por “adaptarse a los nuevos tiempos”.
          
 

lunes, 14 de enero de 2013

¿POR QUÉ LAS MUJERES LLEVAN TACONES?





El otro día fui a la estación para coger un tren. Mientras esperaba en el andén, me llamó la atención una rubia que se apeó de un Euromed. La chica caminaba decidida arrastrando su maleta roja. Vestía una blusa glamurosa, unos vaqueros muy ceñidos, unos zapatos de tacón de aguja y unas enormes gafas de sol que le cubrían el rostro. Lo primero que pensé es que se trataba de alguna famosa, actriz, cantante, presentadora o modelo. Una Anna Simón cualquiera. Parecía que fueran a aparecer los paparazzis de ‘Sálvame’ en cualquier momento. Pero lo que más me sorprendió fue el ruido exagerado de sus tacones, que retumbaban por todo el interior de la estación, provocando un eco metálico. Este detalle me hizo reflexionar, y me sobrevino una duda existencial: ¿para qué sirven realmente los tacones? Sí amigos, hasta los detalles más livianos merecen reflexiones profundas.   
Cuando llegué a casa investigué un poco por internet. Según Desmond Morris, autor de El mono desnudo, las mujeres con las piernas más largas simbolizan la madurez sexual, por lo que unos tacones largos (que provocan el efecto de unas piernas más largas) vienen a describir a una mujer sexualmente disponible. La teoría es interesante y tiene su lógica, aunque dudo que Desmond Morris se calzara tacones alguna vez. Mi novia me ha confesado que los tacones altos son una tortura china, algo insoportable. Ella no suele llevar tacones salvo en bodas y por compromiso (chica lista) por tanto no me puede ayudar mucho en mis investigaciones, así que le pregunto a una amiga que se calza tacones casi a diario.
—Las mujeres nos ponemos tacones para realzar nuestra belleza –me responde.
—¿Para realzarla? Quieres decir para parecer más alta ¿no? 
Pero no. Ahora resulta que la altura no tiene nada que ver.
—Bueno, es verdad que si una chica es bajita llevar tacones ayuda, pero no creo que esa sea la razón principal. Los tacones dan un aire más femenino y sexy.     
Por lo visto, eso de que la mujer se calza tacones para parecer más alta es un eufemismo. La respuesta de mi amiga me dejó un tanto intrigado: “femenino”, “sexy”, son palabras que no me aclaran nada. Esa misma noche, le expongo el tema a mi amigo Rafa, un gran librepensador, y entre caña y caña, me explica su curiosa teoría:
—No te creas nada. Se los ponen para pisar fuerte. Para que suenen bien, y cuanto más mejor.
—¿Tú crees?
—Sí. En realidad tiene mucho que ver con la teoría evolutiva: es una manera de reafirmarse ante el mundo, una forma muy sonora de destacar entre la multitud que la rodea, lanzando al vuelo un mensaje subliminal: “miradme, machos alfa, aquí estoy”.
—Ya. Digamos que para ti los tacones sirven para que una mujer se desmarque del rebaño. Para que todos los hombres se fijen en ella.
—Exacto –contesta tajante.
—¿Y qué pasa si se fijan en ella pero luego no les resulta atractiva? Quiero decir, los tacones pueden llamar mucho la atención, pero no hacen milagros. Hablando claro: ¿también usan tacones las feas?
—Por supuesto. Si una chica no es muy agraciada, razón de más para usarlos, porque sus tacones causarán respeto y admiración, y también placer a algún que otro depravadillo. De todas formas, dudo que la chica que viste en la estación fuera fea. ¿Me equivoco?
—No. Al contrario. Parecía muy guapa.
—Claro, es que esa tía está buena y lo sabe dice Rafa, bebiendo de su caña esas son las peores.
Me hace reflexionar de nuevo. Hay algo en su argumentación que no me cuadra.
—Pero entonces, si es tan guapa y lo sabe ¿qué necesidad tiene de ponerse tacones y mandar ese mensaje subliminal de “miradme, machos alfa, aquí estoy”?
Rafa enmudece y mira fijamente al techo, pensativo. Luego suelta una carcajada.
       —Es que el caso de esa muchacha no era un “miradme, machos alfa”, era más bien un “miradme perdedores, machacárosla con mi recuerdo porque no estoy a vuestro alcance”.